lunes, 2 de febrero de 2009

7.- (es largo pero tiene que ser así (lo siento)


7.- -Don Horacio, hay una señorita esperando en la puerta. Dice que es periodista. Marina Mantovani –anunció Agustín, con los ojos vueltos hacia uno de los postigos de la ventana que cimbreaba en sus goznes sacudido por el aire que movía la tarde.
Hacía escasos minutos que habíamos regresado de casa de Lupe, donde, con la atardecida escabulléndose de la noche que se cerraba por encima de las arboledas, se había sellado la caja del Sr. Huete y seguían rezándose responsos por la salvación de su alma. Los vigorosos efluvios de la descomposición se habían camuflado con el penetrante olor de los cirios y velas que ardían para dar luz a la oscuridad en la que se encontraba Don Lucas, por lo que las mujeres podían llorar tranquilas, sin miedo a sofocos ni desvanecimientos. A esas alturas de la tarde ya se sabía que el obispo no iba a permitir que se enterrara a Don Lucas en el camposanto, uno de los escasos cementerios que escapó en su día de la desamortización y continuaba en propiedad del Obispado, por lo que el entierro se iba a hacer extramuros, junto a la tapia norte, un lugar umbrío y húmedo donde, para perplejidad de propios y extraños, en la festividad de Los Santos, se había profanado una tumba anónima, dejando a la vista el esqueleto corrupto y decapitado de algún desgraciado de la Guerra Civil .
No le faltaba razón a Amos Palafrén, librero y habitual contertuliano de Horacio desde que éste se instaló definitivamente en el pueblo, y el Jefe del puesto de la Guardia Civil, el sargento Librado Andújar, ante la falta de presencia judicial competente que mantuviera orden en contrario, decidió dejar que se procediera al enterramiento ese mismo día, anotando en su atestado, como causa del óbito, el suicidio por ahorcamiento. Como mal menor se permitió que el boticario le tomara al cadáver una muestra de sangre que, posteriormente, habría de enviarse a la Cátedra de Medicina Legal de la Facultad de Medicina de la Universidad de Granada, licenciada a estos efectos por el Instituto Nacional de Toxicología, para tranquilidad de la viuda y comprobación de que fue el delirio, el juicio torcido por alguna mala ventolera, el causante de tan lunático desenlace.
Horacio acababa de dar un corte limpio a la perilla de su habano, siguiendo con los ojos el movimiento de Agustín que se acercó al postigo de la ventana para asegurarse de que estaba bien cerrada. Lo mojó entre sus labios mientras explicaba a Amos Palafrén que el corte de un puro debía ser limpio, sin estrías, y que no debía nunca de alcanzar la capa. Le indicaba que el corte tenía que ser justo, ni grande ni chico, puesto que un tajo desmedido facilitaba que las expiraciones provocaran un exceso de combustión y el calor en la boca hacía infumable el puro. Sopló la cuchilla para limpiarla de virutas de tabaco y dejó la guillotina en una mesita. Se dispuso a prenderle fuego con unas cerillas alargadas, de cabeza azul, hechas con madera de cedro, comentando que el sabor de un buen habano se arruina si se enciende con fósforos de cartón o de cera, o con mecheros o bujías; dejó que la cabeza del fósforo se consumiera y la acercó al puro ligeramente para conseguir que la punta se chamuscara; luego sopló y, tras una llamarada espasmódica, que iluminó la cara de Horacio, se prendió una brasa uniforme y viva. Ahí separó la lumbre bajando la cerilla y succionó el cigarro dándole vueltas sobre la llama. Una vez estaba prendido, se regaló el paladar con una profunda calada que vació sobre el centro de la habitación.
