martes, 30 de diciembre de 2008

JULIAN DE OLAVIDE Y ROSAS




Julián de Olavide y Rosas.

Restos de la carta remitida por don Julián de Olavide y Rosas a su Hermano Jacinto, natural de Carboneros, provincia de Jaén. La carta está escrita en un papel limpio de grueso gramaje, con pluma y tinta china, en perfecta caligrafía, redonda y metida, de trazo fuerte y profundo, con tendencia a inclinarse y picar hacia arriba. Se remata con el sello de la familia Olavide y la firma manuscrita de Julián de Olavide, prohombre de Cela, al que tanto debe este pueblo y su iglesia erigida en honor a San Cristóbal, después del terremoto que asoló el pueblo a mediados del siglo XIX. Dicho pliego se conservaba, bajo la guarda de una bibliotecaria senil, en una gaveta acristalada del archivo municipal de Cela asegurada con un escuálido candado herrumbroso, por lo que a nadie debe extrañar que desapareciera mediados los años setenta, siendo su paradero desconocido en la actualidad.

“… y entonces modeló el nuevo mundo y despertó al hombre dormido, prendiendo una llama de luz en su oscuridad e insuflándole el aliento de vida. Bastó ese soplo divino para que el plomo purificado reluciese como el oro, para que renaciese la riqueza donde no se había conocido más que podredumbre. Y así acabó la muerte y dio comienzo la vida, siendo evidente que con ello Cela, como Sinapia, se situó en las antípodas de los pueblos de nuestra querida España.
Por eso Cela, querido hermano, es el lugar soñado donde vivir, donde hacer crecer a nuestros hijos, a nuestras familias, el sitio en el que llevar a cabo todos las obras que con tanta ilusión hemos proyectado.
Por lo demás no te preocupes que Cela espera. Tomate el tiempo preciso, el que tú y tu familia necesitéis. Ordena tus cosas, la administración de la quintería y las fincas, prepara el equipaje y deja Jaén, no lo dudes.
El gigante custodiará la luz; él nos protegerá de la tremenda oscuridad que desoló la vida de los nuestros. Y nunca olvides: Ex oriente lux.
Julián de Olavide y Rosas.”

martes, 23 de diciembre de 2008

EL PADRE DON TOMÁS



Está sentado delante de la chimenea, presintiendo cómo el viento se mueve entre las arboledas, abullonando las tejas, levantando la grava del jardín, con las manos abandonadas en el estomago, absorto en el cuerpo aterido de Hugo que tirita como un perdigón ovillado en una esquina, junto a la leña apilada en una caja metálica y una badila dorada de rabo largo. Afuera ensordece el invierno que se congela en los alerones de los tejados del Ayuntamiento y de la iglesia de San Cristóbal, pero dentro, en la caldeada habitación, sólo se escucha el gruñido herrumbroso de los anclajes de la vieja mecedora de lona y el crepitar de los tallos al ser devorados por las llamas.

Repasa con la yema desgastada de los dedos la sarta de cuentas de un rosario de madera del que cuelga un crucifijo de oro. Se mueve de un lado hacia otro, como el cuerpo de Don Lucas Huete colgado de la encina, y Don Tomás, con los ojos cuajados de lágrimas, llora mientras ruega misericordia: Attende Domine et miserere quia peccavimus Tibi.[1]


[1] Escucha señor y ten misericordia porque hemos pecado contra ti.

sábado, 20 de diciembre de 2008

HORACIO BUENAVENTURA



Parece como si Horacio Buenaventura posara para la memoria. Está de pie, apoyado en una de las esquinas, debajo de la placa de la Calle del Rey, cediendo el protagonismo a la casa; se le ve minúsculo delante de una enorme fachada de rasgos rectilíneos y pesados. Es mucho más joven que cuando fue a recogerme a la estación y esconde en la mano un puro que humea. Mi madre dejó aquella fotografía encima del libro que yo leía y, cuando desperté, me la señaló para mostrarme quién era Horacio, cuál iba a ser mi nueva casa durante un tiempo.
Por más tiempo que luego pasé a su lado, ahora, como lo recuerdo es envarado en aquella pose.


(Dije que no iba a colgar nada más de Hugo y mentí.)

miércoles, 17 de diciembre de 2008

Como bien sabeis los que os acercais a esta sanatorio, estuve como público hace poco tiempo en el programa EL PUBLICO LEE, comentando el libro de Manuel Fernández-Montesinos, sobrino de Federíco García Lorca, "Lo que en nosotros vive".

Si deseas ver por internet el citado programa entra en http://www.radiotelevisionandalucia.es/ porque está colgado en dicha página.

Que conste que soy bastante más estilizado y delgado de lo que aparezco en el programa, por lo que no es un bulo que la tele engorda. Para el próximo programa prometo dieta.

Un abrazo,

Pepe

jueves, 11 de diciembre de 2008

HISTORIA


NOTA: Con este fragmento concluyo la exposición de la historia de Hugo y el robo de nubes. Que conste que pienso continuarla, pero una vez definidos los personajes que han cincelado el perfil de Hugo -su padre, madre, abuelo, el pueblo...-, la historia, neceariamente, tiene que ser más extensa, y por ello exceder del cometido del blogg, que no es otro que alguien lea lo que escribo. Todos convendremos que entradas como la que ahora voy a poner, que sería el principio de la historia, no la lee ni el mismísimo Dios de las alturas.
Cuando la termine, si es que ello sucede, prometo pasarla a quien la quiera leer. Estemos donde estemos; haya pasado el tiempo que haya pasado.
Pepe
EL COMIENZO DE LA HISTORIA.

La mañana en que Don Lucas Huete se balanceaba desnudo, colgado de la rama de una encina, con el cuerpo perlado de una fina escarcha, que le daba un aspecto de frescura, como de recién levantado, en Cela, el alcalde aseguraba al Gobernador Civil que al pueblo le estaban robando las nubes.

El bando municipal expuesto en la puerta del bar Regio había congregado en la plaza del Ayuntamiento a la mayor parte de los vecinos del municipio, que veían con preocupación cómo ese año apenas si había llovido, por lo que sus cosechas de cereal escasamente espigaban un palmo del suelo, y los almendros y árboles frutales se levantaban en las solanas como esqueletos raquíticos devorados por un viento seco y empolvado, inusual en la memoria de los viejos del lugar para aquellas alturas de año.

El caso es que, como digo, el cuerpo de Don Lucas Huete, ausente de alma, tieso como una vara, sujeto por una soga de cáñamo trenzado, que se anudaba a la horcadura de una rama desprendida del tronco de la encina como un brazo extendido en el albor del amanacer, era un péndulo mortificado, y su movimiento continuo y lento de uno a otro lado, acariciando con la planta de los pies desnudos la hierba alta que había crecido junto al árbol divino, al arropo de la densa sombra que producían unas gordas y frondosas ramas, nutridas con el abono de las cagarrutas de los jabalíes, hacía evidente que no se avecinaban buenos días para Cela, donde no se guardaba memoria de un hecho de ese calado, desde que Donato Alférez, “El Teniente”, que regentaba la tienda de ultramarinos y bebidas espirituosas del pueblo, se quitó la vida hacía unos años, según me habían contado. Aunque en su caso todo el mundo lo vio comprensible y no hubo quien no se pusiese en su lugar, puesto que desde que un grito de dinamita le reventó los tímpanos en una cantera de áridos, en su cabeza no paraba de sonar la marcha militar con la que juró bandera en el regimiento de Regulares de Melilla interpretada por una banda de tambores y trompetas, por lo que para silenciar los sonidos que tronaban en el silencio de su cabeza, no encontró más remedio que volarse las sienes con un revolver que había comprado en el estraperlo allá por los Años del Hambre.

Si el helor de la noche había congelado el musgo que trepaba por los troncos, junto a los zapatos acharolados de domingo de Don Lucas y sus calcetines negros de hilo sin costuras que tanto bueno le hacían para la circulación, el sopor de los días acabó por desorientar el juicio del campo en Cela, que equivocó la floración de matas y flores, entregando su fruto a una quemazón inevitable y lujuriosa de estambres y pistilos. No ha de extrañar que aquel día la llegada del Gobernador Civil estuviera huérfana de los geranios y rosales con los que el pueblo acostumbraba a acicalar sus calles, rejas y balcones, en los días festivos.

Con el sol en su cenit, a la altura del medio día, empezó a arreciar un sol ardiente que se descargó sobre la turbamulta congregada en la plaza del Ayuntamiento. Descendía recio contra los muros de piedra, sobre los terrados de las casas antiguas que con el Ayuntamiento daban una peculiar forma rectangular a la plaza, y brillaba rubio al escurrirse en la piel desnuda de los manifestantes que se habían despojado de sus abrigos y chaquetas, entre los regueros de sudor colectivo que daban un aspecto pudibundo y maloliente a la plaza. No fue sólo el olor, ni el gentío, lo cierto es que no me pareció oportuno estar presente en aquella concentración vindicativa que reunió al pueblo en demanda de agua por no ofender a mi recién estrenado maestro, que apenas unos días antes había despachado con una negativa el encargo profesional que el alcalde y algunos terratenientes de la comarca le habían efectuado, con el fin de querellarse contra ciertos empresarios de la provincia limítrofe que, a su juicio, estaban esquilmando el cielo de nublos. Sentados delante de la mesa de Horacio Buenaventura, azuzados por la flema que daba al despacho la altura de sus techos, los libros apilados en los oscuros entrepaños de roble y el pasillo de metal y madera volado sobre sus cabezas, explicaron a Horacio que era evidente el interés de los empresarios dedicados al cultivo intensivo de que no lloviera en la comarca, pues con ello se mermaban los rendimientos de sus cosechas tempranas de tomates, pimientos y calabacines, y además, contaban con el testimonio de más de uno que aseguraba haber visto volar unas pequeñas avionetas que iban dejando una estela, que ellos afirmaban que la producía el yoduro de plata al ser irrigado sobre los cielos de Cela y su comarca, con la que se volatilizaban las nubes; y que fuera de martingalas y encantamientos, los hechos eran hechos, que una nube no duraba encima del pueblo ni mediodía.

“Mario, la toga se viste para defender la razón o la vanidad; para las causas irracionales están los políticos y los manicomios.”, me dijo en aquella ocasión, y yo, por no ofenderlo, creí conveniente ese día escaparme del pueblo y echar a andar por el camino que faldea la sierra, por las trochas abiertas entre las retamas resecas y punzantes. Fue en ese paseo cuando oí mentar por primera vez el nombre de Don Lucas Huete.