El humo en suspensión me permitió esconder el gesto sorprendido por la extraña visita que nos anunció Agustín. Le pedí que me repitiera si la chica que estaba esperando en la puerta era periodista de televisión, pero Horacio se levantó a buscarla sin esperar la respuesta del bueno de Agustín, que no acertaba a asegurar la ventana. Entró con ella al salón y, al reconocerme, el esbozo de una sonrisa le alargó los labios en el rostro. La traía cogida del brazo, dirigiendo sus pasos entre los expedientes apilados que habíamos movido aquella tarde, y le pidió que se sentara junto a mí, en el sofá, por lo que le hice sito echándome hacia un lado.
-Dígame qué puedo hacer por una joven como usted.
-Mire, Sr. Benaventura, creo que debo pedirle a usted y sus acompañantes disculpas por la interrupción, pues veo que estaban de charla y no sé si me atravieso en algo que no debiera –miraba la caja de habanos abierta, la guillotina a su lado, y el movimiento de las manos de Amos que entibiaba una copa de coñac-. Estoy en Cela cubriendo el curioso asunto del robo de las nubes y tengo que preparar un reportaje para el sábado. Todo el mundo me dice que es usted el más entendido en la historia de este pueblo, y lo cierto es que rellenar un reportaje de veinte minutos sólo con el asunto éste del agua, me parece algo complicado. Había pensado contextualizar el tema con una descripción del municipio y sus gentes, y la verdad es que la iglesia me ha maravillado. No me imaginaba que en un pueblo pequeño como éste pudiera haber una iglesia tan magnífica… -se calló observando la cara de asombro de Amos, que ya había dejado la coñac encima de la mesita y, mirándolo, insinuó una disculpa-. No quiero menospreciar su pueblo, sólo quería hacerles ver lo mucho que me ha impresionado la iglesia…, y esta casa –ahora miraba alrededor del despacho, deteniéndose en el lucernario del techo, dejándonos ver su alargado y ceniciento cuello desnudo en el que azuleaban algunas venas.
-No tiene por qué pedirlas –le repuso Horacio-. A mí me ocurre también, después de tanto tiempo, aún hoy, la iglesia no deja de sorprenderme.
Hablaban como si estuvieran solos y el resto fuéramos parte de un decorado, y yo no pude más que gesticular con interés, incomodado por mi incapacidad para meter baza en algún momento, por mi escasa destreza para hacerme notar. Inmediatamente Horacio se ofreció a ayudarla y surgió, ahora sí para todos, una invitación a cenar esa noche. Así se hacía preciso: el deber del anfitrión, el escaso tiempo con el que contábamos para hablar de todo lo que ella quería que Horacio le contase… Agustín se acercó a la unidad móvil que estaba aparcada junto a la plaza a recoger la grabadora de la periodista –Ya no tiene excusa para declinar mi invitación –le dijo Horacio.
En apenas una hora la mujer de Agustín montó la mesa con el servicio de seis comensales. Era una mesa alargada y limpia, difuminada por la media luz de una lámpara de araña de cristal plomoso, engarzada con latón lacado, que daba la impresión que iba a caerse sobre la mantelería de hilo y la cubertería de plata.
-He de advertirle que mi afición por el pasado proviene de mi falta de esperanza en el futuro. Creo que con ello le doy una pista importante sobre la confianza que tengo puesta en este pueblo; en general en todos... Así que si quiere contextualizar mis comentarios sobre ese pesimismo devastador –miraba con sorna a Amós Palafrén, que devolvía el envite acariciando el borde de su copa de vino con la yema de los dedos y chasqueando la lengua después de darle un intenso trago-… Pero antes de comenzar, dígame, de dónde le viene ese apellido tan sonoro, porque no le noto acento alguno.
-¿Mi apellido?..., no, no, yo soy española, nacida y criada en Toledo. Mantovani era el apellido de soltera de mi abuela. Ella era italiana. El utilizarlo yo, además de porque siempre me ha gustado, es porque resulta mas estético en televisión. Mis apellidos son Pérez Sutil.
-Televisión y estética, razonable explicación. Dígame, ¿por dónde quiere que comencemos?, si es que tiene alguna pregunta concreta.