Al torcer por un recodo del camino, por encima de las albarradas de piedra y barro que cercaban una finca donde el ganado se abrevaba con cubas de agua de la sierra, y se apacentaba, a falta de pastos de la tierra, con balas de paja traídas desde la comarca vecina, se levantó una columna de polvo enharinado que serpenteaba con el camino como rabo de lagartija y se hacía cada vez más densa y bulliciosa a medida que se acercaba a mi puesto. Al parar a mi lado, yo ya me había protegido pegándome al muro y tapándome la boca con la bocamanga de mi camisa. Quitó con las dos mano, casi a golpes, el cristal de la ventana que estaba sujeto con una guita a la manivela de la puerta, y que quedó balanceando, colgado, por fuera, repicoteando en la chapa del coche, y el conductor, con la boca doblada, aturullado, me preguntó por la Guardia Civil: -¿Ha visto usted a los Civiles? Don Lucas se ha matado. Allí, allí,…ahorcado- me señalaba a trompicones, volviéndose hacia atrás, con medio cuerpo asomado por la ventanilla y dirigiendo su brazo y el dedo índice hacia la Rambla del Puerto. En cuanto le advertí de la visita del Sr. Gobernador y que los dos Guardias del puesto estarían en la plaza, hizo rechinar las ruedas y siguió su camino a toda prisa, levantando tras de sí densos penachos de polvo que flotaban en el aire como el polen en primavera. La visión ensombrecida del camino que se perdía vadeando los roquedales y los terraplenes de la dehesa, la estela de insectos despachurrados en las rodadas del camino y el vuelo de los pájaros que blincaban en el aire por delante del coche, me empujaron a dar la vuelta y volver al despacho, a mi casa.

Aunque todo el mundo achacó la muerte de Don Lucas Huete a una suerte de lastimosa fatalidad, con el tiempo tuve la escabrosa certeza de que, por el contrario, las acciones humanas siempre esperan pacientes su correspondiente reacción.

domingo, 7 de diciembre de 2008

CELA. LA MEMORIA EN PENUMBRA.



La imagen del pueblo se debilita al remejerse la luz y la oscuridad en el laberinto de sus calles y plazas. Cela esconde sus formas, emborrona sus edificios, disimula los afeados tabiques de ladrillo que ciegan las casas derruidas por el desuso al toparse la noche con el día. A esas horas los ruidos se escabullen por las esquinas, azuzados por el viento frío de la sierra, y las últimas luces se guarecen al arrimo de los apliques de los zaguanes y portales, encendidos como serenos.

Su perfil es el de un pueblo del sur, construido en la falda de una montaña, con una iglesia levantada en honor a San Cristóbal, desde cuyo campanario, abriendo hueco entre las nubes que ensombrecen los valles, en días claros, se ve nítido el mediterráneo. Salvo la casa de Horacio Buenaventura, el abogado, y el Ayuntamiento, sus edificios son achaparrados, de una sola planta y cámara, de paredes encaladas y tejados a dos aguas tachonados de chimeneas de ladrillo rojo.

El olor de Cela, el que ahora me atrae el recuerdo, es el de la jara que arde en sus braseros desde principios de octubre, el del ramón de los olivos y acebuches en enero, el del almendro en flor a finales de febrero, o el de las retamas y aliagas en primavera. En ese olor también se encuentra la vida de Cela: el campo. Desde que la compañía minera decidió cerrar las canteras y se marcharon los ingleses, no existe otra ocupación en el pueblo, para los que no han emigrado a la lejana Cataluña, que labrar los bancales y rogar al cielo que sea benigno con los sembrados de cereales.

Adelgazo la voz para recordar las calles vacías de Cela y yo solo, en el empedrado de la Calle de La Amargura, atento al roce de mis pisadas al pasar delante de la casa de Hugo. La memoria, como la penumbra, embellece Cela, y me recuerdo arrebujado en un desgastado abrigo, sellado en el cuello con una bufanda de cuadros rematada con tiras de lana marrón, recorriendo la plaza del Ayuntamiento, el Paseo del Porvenir… Y mientras, Hugo en mi cabeza, haciendo como que se va, pero siempre quedándose.

En la comarca se dice que el frío de Cela, el que sopla desde la montaña impregnado de jara, es tan limpio, tan sano, que provoca enamoramientos, ensoñaciones, y a veces me pregunto si no habré sido yo, como Hugo, otra víctima de ese extraño sortilegio.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

EL PUBLICO LEE.


Interrumpo la serie de entradas referidas a Hugo y el misterio de sus nuebes, para deciros que el escritor Manuel Fernández-Montesinos, autor de “Lo que en nosotros vive”, es el invitado al programa EL PÚBLICO LEE, que presenta Jesús Vigorra y que se emite el domingo 7 de diciembre en CANAL SUR 2 ANDALUCÍA a partir de las 19:30 horas.
Participo en dicho programa como lector, y la verdad, para mí va a ser toda una sorpresa verme en televisión, así que quien quiera compartir ese rato con un libro y conmigo, que sintonice la referida cadena a la hora programada.
El blogg del programa lo podeis encontrar en la siguiente dirección.
Pienso que no debe de haber problema alguno en verlo a través de internet en la siguiente dirección:
Se prohiben todo tipo de comentarios jocosos e hirientes en los días posteriores, sopena de dar cumplida venganza en cuanto pueda.
Posdata: La siguiente entrada será sobre Cela, el pueblo de Hugo. En cuanto tenga un hueco la escribo.
Abrazos y siempre salud

domingo, 30 de noviembre de 2008

DON LUCAS HUETE



Lucas Huete.

Durante toda la vida le ardió dentro una quemazón, una duda a la que no pudo o no supo dar respuesta. Se preguntaba si es que se podía nacer con cicatrices, porque él había salido del vientre de su madre con dos hebras de pelo cano que le crecían por encima de las sienes y se estiraban hasta la coronilla, y fueron esos rasgos los que definieron la patología que mantuvo desde que vio la luz, hasta el mismo día en que su cuerpo se balanceó colgado desnudo de la rama de una encina: la ira.

De esto Don Lucas no se apercibió hasta que con escasa edad salió por primera vez de Cela y una muchedumbre desbocada lo separó de sus padres en la estación de tren antes de despedirse del todo. Notó lo apresurado de la vida, viendo a la gente correr, mientras él estaba detenido en mitad de un andén, de un pasillo, con el billete en la mano, buscando la puerta de embarque, el tren que todavía se movía antes de pararse definitivamente. Entonces sintió aquella nausea encaramándosele desde el fondo del estómago, la punzada que se le repetiría el resto de su vida: un niño lo miraba y, después de señalarlo con el dedo extendido, corrió asustado en sentido contrario, esquivándolo, volviendo la cabeza para asegurarse que había logrado escapar; luego miró en derredor suyo y tuvo la certeza de que todo el mundo lo miraba con espanto y rehuía. Entonces se caló la gorra para esconder su estigma,y se abandonó en la luz que se colaba por las ventanas acristaladas de los techos, de las altas y sucias paredes, sin notar que las uñas se le habían hundido en las palmas de las manos y la sangre, poco a poco, comenzaba a resbalar, densa y húmeda, como las primeras lágrimas, sobre la maleta en la que su madre había cosido su nombre: Lucas Huete.

sábado, 22 de noviembre de 2008

Olvido Vargas

Olvido Vargas.

Si no hubiese sido porque la luz azul de aquel día tiritó de una extraña forma dentro de los ojos enormes de Olvido, Hugo habría podido pensar, sin lugar a dudas, que era ella la que convalecía de alguna rara enfermedad. Aunque, claro, Hugo nunca había visto a una mujer huyendo en estampida.

A juicio de sus padres, Olvido había sido victima del mal de la lectura, una actividad enfermiza que, ingenuamente, le hizo columbrar con esperanza un futuro que, sin ella saberlo, había nacido derrotado. Pero cuando Olvido supo, ya fue tarde; lo aprendido, lo vivido a través de la lectura, impidió sin remedio que el futuro pudiera revertir. Fue ese mal, el que le hizo esquivar la proposición de boda que le hizo el señor de Parral, el que la llevó a la estación de Cela y encaminó sus pasos por la Calle del Porvenir a la farmacia de don Lucas.

Lo oyó todo apostada en la baranda del piso de arriba y tembló como si la fiebre hiciera arder su cuerpo. Resonaba en su cabeza la voz engolada del señor de Parral que mantenía su nombre entre las comisuras de la boca, sin que sus padres se atrevieran a levantar la cabeza, y no dudó.
Arrastró el camisón y sus pies desnudos por los peldaños de la escalera hasta plantarse delante de Padre y Madre, con las tijeras abiertas ensartadas entre los dedos de una mano y la larga melena de pelo negro y ondulado, desprendida de la cabeza, en la otra. ”Si ustedes me casan con el labriego me mato; por éstas que me mato.” Y encabalgó el pulgar por encima del puño cerrado, poniéndolo delante de la boca, y lo besó, sellando así el juramento.

Con los años olvidará el tacto hiriente de la soga de cáñamo extendida frente a su espalda, el cabo anudado del látigo remejiéndose entre sus costillas; pero siempre se recordará amarrada al cabecero de la cama, absorta en la taracea que dibujaba una noche de enebro, balbuceando feliz “… y tiritan, azules, los astros, a lo lejos.”

domingo, 16 de noviembre de 2008

EL PADRE DE HUGO


Hace frío en Cela y se cobija debajo de las solapas de un sobrio loden, mirando a hurtadillas la humedad que rezuma de las arcadas de piedra que desembocan en la plaza del Ayuntamiento, en la que se encuentra el viejo despacho del letrado Horacio Buenaventura. Repasa la documentación que lleva al abogado y se asegura que no le falta nada: partida de nacimiento, certificado del penal donde por última vez fue visto, los anuncios publicados y copia del libro de familia.

En la primera página del libro de familia hay una foto, en la que se ve a su madre sentada en una silla de anea, con su hermana menor, muy niña por entonces, tomada en brazos. Él está de pie y su padre le rodea el hombro con el brazo. De fondo, el jardín de la casa de la Calle de la Amargura, delante del pozo. No ha dormido intentado recordarse de niño. Se desveló bien temprano y, cansado de dar vueltas, se levantó sigiloso para no molestar. Fue entonces cuando se decidió abrir la caja que desde hacía mucho tiempo guardaba en una de las esquinas del aparador, para que aparecieran sus notas del colegio, páginas de tebeos repintadas con unos lápices de cera, algunas cartas manuscritas, la matrícula de su primer año en la Universidad de Granada y dos fotos: en una se le ve joven, mirando un tablero de ajedrez, enfrentándose a un señor de mayor de edad que la suya, su profesor de matemáticas. En la otra está de espaldas y tiene la cabeza vuelta, como si atendiera a una llamada lanzada de improviso. El escenario de esa foto se compone de dos cipreses que se escapan de una tapia, entre los que se eleva el pico nevado del Veleta.