-Ayer descubrí en el pórtico de entrada a la iglesia un relieve con una leyenda en latín. Algunas letras están muy erosionadas, pero se puede leer perfectamente. Lo cierto es que me parece una frase lapidaria y no precisamente de las que se utilizan para la entrada de una iglesia, ¿sabe de lo que le hablo?
-“Post tenebras spero lucem” –le dijo Horacio, sin esperar a que ella se la recordara-. Job, 17,12.
La locución bíblica expresada a viva voz por Horacio, con su tono timbrado y hondo, hizo que todos retuviésemos el aliento, esperando una explicación que el viejo letrado retardó hasta que terminó el vino de un sorbo que no le cupo en la garganta y le rellenó la boca, por lo que tubo que tragarlo en dos bocanadas. Se limpió las comisuras de los labios con los dobleces de su servilleta y la volvió a dejar encima de su pierna izquierda.
-A ver cómo me explico sin divagar demasiado…, aunque ya le advierto que me va a ser algo complicado ser breve, porque usted, lejos de parecerme retórica, creo que es bastante directa. Veamos –miraba en el fondo de su copa el movimiento de una lágrima de vino tinto que le ayudaba a ordenar sus ideas-. En las iglesias en general, y en ésta en particular, no podemos ver exclusivamente la obra del hombre movida por su sentido trascendente de la vida, por su fe, por un sentimiento espiritual con el que glorificar a Dios, porque ello no es así. Eso es una verdad a medias, y ya sabe que las medias verdades tienen bastante de embuste. La concepción arquitectónica de las iglesias, su orientación, su bajos relieves, sus ojivas y sus arcos apuntados, la forma y disposición de sus columnas, la imaginería, los decorados de los capiteles, el ambiente que dan sus bóvedas,…, en definitiva todo lo que se ve y lo que no está presente a la luz, fue creado para perpetuarse, para perdurar, y por tanto para dejar en ella la impronta de sus creadores, el patrimonio cultural de los que allí nacían, se casaban y volvía de nuevo allí para morir. Por eso, en la arquitectura ideológica de las iglesias se encierra una vasta compilación de pensamientos, de certezas, de alegrías y de miedos, que no tienen por qué ser estrictamente, y en todo caso, religiosos. Es esa visión de perpetuidad, de perdurabilidad, lo que las convertía en un custodio maravilloso e indeleble de la vida misma de los que las construyeron: de sus alegrías, de sus aflicciones, de sus vicios y virtudes… El edificio convertido en el símbolo de una idea; la arquitectura aceptada como parte de un lenguaje expresivo. A esto es a lo que se ha llamado la lengua de las piedras. Sólo hay que acercarse a ellas con la necesaria predisposición a escuchar lo que en un principio se sabe que no es fácil oír, sin complejos, ni opiniones preconcebidas.
A Horacio le brillaban los ojos mientras hablaba.
-Imagino que si les hablo del susurro de las piedras no me tacharán de loco ¿verdad? –ahora repartía su mirada sobre todos, y en especial miraba a Magdalena, la mujer de Agustín, que se esforzaba en cerrar la boca mientras masticaba-. La arquitectura de las iglesias se diseñó también para que las duras piedras que sujetan la obra a la tierra y que la elevan hasta tocar el cielo, pudieran acariciar las penurias de los feligreses, sus gruesos y fríos muros también se concibieron para que pudiera abrigar a los peregrinos, el rigor de su oscuridad no olvidó la luz que las envuelve. Son esos pliegues de las iglesias los que las sacan de su hermetismo, los que las abren al exterior para hacerse entender. Te recomiendo –comenzó a tutearla-, que te acerques a Notre Dame de Paris un día de invierno en que La Cité esté envuelta en un manto blanco y La Sena empuje los rayos de sol a la explanada de la fachada occidental iluminando la misa de la