Sigue andando con la vista perdida en el empedrado y entra en la plaza. Aún está aturdido persiguiendo en su memoria la huella del joven que fue, y se le ensombrece el ánimo porque es incapaz de reconocerse en las fotografías que ha visto, en las cartas que ha leído, en los ridículos poemas que recuerda que escribió. Piensa que así deben ser las cosas: nacer y morir, y en medio sólo trabajo y olvido. Y se pregunta si su padre, al que ahora pretende declararlo legalmente fallecido y del que sólo queda un rastro en el recuerdo, acaso ha sido el único verdaderamente inteligente que ha conocido.

Ensimismado en esos pensamientos, nota algo extraño y separa despacio la vista del empedrado. Se da cuenta que la plaza adopta la forma de un enorme damero, que los cientos de baldosas blancas y negras forman un sorprendente tablero de ajedrez. Se vuelve a mirar hacia atrás y dibuja en su cabeza el camino que acaba de hacer. No puede evitar que se le escape una sonrisa, una mueca de esperanza: se ha desplazado por la plaza, siguiendo el orden con que habría movido su caballo del ajedrez en su viejo tablero del colegio, en forma de “L”, dos escaques hacia la vertical y uno hacia la horizontal, o viceversa.

jueves, 13 de noviembre de 2008

LA ABUELA DE HUGO


Se descubre llorando cuando siente el roce de la punta de su lengua con una lágrima que se arrastra por las arrugas de su cara, mientras silabea de memoria, escondida detrás de la cortina y de espaldas al transistor, las palabras que pronuncia en un tono grave el locutor de la radio nacional: "...Este que ha oído es un mensaje para el Sr. Hugo Garrido, en la actualidad con 82 años de edad, que le envía su esposa doña Hortensia Aldeaquemada. Donde quiera que esté. Para cualquier respuesta puede ponerse en contacto con nuestros estudios de Radio Nacional de España o, si se hallase en el extranjero, con Radio Intercontinental..."
Hortensia Aldeaquemada se enfundó en un traje talar, de un riguroso y sobrio oscuro, un día de Navidad del año antes la Guerra, cuando un guardia civil cumplía la orden de acercare a su casa y comunicarle que su marido, el reo Hugo José Garrido, se había escapado de la cárcel provincial trepando por un muro que se había derruido por orden de la superioridad para su inmediato aseguramiento y reconstrucción. Ese día se cerraron las puertas de la casa de número impar de la Calle de La Amargura para Hortensia, y no se le recuerda más salida que la que hizo para ver comulgar en la Iglesia de la Encarnación a su único nieto, Hugo Garrido, el día de su primera comunión.
Ella se apuesta en una mecedora pegada a la ventana, viendo el vaivén de los días que se suceden y se amontonan en los calendarios sin recibir noticia alguna de su marido, al que, por mucho que le digan, cree vivo por un pálpito hondo de su corazón. Desde entonces, no se arredra y todos los años, para el día de Navidad, encarga que se emita un mensaje en Radio Nacional de España, con el que le dice a su marido que si no anda lejos, en su casa se le espera, y si vive en Las Américas, que se cuide y recuerde que por aquí se le extraña. De su esposa e hijos, que le quieren.

martes, 11 de noviembre de 2008

EL ABUELO DE HUGO



El abuelo de Hugo vivió en un número impar de la Calle de La Amargura, y si por algo fue recordado en el barrio, sin duda era por su facilidad para el escapismo. Fruto de una trampa con el banco, a la que no pudo hacer frente por medios lícitos, hubo de escaparse de la prisión provincial en la que la Justicia decidió firmemente encerrarlo durante cinco años, un día de Navidad del año antes de La Guerra. En plena escapada, aturdido por la huida, encontró el valor suficiente para desligarse también de una familia y un pueblo que desde hacía tiempo se le habían quedado angustiosamente estrechos. Todos dicen que se marchó a Argentina de polizón en un barco mercante, aunque también hay quien asegura que murió ahogado en aguas del Atlántico a los pocos días de zarpar, que de esos barrotes no hubo escapatoria posible.

viernes, 7 de noviembre de 2008

Siete de noviembre. Cumpleaños de Mario y Maria José



Hay una luz delgada y filamentosa que se cuela por las rendijas de la persiana entreabierta. Es una luz limpia y cónica que parece que pudiera moldearse con las manos. Nos busca con prisa, empujada por la mañana, y yo quiero entregarte. Dibuja un trazo oblicuo sobre las sombras de la habitación, sobra la ropa desecha de la cama, y se cuela por los barrotes de la cuna. Su reflejo se desperdiga por la pared, como teselas desordenadas que forman en la penumbra el remedo de un cielo estrellado y fulgurante. Hay ya claror afuera, junio anticipa los días y el levante les da brillo. Me acerco y abro la ventana. Me vuelvo para mirar la impresión que te causa la luz que, ahora sí, envuelve la habitación y acaricia tu cara. Amusgas los ojos, mientras intentas tocar con tus brazos levantados, en paralelo, el juguete musical que te han colgado del larguero. Gime al girar sobre su engranaje por encima de tu cabeza, como los cangilones de la noria que yo veía desde mi cuarto, junto a un higuerón que dejaba caer sus hojas rugosas en la alberca inundada de ovas. Tú ya no podrás verla, hace tiempo que construyeron unos bloques desabridos, de fachada de ladrillo y ventanas de aluminio.
En la habitación de al lado se aprecia un rumor de vida, pienso que los vecinos han debido de madrugar hoy. A ellos se le suceden, unos tras otros, los días, desde que se le fue el hijo, desde que les pudo la vejez. No aprecian cambios en sus vidas, sólo un lento paso de estaciones, que se repiten y repiten. Creo que los va a matar el aburrimiento.
Ayer hable con la yaya, y me dijo que por unos días han dejado correr el Rumblar porque el calor estaba secando las huertas, y que las brevas de la higuera ya están en sazón. Que las buganvillas y los jazmineros han trepado por las bardas de las casas de al lado hasta saltar a nuestro patio, pero no ha dicho nada porque le agrada el color moteado de la tapia, el penetrante olor que se mete en el cuarto y le ayuda a olvidar el dolor de sus huesos. Por la fresca, ella se sienta en la puerta de la casa, al abrigo de los frutales, haciendo punto, entretenida con el movimiento de los coches que suben y bajan hacia la ermita. En los días de boda se mete en la casa, en su madriguera, porque tanto trasiego la pone nerviosa. Me comenta que el abuelo ha puesto goteros en el escaso huerto que plantó en primavera, y que da gusto ver cómo están las tomateras, las sandías, los pimientos… Es una forma de que a él, como al vecino, no se le sucedan los días.
Fuera hay un cielo de ceniza, plateado y se nota el viento moverse a lo lejos.
Te mueves. Un giro. Ahora recuerdo que aquel día siete de noviembre, en el pasillo se oyó un llanto hondo, y los pasos de una comadrona que me pedía que me acercara. Lo primero que hice fue contarte los dedos de las manos y de los pies. Creo que alguna vez lo vi en una película. Todo en ti rezumaba orden, concierto. El número de dedos también.
Mario, me he vuelto a mirarte de nuevo, y pienso que no cabe más felicidad que tenerte con nosotros. Y me pregunto ¿quién está dando la vida a quién?

Almería, julio 2007

sábado, 1 de noviembre de 2008

HUGO Y EL ROBO DE LAS NUBES


Todos coincidían en que Hugo Garrido estaba aquejado por el mal de la ensoñación, que no se le conocía más enfermedad que una devastadora imaginación que desde tiempo atrás le había hecho esquivar el norte. Pero eso a él nunca le molestó.


Miraba las nubes y las imaginaba como piezas mullidas de un puzzle. Así que allí, tumbado entre los arriates, apoyando su cabeza en las palmas de sus manos, mordisqueando una brizna de hierba, jugaba a adivinar las figuras que el viento construía en el cielo lapislázuli de Cela.


El día que ella llegó a la estación, los nublos se arremolinaron encima de la cabeza de Hugo, dando forma a una oronda y podrida manzana, pero él no entendió la advertencia que el destino le estaba haciendo y, desoyendo a los elementos, no quitó ojo a Olvido Vargas desde que la vio aparecer por la Calle del Porvenir hasta la farmacia de Don Lucas, en la que entró después de hacer sonar la esquila de la puerta por tres veces, como quien espanta una tormenta.


Los años de Hugo estaban recién metidos en la veintena, pero eso no fue suficiente para evitar que se aturdiera ante la visión de las rodillas desnudas de Olvido, de la maleta sujeta entre sus muslos apenas escondidos debajo del vuelo de una falda de color, de los hombros desnudos, de los que se descolgaban dos tirantas para aguantar el peso de una camiseta blanca en la que Hugo adivinaba las aureolas rosadas y los pezones oscuros que había visto en las revistas francesas que compraba a distancia.


Volvió corriendo a su casa a descolgar el póster que decoraba su habitación, pensando que si Olvido Vargas lo visitaba algún día, no querría ver a Marilyn Monroe de cabecero de su cama.

Yo conocí a Hugo un día en que el alcalde aseguraba al Gobernador Civil que al pueblo le estaban robando las nubes. Para entonces, Olvido hacía años que se había escapado de Cela, y recuerdo la extraña sensación que se me agarró al ver a un hombre de su edad tumbado en el campo, junto a la estación, mirando el cielo raso sin poder contener las lágrimas.


Le pregunté si podía ayudarle y él me repuso -¿sabe usted dónde se han ido mis nubes?

viernes, 24 de octubre de 2008

BIBLIOTECA QUEMADA: VIAJE A ÍTACA


Biblioteca quemada. KONSTANTINO KAVAFIS. El momento.
Todos los veranos, de forma irremediable leo la poesía de Kavafis. Sus versos me han perseguido luego durante todo el año, y he entendido algunas cosas que me eran esquivas gracias al recuerdo de un verso de este poeta. Sobre todo comprender el momento, ese latido callado que se escapa al golpear en nuestra frente sin dejar rastro. Esculpido en la arena apenas resiste el embate de un segundo, una huella vertiginosa agotada en si misma sin destino ni finalidad. El momento encerrado en un dibujo difuminado, apenas trazado, así el recuerdo el Kavafis, el hallazgo de lo perecedero al volver la mirada en apresurada indagación ocasional que se queda en la retina durante el suspiro que provoca su huida. El exacto momento de la risa al acabarse y que provoca un vuelco de la mirada extrañada del ruido que provoca su inconsistencia.
El momento del amor, también esquivo. El poeta convoca el ansia de persistir en la fugacidad de lo real, el permanecer a pesar del paso del tiempo en el temblor que sigue al abrazo apasionado o la caricia o la sonrisa encarnada en el rostro de un recuerdo. Es obvio que tal pretensión solo pasa por el verso, por la poesía emanada del surtidor inmenso del amor, que aguanta indeleble a pesar del transcurso del tiempo. Y es obvio que lo consigue, pues no es otra la motivación del lector de Kavafis, y, supongo, la voluntad de su autor. La inmersión en la consciencia del momento abre la puerta que nos invita al abrazo con lo peredecero, lejos de las ansias de lo absoluto y la vivencia de la totalidad, pretensión platónica de acabar con lo real. Vértigo de lo cotidiano que ausculta el corazón de la vida, no pasa por grandes poéticas ni aparatos bibliográficos, sino que se engancha en las vicisitudes diarias, pero apreciadas al trasluz de la pérdida de la tara que provoca nuestra condición pequeña y maleable.
Y así, el autor nos lanza sus quejas sobre la pérdida del paganismo y la llegada de un monoteísmo avasallador que irrumpe en el panteón ancestral de los dioses que se mezclaban con los mortales. Y los expulsa para siempre, dejando su culto abandonado e imponiendo una férrea cadena que despoja a los hombres de humana ingenuidad. Surge la culpa ante la vida, el reproche del goce, la prohibición. Una religión al margen de la vida, de los bosques, del manantial imprevisto que encontramos en un distraído paseo. Pérdida irrecuperable del apego a la vida, de la voluntad de vivir solo atenta al retorno eterno de lo mismo que es, no nos engañemos, nuestra vida.
Versos lanzados desde la experiencia, momento verdadero. La catadura de lo vivido convertido en poema, sin más pretensión que ser recuerdo, reiteración de la vivencia que siempre va dejando detrás un halo solo intuido, sospechado, presente pero inaprensible. Lectura irremplazable para mí supone la convicción de que los momentos recordados agotan la existencia, recreada, siempre viva. El viaje, Itaca, su mejor poema y el más conocido:
Si vas a emprender el viaje hacia Itaca
Pide que tu camino sea largo,
Rico en experiencias, en conocimiento…
Pide que tu camino sea largo
Que numerosas sean las mañanas de verano
En que con placer, felizmente,
Arribes a bahías nunca vistas
Detente en los emporios de fenicia
Y adquiere hermosas mercancías,
Madreperla y coral, ambar y ébano
Perfumes deliciosos y diversos
Cuando puedas invierte en voluptuosos y delicados perfumes,
Visita muchas ciudades de Egipto
Y con avidez aprende de sus sabios.
Ten siempre a Itaca en la memoria.
Llegar allí es tu meta.
Mas no apresures el viaje.
Mejor que se extienda largos años;
Y en tu vejez arribes a la isla
Con cuanto hayas ganado en el camino,
Sin esperar que Itaca te enriquezca.
Itaca te regaló un hermoso viaje.
Sin ella el camino no se hubiera emprendido
Mas ninguna otra cosa puede darte.
Aunque pobre la encuentres, no te engañará Itaca
Rico en saber y en vida, como has vuelto
Comprendes ya qué significan las Itacas.
Viaje como excusa, metáfora de una vida sin pronósticos ni mapas, sin planes de lo absoluto, sin personalidades que hay que desarrollar según un supuesto plan que coincide con lo que es cada uno (es mentira lo de conócete a ti mismo, no hay nada que conocer, sino que hacer al albur del azar y la casualidad). Itaca como sueño sin más. La vida al final, una vejez en Itaca, ética pagana, una vida mejor por verdadera.
Lejos, en una calle de Alejandría estará Kavafis sentado tomando café a la vez que codicioso estimará por lo que vale el suave balanceo de un cuerpo. Anotará meticuloso la curiosa composición de un pañuelo vistoso, compondrá un pequeño poema en honor de una mirada joven y altiva. Verá perfiles dignos de ser acuñados en monedas de cobre, atisbará dioses sin culto, abandonados de todos, vacíos sus templos solo atravesados por una brisa templada, amable, pagana y eterna. Pronto vendrá otra vez el verano y, con él, Kavafis.
Salud.

jueves, 23 de octubre de 2008

El soplo.


"Afuera ensordece un silencio noctámbulo. Amusga los ojos para fijar la mirada a través de los ringleros descompuestos de la persiana enrollada a media altura, y sigue la estela lechosa y desvaída del vuelo de un avión que se pierde por detrás de la aureola de una luna redonda y llena. Se vuelve hacia adentro y mira sus pies desnudos, que se le escapan por las costuras pasadas de las punteras de los calcetines de lana. Sólo es capaz de dimensionar la vida cuando asume extrañado su condición humana, su naturaleza mortal, el abismo al que apunta un camino confundido con los ecos de una obsesión que a estas alturas ya lo martiriza. Hay una luz esquinera que da fondo al claror intermitente de la carta de ajuste. Se levanta a apagar el televisor y piensa: “Una vida no es suficiente, no me va a dar tiempo.” Y entonces le vuelve aquella comezón que sintió por primera vez siendo un niño. Desde la boca del estómago le subió un ardor que le calcinaba los adentros, un aliento amargo que le adormecía el paladar, y se le ató un nudo en la garganta que amagó con ahogarlo. Se arrodilló en una esquina de su cuarto y dio arcadas sin poder si quiera vomitar. En ese momento, nació en él un sentimiento hondo que lo acompañó el resto de su vida: la ira, que se le representó en su imaginación con la imagen fría y espeluznante de una bicha."
El soplo, en construcción

martes, 21 de octubre de 2008

53 días de invierno

Esta película, la bocanada de tristeza que tragué en uno de los silencios de Celso, mientras su hijo lo buscaba por los ajarafes renegridos de polución de un barrio del ensanche barcelonés, me hizo advertir que el sufrimiento consustancial a la vida sólo se combate desde la dependencia con los que tenemos cerca, desde la huida de la soledad devastadora, desde el amor profundo. Lo demás es desaliño y autodestrucción, y nadie merece esa purga.

A ti, que seguro que me oyes, que estás ahí, a mi lado, a ti te grito, no te hundas, lucha, joder, sé feliz, todo lo feliz que puedas. ¡Me oyes!, no tienes derecho a la destrucción, tú no.

Si los buenos no resistís, ¿quién queda?

domingo, 19 de octubre de 2008

Abu Simbel


Egipto es el lecho de un gran río rodeado del más severo de los desiertos, el Sahara. En contra de la lógica común, del sentido recto de las cosas, el Nilo se desplaza desde el sur al norte, desde el Alto al Bajo Egipto -que también cambian así las tornas usuales de la altura-, espoleado por las llamadas al rezo que vocean los imanes desde los cientos de minaretes que se elevan en la orilla este de su cauce. Los egipcios vieron en el levante la vida y allí dispusieron sus haciendas, sus palacios y sus templos –la ciudad de los vivos-. Por el contrario, el poniente simbolizaba la muerte, y por esa razón allí ubicaban sus tumbas y templos funerarios –la ciudad de los muertos-.

Cuando entro a Abu Simbel, ya ha amanecido y la luz de la mañana tiñe de azogue la cubierta del lago Nasser que, por el reflejo del cielo azul, no es más que el espejismo de un lejano e inmenso mar tallado en lapislázuli. Me bajo del autobús y noto con horror el hervidero en que se convierte el mercado de la entrada, con los nada ingenuos comerciantes dispuestos en la inexpugnable disposición de la almadraba. No hay escapatoria posible y me entrego obediente hasta que consigo pasar el rulo de la entrada.

Camino unos escasos metros y los veo. Me doy cuenta entonces de la poca importancia que tiene el haber dormido sólo dos horas, el haber recorrido escoltado trescientos kilómetros en un incómodo autobús, el tener que soportar el acoso y derribo de los comerciantes incisivos. Como escapados de la tierra, los cuatro colosos de Ramses II, sentados en su trono indultado de la inundación, me dan la bienvenida a un país que ahora sí que empiezo a comprender.

martes, 14 de octubre de 2008

EL CAIRO

El Cairo es una ciudad de contrastes extremos. Toda la belleza de la edad antigua escondida en un enorme muladar, como las amapolas de los estercoleros. Cruel, pero real como la vida. Aqui no hay terminos medios (perdon pero no puedo tildar las palabras con estos teclados arabes). O algo es tremendamente bello o es espantosamente horroroso, aunque una y otra cosa, siempre estan embadurnados de una costra de polvo. Tanto impresiono lo uno, como desagrada lo otro. Imagino que venir con la mente occidental a ver la cultura oriental, con la simple adaptacion de cuatro horas de avion, no es el mejor de los remedios, pero eso es lo que hay.

La piramide que teneis delante es la Keops, ya os describire la sensacion caustrofobica que se siente al estar en su interior, al que se accede por un angosto pasillo de subida y de bajada. Claro, estaba pensado para custodiar a los muertos, para impedir la entrada de los vivos.

Bueno, no se si podre encontrar algun hueco mas para contaros cosas. Si asi fuera aprovechare para seguir mandandoros cosas.
Un abrazo

sábado, 11 de octubre de 2008

EL RELLANO




La madre de Pedro dice que lo mejor de los viajes es prepararlos y, después, acordarse de ellos. Claro, la preparación puede alargarse en el tiempo, el recuerdo puede hacerse mustiamente indeleble, pero el viaje en sí dura sólo lo que dura.

Cuando, no hace demasiado tiempo, me despedían mis padres en el rellano de mi casa de Bailén, bajo la luz intermitente del chivato de la pared que advertía que llegaba el ascensor, los dos estaban agarrados por los antebrazos y mi padre a duras penas aguantaba las lágrimas. Bajar cuatro pisos no da demasiado tiempo para pensar, además, las picaduras del azogue del espejo despistan en exceso, pero las dos horas y pico de coche hasta mi casa de Almería sí que me permitieron darme cuenta de lo que hoy me punza en el ánimo. Despedir a un hijo, como sobrevivirlo, sin duda es lo peor de los viajes.

Se lo tengo que decir a la madre de Pedro, a ver qué opina ella.

Posdata.- La madre de otro amigo, cada vez que se va de viaje deja escrito y lacrado su testamento, repartiendo sus joyas y sus libros. Luego, al volver, lo rompe sin abrirlo. Yo no llegaré a tanto, pero sí que dejo claro que quiero que mis libros se los quede el Antiplatónico, estoy deseando recomponerle la biblioteca que sucumbió al delirio del fuego. De todas formas, que se joda y espere.

Nos vemos.

miércoles, 8 de octubre de 2008

Biblioteca quemada: UDRÍ


Antiplatónico emboscado.
BIBLIOTECA QUEMADA. UDRÍ. Omnia praeclara, rara.