mañana, en la que las notas del magnífico órgano Cavaille-Coll empujan hacia Dios las imploraciones del coro de creyentes. O más cerca, ve a la Catedral de Sevilla, arrímate a las piedras de la catedral a esas horas en que el silencio te permita escuchar en el presbiterio el crujir de las velas ardiendo, cada una escondiendo una esperanza, un deseo, cuando el sol comienza a perderse por poniente y el azahar de los naranjos se cuela por la Puerta del Perdón; o aún más cerca, te invito a escuchar nuestro cuarteto de cámara el día de navidad, aquí mismo, en la iglesia de San Cristóbal. Puedo asegurarte que en esos momentos la lengua de las piedras se hace perfectamente audible.
Acostumbrado, como estaba, a verlo con la toga, nunca me imaginé a Horacio abriéndose al exterior como las piedras de las que nos estaba hablando, pero fui el único extrañado, por lo que me convencí de que no lo conocía lo suficiente.
-¿No la veo extrañada con lo que le digo?... Perdona, no sé cuando te tuteo o cuando te hablo de usted, así que voy a tutearte porque otra cosa me resulta absurda –se hizo un pequeño silencio que permitió oír el cabezal del grabador y las bobinas girando. Marina sonrió y asintió moviendo la cabeza-. Entiéndeme lo que te quiero decir, es evidente que el origen y uso de las iglesias ha sido y es esencialmente religioso, pero quién duda que desde los púlpitos se nombraban políticos, que en su naves se pesaba el grano y se le daba precio, que se organizaban los gremios y se repartían las labores, que fueron principio y fin de grandes revoluciones, en definitiva, que las iglesias eran el gran espacio público y popular de las ciudades.
Recuperó el aliento mientras ordenaba los pensamientos y sin esperar respuesta siguió hablando.
-Los secretos de sus vidrieras, el silencio profundo de su interior, su recogimiento, la luz que desciende sobre las bancadas de las gradas, la soledad de su altar, la figura estremecida de un cáliz recubierto con la palia, los sagrarios…, no cabe duda de que realzan el sentimiento espiritual, de que invitan a venerar el alma y su destino, un alma necesitada de luz, con anhelo de elevación, de trascendencia, pero no podréis negarme –ahora ya hablaba abiertamente para todos, que escuchábamos con expectación-, que la pomposidad de su construcción, la arquitectura extramuros, la continua exposición pública de las familias y personas que contribuyeron de alguna forma a su historia, a través de sus escudos, sus facciones utilizadas en las caras de los santos, de los personajes bíblicos que se reparten en los relieves, su presencia constante, no les da a las iglesias un aire ajeno a lo moral, incluso diría que cercano a lo pagano.
-En Cela, para los Santos, los jóvenes amontonan huesos de animales en las ventanas y puertas de las casas, y cómo no, de la iglesia…-por un momento se quedó callado recordando el cadáver decapitado que había aparecido ese año junto al cementerio-; en vez de recordar a los difuntos, recordar las buenas obras de los santos de la iglesia, aprovechan ese día para tentar a la muerte, a lo fantasmagórico, para flirtear con la oscuridad. Lo pagano y lo religioso están íntimamente ligados, forman parte de una misma fuente.
Tendió el cuchillo contra el pichón en adobo que había preparado Magdalena, separando los trocitos de pera que se escondían en el puré de castañas, y se echó el bocado. Se calló mientras masticaba y los demás aprovechamos para comer también, por lo que en un momento sólo se oyeron los roces dentados de los cuchillos contra la porcelana y los sonidos de las copas. Antes de seguir hablando felicitó en público a la mujer de Agustín Rebollo.