También se quemó, con el resto. Fue de las primeras versiones (que tanto cambia, al parecer) y la leí durante tres días en agosto del 2007, en un pueblo del interior, en una habitación luminosa y fresca, solo interrumpido por las campanadas de la Iglesia, los murmullos de los escasos habitantes y los requerimientos de dos niños pequeños que no comprendían tanta dedicación existiendo un mundo entero a la espera nuestra. El tiempo les dio la razón en parte, pero eso es motivo de otros libros quemados. Si recuerdo el escalofrío que me invadió al empezar a leer Udrí, lo que me suele ocurrir de forma premonitoria con los libros que luego me acompañan para toda la vida. Recuerdo que al llevar tres páginas me levanté y salí a la amplia terraza que había en esa casa y contemplando el paisaje recordé al autor y lo poco que lo conocía. Temeroso de tener que leer algo que no me interesara, había pospuesto su lectura varias veces, inquieto por tener que decirle alguna vez mi impresión sobre el libro, pues sabía que tenía puestas en él las esperanzas inherentes a toda persona que vierte en texto parte de sí mismo. Leídas tres páginas me quedé más que tranquilo y me preparé para una travesía de incierto recorrido pero de buena factura. Algo es algo, me dije. Si algo me gusta de los diálogos de Platón en su circunstancia. Hasta en los más enrevesados el diálogo siempre surge apegado a la realidad cotidiana de unos personajes que a la vez que hablan son seres aquejados de lo incierto de la vida diaria. Pasean, se encuentran ocasionalmente, tienen prisa, ríen, suplican, comen, beben, desean. Los diálogos son textos que admiten una lectura meramente literaria, aunque esta expresión es engañosa. Quiero decir que todo texto es literario, ya sea filosófico, poético, novelesco, etc. Entiendo que toda narración es un testimonio de su autor que opta por cualquier forma estilística en atención a sus preferencias o aptitudes, sin que existan diferencias sustanciales entre unos y otros. Por ello, los diálogos pueden leerse como texto narrativo y es ahí donde la maestría platónica cobra alturas irrepetibles. Así soy un antiplatónico emboscado… en el platonismo.
Creo que con la edad a uno se le pasan sus manías y reconozco que he vuelto a Platón, aunque sea para preferir a Aristóteles. Pero eso es otro tema. Lo que quería decir con la digresión anterior es ilustrar Udrí como un ensayo sobre la utopía. Si se plantea como una novela no debe hacernos dejar de lado que en su texto se encierra una reflexión sobre la utopía, y, entiendo, se trata de una reflexión crítica nada complaciente. Como ensayo filosófico expone un ejemplo de vida (o vidas) fracasadas aquejadas de un anhelo destructor. No deja de ser curioso que un autor confesadamente utópico y de izquierdas, (si no socialista), haya concluido con un reproche a la totalidad del pensamiento utópico. Si es así, y posiblemente no haya nadie de acuerdo con migo, me parece un acierto. Pero como el autor sabe y a pesar suyo, la obra una vez escrita deja de ser de su propiedad, sin que tenga el más mínimo derecho sobre la misma, siendo su opinión otra más, de tanto valor como la de cualquier lector, pues él mismo es lector de su novela, en pie de igualdad con el resto de los mortales.
Ensayo antiutópico se basa en un relato cuya prosa se suele decir que es barroca. No me parece que así sea, salvo que entendamos por barroca el uso de palabras en desuso o un empleo particular de la adjetivación. Ambas características del texto no pasan de ser expresión del deseo agónico del autor de dejar constancia de un mundo pasado, el de su infancia y juventud y de unos lugares, transitados en esas edades. Esa voluntad se concentra en recuperar expresiones ciertamente extrañas pero parte de un mundo pasado y, ahora, reinventado. Atento al objeto, el autor quiere nombrarlo con propiedad, sin pasar de largo por los nombres que se usaron en su día por personas ya desaparecidas y que dan exacta ubicación a la materia de lo que se habla. De ese modo la vida reaparece por la literatura, que se convierte en vida, como siempre he sostenido. Vida y literatura van ahora de la mano inseparables, formando parte del propósito del narrador (no del autor) una nueva instauración de lo real: lo escrito vive, existe. Por lo que se refiere a la peculiar adjetivación del autor es la otra cara de la misma moneda: comprometido con un pasado, el narrador no escatima datos, pistas, sugerencias, alternativas al lector, sabiendo que, no obstante, la memoria no es unívoca. Pero las amplias posibilidades que da la descripción deben ser acogidas por el lector como un amplio abanico de vías de acceso a lo descrito. Indagación en la realidad, pasada pero real.
Reproche no debe faltar en estas breves notas. El principal es la naturaleza no nata de la novela. En efecto, no hay novela no publicada. Limitada ahora a la graciosa generosidad del autor, la lectura está afectada por lo limitado de la audiencia. Es cierto que de esa manera se evita la estupidez del crítico de turno, la lectura apresurada, la opinión dolorosa etc. Pero también se pierde uno la lectura anónima y azarosa, el comentario inesperado, el fundado aunque duela. No obstante, mi enmienda es a la totalidad: sin publicación el texto no nace y queda en el limbo, nasciturus perpetuo condenado a un mundo de sombras fantasmagóricas. Toreo de salón, el libro no publicado carece de la gravedad de lo real, siendo mero proyecto, potencia frustrada, dibujo en la arena de la playa a la espera de ser borrado por el aire y el agua. Lo que da consistencia al libro es la posibilidad de leerlo, los posibles lectores. La exposición a todos es lo que da carta de naturaleza a la literatura que no puede ser secreta, encerrada en los asfixiantes límites de un círculo de amigos (por amplio que sea).
Es evidente que el libro me gustó. Lo malo es que casi nadie pueda leerlo, lo que es imputable al autor (no al narrador) que es incapaz de asumir una obra, pues creo que no es otro el motivo.
Una vez que terminó de escribir se sorprendió del resultado. Agotado, extenuado por la novela ha sido incapaz de asumirla en su integridad. Pero, repito, eso no desmerece en nada la novela que, gracias a Dios, ha escapado de las manos de su autor, aunque no lo suficiente. Algunos privilegiados damos fe de su existencia. No me extrañaría que el autor la niegue algún día. Yo no la tengo ya, pero el recuerdo sí.
Salud.

lunes, 6 de octubre de 2008

CONFESIÓN




"-A veces busco un recuerdo bello y antiguo y veo las huellas de mis pies descalzos hundidos en el relieve de la playa vacía, una fila de huellas que se pierden a lo lejos, y la caricia del viento en mi cara, levantando mi pelo por encima de los hombros. Cuento las pisadas cantando los números en alto, con mi voz de niña, aprendiendo el orden de las cosas, como me enseñaron en el colegio. Una, dos, tres…, las señalo con el dedo. Pero el recuerdo se me emborrona, se desliza de mi memoria como se borran las huellas de la arena entre la espuma que burbujea en lo alto de una ola que las arrebata de la playa y las zambulle en el mar."


(Fragmento de UDRÍ. Novela asediada por el fuego).


He dejado un libro que me aburría enormemente, y me he ido renqueando a por Udrí, esa novela abandonada en el escritorio (hay vaticinios que son certezas). Le doy distancia al libro y entonces la mediocridad merodea por encima de mi cabeza, como el vuelo premonitorio de un quebrantahuesos. Pero hoy, al abrirlo, Estrella se confesaba con Abdón delante de mí, y me ha emocionado tanto como cuando lo escribí hará un par de veranos, para espantar al buitre insidioso.
Gracias a quienes consolais mi estima. Ya sabeis quiénes sois, con lo que huelgan nombres.
Pepe

martes, 30 de septiembre de 2008

EL RETRATO DE DORIAN GREY


La receta de Dorian Grey para curarse del mal que le espanta, que no es otro que el miedo al tiempo, al sibilino e inseparable compañero, estriba en curar el alma por medio de los sentidos, y los sentidos por medio del alma.

Sentimientos y alma, al igual que cuerpo y espíritu, comparten su condición métrica en el listón de la condición humana, si bien dudo mucho que su mezcla pueda dar lugar a resultados mínimamente aceptables. Lejos de ello, pienso que el mestizaje de lo antagónico, además de disparatado, sólo produce caos y aversión -que nadie haga paralelismos con el mestizaje de las razas, porque ahí no han antinomias, ahí sólo hay hermosas y ricas diferencias-.

Es evidente que el pensamiento de Grey mana de la ensoñación en la que el autor ha instalado la vida del personaje, pero, sin embargo, de su experiencia, yo he obtenido un claro mensaje:ante el tiempo, relájate y disfruta.

Por cierto, la escritura de Oscar Wilde es preciosista, culta y escrita desde un profundo conocimiento de la sociedad que describe –como todo lo decimonónico-; y sin ninguna duda pone dicha escritura al servicio de la beldad masculina.


Segunda quince de septiembre del año 2008

viernes, 26 de septiembre de 2008

BIBLIOTECA QUEMADA. ANDRES FERNADEZ DE ANDRADA. EPISTOLA MORAL A FABIO. Poema contra la claudicación.


Un ángulo me basta...un libro y un amigo,un sueño breve.

Antiplatónico emboscado.
No pude salvarlo y pereció por triplicado. La versión más querida para mí, la de la editorial Crítica, con prólogo de Dámaso Alonso. Es mi libro favorito y desde que lo descubrí hace 15 años me ha acompañado siempre, hasta el incendio. Su lectura (me obligué a no aprendérmelo de memoria) ha sido una referencia continua para mí. Lo extraño como a pocas cosas, quizás como a ninguna. Puesto que empiezo desde la más absoluta nada no voy a atarme a objeto alguno, pues su perdida, inevitable y por venir, no ha de ser inconveniente. Y esto ya estaba en el propio poema del soldado Andrada, en su Epístola moral a Fabio. Ha sido considerado este poema como un manual de estoicismo. Sin duda síntesis acabada de un estoicismo que nos sigue apelando de forma directa, sin circunloquios ni largas exposiciones, tan afilado como un cuchillo y tan silencioso como la flecha que sabemos ya se ha lanzado y que se dirige ávida al corazón a pesar de nuestra indiferencia. Es desde luego un arsenal de argumentos estoicos pero lejos de lo presuntuoso de esta literatura tan dada a la monserga. Su carácter verdadero viene dado por la fragilidad de su emisor, que nos habla desde la propia duda de haber llevado a efecto sus propias prescripciones. Mensaje de un amigo atribulado que asume la propia humanidad del lector al que considera, como a Fabio, un probable sufriente, ser doliente y quejoso ante las injusticias que nos causamos nosotros mismos. Pues ese es tenor de la epístola: nosotros como problema, nosotros como solución, la asunción de la individualidad como algo por hacer lejos de la cristalización del individuo en arquetipo (manía platónica). Su poema es la carta de un amigo cercano que nos propone no claudicar, no rebajarnos especialmente ante nosotros mismos. Debo confesar que pocos libros llevo dentro de mí como ese. Transformado en vida, es una parte de mí. Su constante recuerdo no me ha animado a volver a comprarlo. Su recuerdo, vago, episódico, retumba en mi cabeza con frecuencia. Su nueva adquisición me enfrentaría a amargos recuerdos, sin embargo. Enfrentado con mi pasado, renuente, suelo decirme: “Fabio, las esperanzas cortesanas prisiones son… “ y no recuerdo más. Y sin embargo pocos libros como ese. Ninguno. Salud.

domingo, 21 de septiembre de 2008

INFIERNO SOSTENIDO.