-En cuanto a la frase, llevas razón, la espera de luz tras las tinieblas, tras la oscuridad, puesta en boca del santo Job, normalmente ha sido utilizada como epitafio en lápidas y santuarios, por lo que a todo el mundo le extraña que en la puerta principal de una iglesia gótica como la nuestra, alguien pudiese gravar ese mensaje. Pero tiene su lógica, siempre, claro está, que uno se deje convencer por lo que le dicen las piedras –sonreía dejando caer sus labios hacia un lado.
-De nuestra iglesia sabemos bien poco, porque extrañamente no conservamos mucha documentación que nos permita descubrirla. La pista se pierde en a principios del XVIII, que es exactamente de cuando se conservan varios documentos que hablan directamente de ella. Pero hasta esa fecha, todo lo relacionado con la iglesia hoy por hoy es un misterio. No tenemos ni planos antiguos, sólo los que se levantaron con ocasión de una escasa restauración que se le hizo con motivo del terremoto que removió los cimientos de Cela el siglo pasado. Por cierto, ese hecho fue el que hizo que el San Cristóbal que da nombre a la iglesia, ahora esté presidiendo nuestra casa desde hace muchos años.
-¿El gigantón de la fachada es un San Cristóbal? –preguntó Marina, y Horacio asintió con un movimiento de cabeza, antes de seguir hablando.
- Lo que sí que sabemos, porque nos lo dicen las piedras, es que la iglesia primitiva, en la que se ubica la columna de la inscripción, fue construida a finales del siglo XV en honor de San Cristóbal, patrón de los caminantes. Cela se ubica en un lugar privilegiado, justo en la entrada de la sierra, muy cercano al mar, con lo que no es de extrañar que con ello se favorecieran asentamientos de comerciantes que estaban destinados a servir a los viajeros que cruzaban estas tierras del mar a la montaña, o de la montaña al mar. Además, como fueron tierras moriscas, a los conversos adinerados por el comercio no les quedaría más remedio que demostrar su sangre nueva construyendo un gran santuario a Dios. Luego vino la expulsión de los judíos, la pobreza que invadió esta tierra, su despoblación y tantas calamidades que se vivieron en aquella época, por lo que el asentamiento fue abandonado, con excepción de la iglesia, que se convirtió en monasterio, en el que vivió una exigua dotación de seis monjes, a los que sabemos que siguieron otros tantos. Aquellos seis primeros monjes están enterrados en una cripta debajo de la crujía de la iglesia, a los pies de la cancela que da paso al presbiterio, y otros doce, también en la cripta, pero en la parte que queda debajo de las naves laterales, por tanto, conceptualmente, la frase lapidaria está perfectamente puesta en su sitio, porque lo que realmente encierra nuestra iglesia es un enorme féretro.
-Como puedes ver, ésa puede ser una buena explicación a tu pregunta, aunque no la única, ni necesariamente la correcta –nadie agachaba la cabeza hacia el plato, atendiendo al desarrollo de la explicación, salvo Amos Palafrén que redoblaba con sus dedos en la madera de la mesa para realzar jocosamente la intensidad del discurso de Horacio-. Los asentamientos de población en Cela, por lo menos los que han dado origen al pueblo tal y como lo conocemos hoy, datan de principios del siglo XIX. Un nutrido número de jóvenes, encabezados por nuestro afamado Don Pablo de Olavide y Rosas, arrastrados por los aires renovadores que supusieron el espejo francés y la esperanzadora ilustración española, tomaron conciencia de que no era justa ni lógica la vida que les había tocado vivir, por lo que, decididos por el cambio, en un acto de rebeldía inusual para la época, proyectaron la construcción de una nueva sociedad, una sociedad que, partiendo de la nada, pudiera servir de perfecto encaje de las perspectivas políticas, sociales y morales que pretendían aquellos que se vinieron a vivir a Cela. Ellos tenían claro que la decadencia de nuestra cultura había alcanzado tales cotas que era imposible una simple reforma, había