Fue Platón el primero que expulsó a los poetas…
Yo también hace tiempo que los desterré…

Nochea al fondo, por encima de la sierra. Hay algo detrás que azuza las nubes y se las traga para prenderles fuego. Todas confluyen remisas en la fragua; se estiran y estiran –como las palabras que se gritan con odio- por encima del puerto, de las palmeras y los grandes edificios de la rambla, para fundirse allí y teñirse de un color venoso, como de herida, un color parecido –notablemente más intenso- al de las tapas sencillas del poemario de Oscar Santos Payán (El Gaviero. Colección Guairo. 2006), aunque del mismo tono trágico que el corazón que ha dibujado para él Ágatha Ruiz de la Prada.

Con él he hecho una excepción –la que espero hacer con Pedro cuando me regale su libro de una vez- y las osadías se pagan. Lo he leído, claro.
Al cerrar la última página, la habitación se ha quedado muda, histriónicamente silenciosa, como las gargantas después de haber gritado.
Lo sabía…Ya está aquí, de nuevo, la poesía.

martes, 16 de septiembre de 2008

UN MUNDO SIN FIN


Una posible clasificación de los libros novelados podría ser la que distingue entre aquellos cuya terminación entristece, y aquellos otros a los que no se les ve el final. Los primeros se pueden olvidar, pero a los segundos, por regla general, se les abandona.

“Un mundo sin fin”, de Ken Follett, sin duda será un libro vulgarmente comercial, convencional hasta la extenuación, otra cansina novela histórica escrita al gusto del lector raso, cebo de los editores sin entrañas que lanzan sus artes entre el lodo en el que se mueve el gentío, que además abulta en los entrepaños de la librería al sostener sus mil ciento y pico páginas,…; pero ahora que nadie me lee, voy a confesar que lo he leído en apenas dos semanas –lo empecé el día de mi segundo santo, que es el día de mi padre, de mi sobrino, de mis tíos…y lo he terminado hoy- y me ha entristecido acabarlo…

Un abrazo y no dejéis de leer el comentario de Antonio sobre la meditación en la anterior entrada.

viernes, 12 de septiembre de 2008


Se levanta con lentitud, tensando la espalda que aún se le queja desde los frios del invierno pasado, observando el movimiento de las piernas para asegurarse que apoya primero la derecha.

Ella no lo advierte y por un momento se le ilumina la cara con el fogonazo que sigue a la salida del presentador.

Cuando está de pié y se siente en equilibrio se dirige hacia el televisor y, sin tomarse demasiada prisa, lo apaga.

-¿Es que nos vamos? –le pregunta ella con extrañeza.

lunes, 1 de septiembre de 2008

La vuelta al mundo en ochenta libros




El verano ha sido corto, agosto especialmente, y la vuelta demasiado dura, pues un viejo amigo -me lo recordó mi madre por teléfono-, ha decidido marcharse. No ha habido lugar a despedidas. Primero fui yo el que dejé de llamarlo, luego él ya no me quiso llamar; pero ahora que lo rebusco en mi memoria me come la pena. Qué se le va a hacer. Como se vé, hemos vuelto.

En un formulario me han preguntado por mis aficciones, y no he tardado en darme cuenta que mi preferida es vagar, encontrar ese tiempo ausente de prisa, el lugar que no te exige detenerte. Sí , sin duda, ésa es mi aficción, vagar. Creo que leo, escribo o echo a correr invadido por la vagancia, que me hace sentirme terriblemente vivo. Este gusto es el que me ha hecho encontrar en Radio 3 un programa que me ha maravillado. "La vuelta al mundo en ochenta libros". Lo podeis encontrar en esta dirección http://www.rtve.es/radio/80libros.shtml, y os permitirá bajar los programas a vuestro mp3 o escucharlos por internet.


Pararse a escuchar el sonido de la palabra escrita, amparado en fondos musicales, es de una enorme belleza. Así lo pienso, y así lo digo.


Un abrazo a todos

miércoles, 30 de julio de 2008

AGOSTO



Creí que no iba a llegar nunca, pero ahora sí, ya está ahí, apenas dos días. Un mes a mayor gloria de un cesar y los condenados al trabajo. ¡Viva el cesar!

Nos vemos en setiembre.

viernes, 25 de julio de 2008

LA MIRADA DE LOS CORMORANES


CAPÍTULO IV.

Autor: QUARENDO INVENIETIS

En el vértice de mi cama una sombra siniestra me contempla por mis cuatro puntos cardinales, su mirada alcanza los confines de mi alma, sin lentes de hombre puede ver mi oscuridad y oler mi miedo, acaricia el aire y el mar que reposa en mi cráneo, con su canto me narra al oído lo que ocurre en la noche, la nana habla de la luna verdadera y de la otra, la que se esconde en las olas, escucho el graznido incesante de los cormoranes negros, que fingen dormir apiñados en los puertos, esperando dar una dentellada a los sueños de niños suspendidos en el horizonte o a aquellas madres insomnes cargadas de anhelos.

La muchacha rubia entra cada segundo en la habitación, a mirarse en el espejo, a peinarse desnuda, dormida y soñando, ¡no me grites!vete de aquí!, pero la silueta que se sienta en mi cama sigue incesante en su eterna cantinela. Proyectando en mi oído, con los ojos secos, pequeñas luces que se desplazan imperceptibles, entre pescadores que pacientes, esperan algún indicio para alzar sus redes. ¡Quién eres, que haces aquí…!

- ¡Manolo!, ¡Manolo!, ¡coño!, despierta ya, no se como cojones me has metido en esta, no te lo voy a perdonar en la vida, de todas las tonterías que has hecho esta es la más absurda, bien caro me va a salir tu polvo joder, ¿cómo estas?

- Cómo quieres que esté Ernesto, llevo un agujero en el costado por el que podría atravesar un tren, y Esther, nuestra Esther se la han llevado, ¡por Dios! se la han llevado…

- ¿Se la ha llevado quién?

- Ernesto tienes que confiar en mí, no puedo decirte nada, es mejor así, tu vida podría correr peligro y te necesito fuera para que puedas sacarme de aquí,

- No pienso hacer nada esta vez, la última vez que confié en ti me robaste a Lucía, para que luego acabaras perdiéndola como todo en tu jodida vida, y dejando prácticamente huérfana a Esther, no sé que coño harías para que os abandonase a los dos, aún no te he perdonado por aquello que nunca has tenido cojones a explicarme, y quieres que siga confiando en ti, esta vez has cruzado el límite, o me dices qué coño pasa, o salgo por esa puerta y te buscas la vida con los de asuntos internos que te tienen todas las ganas de endosarle el muerto a algún gilipollas, te has cargado a dos tíos cojones ¿qué ostias te pasa?

- ¿Recuerdas la investigación sobre la muerte del profesor Aureliano Martínez, aquel loco que más que dar clases de química en la universidad, parecía un alquimista de marmita y mortero, aquel anciano rudo que denunciaba de manera neurótica y diaria que lo iban a matar y que quería protección, callándose como un somormujo asustado cuando le preguntábamos quién y por qué?

- Sí, lo recuerdo vagamente, fue un caso que asignaron a la brigada del sobrino del Comisario Velázquez, el pobre hombre acabó muerto.

- Muerto no Ernesto, asesinado. ¡Bien!, ya sabes lo que me gusta husmear en los papeles del hijo puta del sobrinito desde aquel turbulento día, y en el expediente del profesor encontré una especie de carta escrita a mano con una caligrafía que decía algo así como “Todo se les perdona a los que disfrutan de la vida, buscame en Palermo, junto a la eterna carcajada de la muerte”.

- ¡Y qué!, recuerda que el tío aquél estaba más bien loco que otra cosa, la gente así suele rodearse de papeles de esos con versos raros o frases hechas, que han escuchado en cualquier sitio, que luego se ponen a buscar en Internet como si fueran a encontrar la gran verdad.

- Nunca fuiste curioso Ernesto, y te lo he dicho mil veces, hay dos clases de policías, los malos y los curiosos. Por otra parte, recuerdo que la Universidad hizo lo posible por enterrar el bochornoso suceso, ignorándolo tan pronto como fuera superado el escándalo del momento, entre otras cosas porque el fiambre apareció en la biblioteca de la Universidad degollado y con un dibujo obsceno en la nalga izquierda. Conociéndome, sobra decirte que comencé a sentir una gran curiosidad por saber lo que había ocurrido, más aún, animado por la posibilidad de poder adelantarme al sobrinito y joderlo en su propio campo. Así que me planté en la Universidad, me hice pasar por periodista, ya sabes lo que abren las puertas los dichosos carnets de la prensa falsos, a veces me dan ganas de cambiarlos por la jodida chapa, y comencé a preguntar por su vida académica y personal, hasta que me dijeron que andaba en un último proyecto con varios alumnos aventajados. Fue cuestión de tiempo averiguar a qué grupo de alumnos se refería, y allí estaba, entre ese grupo, la rusa.


Mientras relata su encuentro con Irina Petrova ocultando los detalles que a Barroso le parecen imprescindibles para la seguridad de su compañero, le vienen a la memoria como fotografías impresas en la retina del subconsciente, la cara de la rusa, sus cejas arqueadas provocando en sus ojos un continúo interrogante al que sin saber por qué, provoca la inmediata necesidad de contestar, con alguna respuesta infalible y por ello ingenua, sensación que no hace otra cosa más que ante la imposibilidad de esa respuesta, acrecer las ansias de poseerlos y doblegarlos de cualquier modo, recuerda Barroso las nalgas de Irina henchidas de una adolescencia retardada y el ajuste perfecto de su ropa interior que denota en su cuerpo aún una mayor solidez, todo en ella era rotundo y curvilíneo suave y terso. Vienen a la memoria de barroso aquella habitación, el espejo ahumado que desdobla los cuerpos, el aliento de Irina a vodka en su nariz, que respiraba incesantemente como si de una atmósfera alcohólica y divina se tratara, pero sobre todo recuerda como momentos de un fantasma que aún no sabe su condición, cómo la policía irrumpía en aquella habitación, lo encañonaban, y le pedían que se levantase con las manos en alto sobre la cabeza, y aquellos pies sobresaliendo por la sábana, la melena rubia de Irina y los lunares de su espalda que se presentaban ahora como una constelación malévola del destino.

- En ese momento gritaron que me estuviera quieto que estaba muerta, yo no pude comprobarlo, ni siquiera le ví el rostro, cuando fui a acercarme, alguien me golpeó con la empuñadura de la automática en la cabeza.