que exiliarse y comenzar de nuevo. Durante años, ajenos a los aires inquisitivos de la iglesia y a la opresión de los militares heredados de los sucesores del Conde-Duque de Olivares, diseñaron su estructura urbanística, tranzando con tiralíneas sus calles, sus plazas, disponiendo de forma racional y ordenada sus edificios públicos y privados, pero también intervinieron en su estructura social y política, fiscalizando el espíritu y la hacienda de aquellos que pretendía instalarse en el municipio. Se trataba de evitar en lo posible el contacto de los individuos corruptos que habitaban afuera, con los ciudadanos, elegidos y puros, de Cela; había que separar a los violentos, vagos y maleantes, de los pacíficos y laboriosos; en definitiva, separar el grano de la farfolla.
-Lo cierto es que me ha extrañado mucho la magnífica disposición de las calles del pueblo, tan rectilíneas y paralelas. Me recordó a la Barcelona del siglo pasado –comentó Marina.
-No tienes que irte tan lejos. Gran parte de los que vinieron a Cela procedían de Jaén y Granada, no tienes más que ver los apellidos de la mayoría de la gente que por aquí vive, por lo que no te ha de extrañar que urbanísticamente se copiara el modelo que se había seguido en los asentamientos de Sierra Morena. La Carolina y sus pedanías, fue el modelo a seguir.
-Por tanto ahí tienes otra posible explicación a la frase que preside nuestra iglesia: “Post tenebras spero lucem”; tras las tinieblas del antiguo régimen, se esperaba la luz de la nueva vida, la luz a la que se accedía a través del conocimiento, a través de la nueva sociedad que se había instaurado en Cela.
Todos afirmábamos inconscientemente, como si tuviésemos la perspectiva necesaria para poder opinar. Pero claro, no la teníamos y el siguió hablando, gustándose en nuestro embelese.
-No obstante todo lo dicho, puede ser que exista otra explicación más simbólica y rocambolesca, y quizá por ello más hermosa. Es probable que no estemos más que ante la sugerencia emblemática de un arquitecto, de un párroco, de un contratista…, en definitiva ante un aviso de quien pretendía que se ahondase en el conocimiento de la iglesia, en lo que ésta quería contar realmente. Quizá esa frase no sea sino una clave introductoria de la lengua de las piedras.
-Perdona Horacio, pero no entiendo –advirtió Marina que a esas alturas también lo tuteaba abiertamente.
-Vamos a ver. Una marca tipográfica típica en el Siglo de Oro era la imagen de un puño cerrado protegido por un guantelete, en el que se agarraba un halcón cuya cabeza estaba cubierta por un capirote. Debajo de esa representación se encuentra un león dormido y se puede leer el lema “Post tenebras spero lucem”. Cervantes o Tirso de Molina utilizaron en su obra este lema con un claro valor simbólico dirigido al lector, al que con ello se invitaba a reír, a disfrutar, pero también a pensar, a adentrarse en la obra y ahondar en ella, reflexionando sobre lo que el autor estaba contando, porque detrás de cada mofa, de cada chascarrillo, hay un requiebro que sólo el lector atento puede descifrar. Así, si damos por buena esta explicación, quien amplió la iglesia en el XIX, a todos aquellos que nos acercamos a la misma, con esa divisa nos estaría lanzando un reto: ¿hablas la lengua de las piedras?

3 comentarios:

antiplatonico emboscado dijo...

Al principio Dios creó el cielo y la tierra.

2 La tierra era algo informe y vacío, las tinieblas cubrían el abismo, y el soplo de Dios se cernía sobre las aguas.

PEPE dijo...

Me lo has pisado. Lo tenía ya procesado y pendiente de insertar en el texto.

Salud amigo

pepe

Marisa Peña dijo...

"hablar la lengua de la piedras"...Me encanta. Tu prosa, rica en matices, Pepe.
Me ha costado encontrar un rato traquilo para degustarla como se merece pero ha valido la pena.
Un beso