- Al volver a casa después de toda la peripecia, encontré tan solo una nota que ponía con una caligrafía similar a la nota del profesor de química: “La verdadera felicidad no es asimilable por la retina”,“Está con nosotros, no intentes buscarla, ni le digas nada a nadie si quieres volver a ver a tu hija”.

- Me estás diciendo, que por un polvo de una noche con una rusa de 20 años a la que emborrachaste, se ha montado este circo, mira Manolo, la verdad, tú sabes algo más que no quieres contarme y así no te puedo ayudar.

- Te quiero decir, gilipollas, que aquí ocurre algo gordo, que no estamos jugando a pillar al gran camello, o a que no nos pillen a nosotros, no me entiendes, lo único que necesito es que me saques de aquí para buscar a mi hija, estoy seguro que quieren que sea así.

- Pues la cosa está complicada, saben lo de las transferencias, y va a ser muy difícil llegar a un acuerdo con ellos, para que continúes la investigación y aclarar las cosas.

- No quiero acuerdo que valga, ¿no me entiendes?, quiero escaparme de aquí, cualquier acuerdo pasará por serles útiles en la investigación y eso es lo que puede costar la vida a mi hija, quiero salir y que me pierdan de vista, tengo que ir a Italia, a Palermo, algo me dice que la nota que encontraron junto al profesor puede darme una pista de quiénes son y de dónde puede estar Esther.

De repente, irrumpen en la sala del hospital varios agentes de asuntos internos empujando a Ernesto para que abandonara el recinto, una enfermera corpulenta de mediana edad aprieta las pantorrillas de Barroso, mientras que los agentes lo sujetan por los brazos, el médico prepara una jeringuilla que contiene un líquido amarillento, y procede a inyectar un nuevo calmante en el maltrecho cuerpo de Barroso, que obstinado intenta sin éxito resistirse.

La retaila de insultos e improperios se escuchan en todo el Hospital. Por el rabillo del ojo Barroso observa cómo Ernesto toma su móvil en mano y comienza a marcar los números del teclado rápidamente con la intención de realizar una llamada.

- Por favor, es muy importante y urgente, necesito hablar con Parménides, dígale que acabo de hablar con Barroso como acordamos, y que tengo la información.

Barroso comienza a notar los efectos del analgésico, nuevamente vuelve a su mente un rostro imposible de olvidar, aunque la rusa esta vez no se le aparece en su cama, sino a la luz de una cerilla bajo la claridad mortecina y decadente del luminoso del Georgia.


...la muchacha rubia entra cada segundo en la habitación, a mirarse en el espejo, a peinarse desnuda, dormida y soñando, ¡no me grites ¡ vete de aquí ¡, pero la silueta que se sienta en mi cama sigue incesante en su eterna cantinela. Proyectando en mi oído, con los ojos secos, pequeñas luces que se desplazan imperceptibles, entre pescadores que pacientes, esperan algún indicio para alzar sus redes. ¡Quién eres, que haces aquí…!

¡Soy tu madre!, ¡huye Manuel!, ¡huye!

lunes, 21 de julio de 2008

BAILÉN Y SU BICENTENARIO


Hornea la mañana el calor excesivo de julio, el aire seco y caliente de acento africano que desguaza las espigas agostadas de las hazas, y derrite las sombras de las olivas que se desparraman líquidas entre los terrones de los campos labrados. Ha sido difícil dormir viendo parpadear por la ventana el termómetro de la farmacia de enfrente que no ha bajado de los veintiocho grados, oyendo las voces desinhibidas por el alcohol de los que trasnochan, las arengas de los que madrugan arremolinados en El Paseo esperando la entrada de los soldados en el pueblo. Hoy casi no se trabaja, y todos andan de allá para acá, evadidos de su rutina, pero los que más corren son los niños que enfilan la calle de Las Eras gritando que ya están aquí, que ya desfilan camino del Ayuntamiento, como si los tambores y trompetas de sus marchas militares no fueran suficientes delatores. Y a mí me es imposible no recordarme corriendo, esperando en la puerta del Castillo la llegada de los militares del Cerro Muriano, el olor de la pólvora en el paladar al pegarme a ellos en las descargas, la sensación de vacío que me quedaba cuando la feria se desmantelaba como los poblados de buhoneros y nos dedicábamos a recolectar las chapas que aún no se había limpiado, o intercambiar los tebeos que ya habíamos leído…

Desayuno sin prisa regostado en el sabor intenso del aceite verde y echo a andar por la Calle Real para comprar un libro que ha escrito sobre La Batalla un vecino del pueblo, hoy residente en Granada, del que he oído hablar por mis padres, Andrés Cárdenas, “El Cántaro Roto”. De casi todos los balcones cuelgan banderas de España, y me da por pensar si están allí desde lo del fútbol. No, en Bailén pasa todos los años, así es, hay que recibir al ejército como se merece, aunque me resulta extraño que no haya ni una sola bandera de Andalucía.

Al cruzarme con un amigo del colegio le pregunto por el programa de Las Fiestas porque en la librería me ha sido imposible comprar uno, y él me dice que me regala el que lleva encima, que en su casa tiene otro, que parezco tonto, que cómo a esas alturas de julio van a quedar programas. Después de tanto tiempo sin ir por el pueblo todavía hay quien me recuerda. Aunque la mayor parte de esos artículos destilen el aire rancio de la adulación, de la exaltación de “la gesta”, a mí me gusta reconocer en los autores a viejos amigos; alargo su lectura durante todo el año y confieso que se me agarra cierta modorra en el ánimo. Creo que soy yo el que la busco. Al abrirlo, sin parar de andar, me doy cuenta de que han arrancado una de las primeras páginas. No me hace falta mirar el índice para saber que ahí estaba la foto del Rey y su saludo mecánico de todos los años.

No me he percatado de que un municipal me pide que me aparte del centro de la calle porque los soldados se me vienen encima, atronando con el clamor de los tambores que reverberan encima de los tejados de teja de las casas antiguas que se amontona en esa parte vieja de Bailén. Pero a la gente no le molesta; les grita vivas desde los balcones y los piropean. Uno de los soldados se atraganta con la trabilla del casco. Es joven e imberbe, y se relame el bozo del que le brotan pequeñas gotas de sudor. Desfila con la cabeza echada hacia atrás, marcando el paso de una forma excesiva, pataleando el acerado peatonal en el que desde los balcones han lanzado flores. Yo juraría que iba llorando.

No sé si esa tarde, o quizá el día siguiente, van a inaugurar el museo de interpretación de la Batalla, aprovechando el bicentenario de la primera gran derrota en tierra de las tropas francesas, pero ya me han contando que a los actos conmemorativos no viene nadie de la familia real, ni del Gobierno de España, ni siquiera de la Junta de Andalucía. Yo, que como otros tantos soy un republicano agradecido a Don Juan Carlos, me voy pensando que la verdad es que con tanto calor apetece poco moverse a un pueblo de Jaén, a sufrir el chajuán repetido de cada verano, y le agradezco que ese año no haya venido, porque ése ha sido el detonante para que yo esté aquí.

Camino de la casa se me viene a la cabeza la noria de la huerta de San Lázaro, o del Sordo, que para el caso es lo mismo, el calor de aquel julio, con los campos encendidos a cañonazos, la calle de Las Eras, donde se casó mi madre, ardiendo también, los cubos de estaño colgados de los brocales de los pozos de los patios, junto a nervudos naranjos agrios. Pienso en María Bellido, “La Culiancha” -no tan bella y joven como la madrileña Manuela Malasaña, y sin embargo nuestra hermosa heroína-, tirando de la soga para derramar el agua en un cántaro: también me acuerdo del general Castaños y Teodoro Reding, de los franceses que están enterrados para siempre en esta tierra, Dupré, en el subsuelo de la ermita de la Limpia y Pura, y Gobert, su cuerpo debajo del mármol de la iglesia de Guarromán, su corazón en Francia, y me advierto de que Bailén, el sitio en donde he nacido y crecido, es historia viva, que ésa es mi gran suerte, la herencia que quiero dejar a mi hijo. Ahora que la historia se amaña y se tuerce, que se reduce precocinada por mero interés, me reafirmo en que Bailén es una gran oportunidad para conocer la historia común, aunque me ensombrece pensar si acaso no es ya una oportunidad perdida.

El sol está alto y aplasta las sombras contra el suelo. El cerro Valentín despunta en el fondo, por encima de las eras cargadas de los ladrillos que este año no se van a vender, de las camadas de olivos uniformes que en su inmovilidad parecen figuras de bronce teñidas de un verde desgastado.

Bailén, 19 de julio del año 2008. Bicentenario de la Batalla

jueves, 17 de julio de 2008

BAILÉN



"Abdón levanta la lámpara a la altura de sus ojos para graduar las luces y sombras que revelan el cuadro, y deja en sus pies la bolsa de viaje y la gabardina mojada que humedece suelo. Se retira unos metros para darle distancia y lo mira en su conjunto. Sobre un fondo de montañas azules difuminadas, verdes alamedas y pátinas amarillentas que emulan el chajuán de una mañana de julio de la campiña jienense, la escena plasmada en el cuadro gira, como un aspa, alrededor de dos generales enfrentados que se anticipan a la cohorte de contendientes que se encuentran tras de ellos. A la izquierda, el bando español, con el General Castaños a la cabeza que saluda cortésmente a los rendidos, quitándose el bicornio y haciendo el ademán propio del hombre educado, está compuesto de un variopinto grupo de soldados del pueblo, guerrilleros, garrochistas jerezanos y algún alto cargo del ejército español, todos llenos altivez en sus gestos, sabiéndose vencedores de la cruenta batalla. A la derecha, y en un plano algo inferior, el Rayo del Norte, el General Dupont, rodeado de diversos militares perfectamente uniformados, con la espada rendida, el pecho altivo y los brazos abiertos, en clara expresión de entrega, hace de avanzadilla de un ejército que desfila después de haber entregado sus armas.
Una copia de ese cuadro se conserva en la casa desde finales del diecinueve. La familia se había empeñado en él tras verlo en la Exposición Nacional de Bellas Artes celebrada en mil ochocientos sesenta y cuatro, y el abuelo de Abdón siempre contaba orgulloso que cuando su padre lo compró le resaltó que en ese cuadro se encontraba una parte importante de la historia de España, y el honor de las gentes de Bailén.
Abdón recoge sus cosas del suelo y deja la lámpara antes de dirigirse a su cuarto. Cuando gira la llave, dos vueltas, y corre el pestillo, la calma de la casa se llena de ecos.
Rodeada de oscuridad, Estrella mira en silencio, desde la escalera, la puerta cerrada del dormitorio de Abdón."

Fragmento de "Udrí"


Yo, como Abdón, hoy vuelvo al bochorno de la campiña jienense, al sitio de la batalla, a Bailén.
Me sumergo en el pasado, rogando que sea piadoso conmigo.

miércoles, 9 de julio de 2008

TERCER CAPÍTULO: TORREBRUNO


Tercer capítulo.
Autor: Antonio Marín.



III

Tres de la madrugada. El sonido repentino de un teléfono irrumpe en la oscuridad de la habitación. Di Pietro da un respingo en la cama y busca impaciente el interruptor de la luz de la mesita. Cuando finalmente logra encenderlo descuelga nervioso el teléfono, adivinando la voz que oirá al otro lado.

-Silencio-Diga…- Eres un hijodeputa y un gilipollas, Torrebruno.
- Don Silvio, ….. hice lo que pude……. Nadie podía imaginar que ese loco fuese allí a buscar la muerte, porque eso es lo que hizo. Solo podía buscar….
- Esta vivo, imbécil, pero es mejor así. Aún puede sernos útil.
- Pero… yo ví cómo se desangraba…
- ¿Le dijiste algo?
- Claro que no Don Silvio, solo estaba despachándolo cuando de repente comenzó a dar golpes y a pegar tiros como un loco. No dio tiempo a más. Acto seguido el Matabichos le clavó el punzón hasta el tuétano.
-¿Y la chica?
- Está a salvo, no se encontraba allí en ese momento, se acababa de levantar para ir al lavabo, y se libró. Ahora no sé donde está. Yo he estado todo el día declarando. Me han soltado hace dos horas. El Matabichos y Nico siguen detenidos. El Matabichos se ha inculpado de lo del punzón a Barroso, por eso a mí me han soltado.- Escúchame Torrebruno…
- Don Silvio, por favor, no me llame así. Los chicos están empezando a chismorrear y tengo que mantener un respeto...
- “Torrebruno, ese imbécil que jugaba a ser alguien y solo llegó a payaso callejero”.
Será un buen epitafio. Manda a la chica a Italia. Su trabajo ha terminado, y es mejor quitarla de en medio hasta que se resuelva la cosa. Dale vacaciones al resto de las chicas y cierra el garito durante dos semanas. Tú escóndete donde quieras, pero si asomas el culo por algún sitio, si alguien te ve, o si sé algo de ti en las próximas dos semanas, te daré unas largas vacaciones en el Infierno. No hables con nadie, y menos por teléfono, ni siquiera en los de recarga como estos. Solo son seguros si cambias de número cada cuarenta y ocho horas y tu no podrías hacer bien ni eso.
- Si Don Silvio... Si me permite la pregunta, ¿Qué harán Ahora con la hija de Barroso? ¿El plan sigue adelante?
- Eso no es asunto tuyo, de momento.
Di Pietro escuchó cómo Don Silvio le colgaba el teléfono. Estaba furioso. ¿Cómo era posible que le echase a él la culpa? Lo había hecho todo siguiendo instrucciones. La chica había contactado con Barroso y se había metido en su cama ese mismo día, manteniéndolo ocupado mientras él mismo se encargaba de la operación para coger a su hija. Después de eso, según le dijeron, llamarían a Barroso explicándole las condiciones si quería recuperarla. Solo él tenía el suficiente acceso a los rusos como para poder hacer el trabajo. Pero nadie podía imaginarse que Barroso localizaría a la chica en el Georgia en solo dos días. ¿Cómo podía haberlo hecho? Además ¿Qué habría conseguido Barroso si hubiese encontrado a la chica en el reservado? ¿Acaso pensaba que ella lo llevaría hasta su hija? No encajaba. A menos que se tratase de una venganza... que Barroso creyese que su hija ya estaba muerta, o que de todas formas lo iba a estar pronto hiciese lo que hiciese.
Le dolía la cabeza. Di Pietro se encendió un cigarrillo y se asomó a la ventana. Todo parecía tranquilo, pero con el paso de los años había aprendido a desconfiar de la tranquilidad. Demasiada tranquilidad. El vagabundo que hacía dos horas dormía en un banco frente a su portal había desaparecido, dejando en el suelo su botella y sus zapatos. Eso era suficiente. Dio media vuelta, se puso a toda prisa una camisa y unos pantalones que estaban descuidadamente colocados sobre una silla, y sacó la pistola de su funda. Se dirigió a la puerta y, tras mirar por la mirilla, la abrió lentamente. El portal ya debería estar controlado, así que salió al pasillo dejando tras de sí la puerta abierta y se dirigió a la ventana que comunicaba las escaleras del edificio con el patio de luces, la abrió y logró salir por ella. Saltó al patio, hasta el que había una distancia de unos dos metros, y al caer se luxó la rodilla derecha. Reprimiendo un quejido corrió renqueante hasta el otro extremo del patio y trepó por el enrejado de la ventana del entresuelo hasta la ventana de las escaleras del otro portal. Trató de abrirla pero estaba cerrada por dentro, por lo que, desesperado, le propinó un fuerte golpe con la empuñadura de su pistola, cortándose la mano con los cristales. Sabía que tenía solo unos segundos, pues el ruido habría atraído a los rusos. Trató de introducirse por la ventana, y al hacerlo se cortó en el pecho y en los costados con los restos de cristales rotos. Saltó al interior del edificio contiguo y corrió hacia la puerta. Salió y echó a correr hasta la esquina, metió la llave en la cerradura de su Porsche allí aparcado, abrió la puerta y se introdujo dentro. Arrojó la pistola al asiento derecho. Arrancó el coche, levantó la vista y encendió las luces. Ante él una figura iluminada por los potentes focos lo tenía encañonado. En una décima de segundo le pareció ver a su hermana pequeña meciéndose en un columpio en Sicilia, mientras él la empujaba. Debía tener nueve años, y sonreía mientras empujaba a su hermana en el columpio. Era feliz, como nunca más pudo volver a ser. Su hermana reía y él la miraba con los ojos y con el alma, con la nostalgia de quien ve la línea de la inocencia ya detrás, justo detrás. Después ya no vio nada.
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Ocho treinta de la mañana. Ministerio del Interior.

El Director de Inteligencia, Carlos Bautista, esperaba nervioso en la sala de reuniones, sentado ante una mesa ovalada con una pantalla de plasma en la cabecera, y sin más decoración que la madera noble que recubre las paredes. Cuando se abrió la puerta sintió un escalofrío en la espalda. Primero entraron los dos asesores, después el Secretario, y finalmente el Ministro. Tras los saludos de rigor tomó la palabra el Secretario.
-Señor Bautista, como sabe estamos aquí porque a las siete de la mañana nos ha llamado usted convocando esta reunión de urgencia. La agenda del Ministro ha sido cambiada de forma inmediata, por lo que esperamos que lo que nos cuente merezca este esfuerzo.
- Creo que sí. Se trata de la “Operación Costa”. Podría estar en peligro. Esta noche, de madrugada...
- ¿Qué? – interrumpió el Ministro.- Llevamos dos años preparando esta operación – dijo el Ministro con un forzado ademán de contención-. Hemos conseguido infiltrar a tres agentes. Hemos movilizado un operativo de ochenta personas. Hemos gastado ya mas de la mitad del presupuesto de la partida destinada a la lucha contra el narcotráfico para todo el año, ¿y me dices que se puede ir al traste cuando solo faltan unos días para la intervención?. No me jodas Carlos.
- Señor Ministro...
- Déjate de monsergas y formalismos, estamos en confianza.
- Alfonso, no se qué coño está pasando. Los rusos siguen sin sospechar nada, según nuestros infiltrados. El gran alijo debería llegar en la fecha prevista. Todo el operativo está listo y todos los chequeos están OK. El problema no viene de los rusos, sino de los italianos. Al parecer hace treinta y dos horas aproximadamente, un ex-agente de policía llamado Barroso, vinculado a la mafia rusa según parece, irrumpió en un Club dirigido por un italiano, un tal Di Pietro, y la emprendió a tiros con los gorilas. Di Pietro no es un pez gordo dentro de la mafia italiana en España, pero si tiene vínculos importantes con los grandes, al parecer por relaciones familiares, tanto en España como en Sicilia. Parece ser que Barroso no iba a por él, porque lo tuvo encañonado unos segundos y no lo mató, según algunos testigos. El problema es que no parece un hecho aislado o algo personal entre ellos, porque esta madrugada los rusos han matado a Di Pietro junto a su casa. Podría desatarse una guerra entre la mafia rusa y la italiana. Di Pietro era de la familia y todo eso, ya me entiende. Además no tiene sentido que los rusos provoquen un incidente así justo antes de recibir el gran alijo. Deben haber sido los italianos los primeros en mover ficha. El caso es que ahora no sabemos si los rusos abortarán la operación….
- Carlos, después del fiasco en la lucha antiterrorista, necesitamos un golpe de efecto. Por eso esta operación es tan importante. Es necesario tener un éxito rotundo y detener a la cúpula de la mafia rusa y a su entorno. Más que nunca dependemos de una operación como esta. La economía va mal, la crisis internacional, nuestros propios problemas internos… Necesitamos esta cortina. El Presidente me llama todos los días, y no voy a decirle que se puede ir todo a la mierda porque un expolicía corrupto se ha tomado dos copas y se ha liado a tiros en un puticlub. No me jodas.
- Estamos tratando de averiguar qué está pasando. Creemos que la clave puede ser Barroso, pero en estos momentos está en el Hospital, y cuando salga pasará una buena temporada en la cárcel. Mató a dos y dejó a otros dos casi listos.
- ¿Qué necesitas?
- Una autorización para interrogar a Barroso y manos libres para ofrecerle un trato.
- Llamaré al Fiscal General. Mantenme informado y no me falles Carlos, no me falles.
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Once de la mañana. Hospital San Felipe. Habitación 232. Dos agentes de policía custodian la puerta. Otros dos agentes, éstos del CNI, les enseñan sus credenciales y la autorización para interrogar a Barroso. Después entran en la habitación y se encuentran a Barroso mirando al techo.

- ¿Barroso?
- No, soy Batman.
- Déjese de estupideces. Está hasta las cejas y lo sabe.
- Siempre procuro estar hasta las cejas, para no relajarme. Me sienta mal.
- Este vez tendrá tiempo para relajarse, salvo que decida ser mas amable. Hemos venido a ofrecerle algo a cambio de información. Somos del CNI.
- ¿Del CNI?. ¿Qué cojones se está cociendo aquí?
- Eso es precisamente lo que hemos venido a preguntarle.
- Pues entonces todos estamos jodidos.
- Creemos que usted sabe más de lo que cree saber.
- En ese caso mas vale que no diga nada más hasta que me digan qué me ofrecen.
- Barroso, hoy es su día de suerte. Ni Papa Noel podría regalarle algo mejor que lo que le voy a ofrecer, así que no sea gilipollas y sepa valorarlo. Podríamos aliviar un poco su situación. La alternativa son veinte años a la sombra.
- Qué generosidad. Hable antes de que me ponga a llorar de emoción y acabemos abrazados cantando villancicos.