martes, 30 de diciembre de 2008

JULIAN DE OLAVIDE Y ROSAS




Julián de Olavide y Rosas.

Restos de la carta remitida por don Julián de Olavide y Rosas a su Hermano Jacinto, natural de Carboneros, provincia de Jaén. La carta está escrita en un papel limpio de grueso gramaje, con pluma y tinta china, en perfecta caligrafía, redonda y metida, de trazo fuerte y profundo, con tendencia a inclinarse y picar hacia arriba. Se remata con el sello de la familia Olavide y la firma manuscrita de Julián de Olavide, prohombre de Cela, al que tanto debe este pueblo y su iglesia erigida en honor a San Cristóbal, después del terremoto que asoló el pueblo a mediados del siglo XIX. Dicho pliego se conservaba, bajo la guarda de una bibliotecaria senil, en una gaveta acristalada del archivo municipal de Cela asegurada con un escuálido candado herrumbroso, por lo que a nadie debe extrañar que desapareciera mediados los años setenta, siendo su paradero desconocido en la actualidad.

“… y entonces modeló el nuevo mundo y despertó al hombre dormido, prendiendo una llama de luz en su oscuridad e insuflándole el aliento de vida. Bastó ese soplo divino para que el plomo purificado reluciese como el oro, para que renaciese la riqueza donde no se había conocido más que podredumbre. Y así acabó la muerte y dio comienzo la vida, siendo evidente que con ello Cela, como Sinapia, se situó en las antípodas de los pueblos de nuestra querida España.
Por eso Cela, querido hermano, es el lugar soñado donde vivir, donde hacer crecer a nuestros hijos, a nuestras familias, el sitio en el que llevar a cabo todos las obras que con tanta ilusión hemos proyectado.
Por lo demás no te preocupes que Cela espera. Tomate el tiempo preciso, el que tú y tu familia necesitéis. Ordena tus cosas, la administración de la quintería y las fincas, prepara el equipaje y deja Jaén, no lo dudes.
El gigante custodiará la luz; él nos protegerá de la tremenda oscuridad que desoló la vida de los nuestros. Y nunca olvides: Ex oriente lux.
Julián de Olavide y Rosas.”

martes, 23 de diciembre de 2008

EL PADRE DON TOMÁS



Está sentado delante de la chimenea, presintiendo cómo el viento se mueve entre las arboledas, abullonando las tejas, levantando la grava del jardín, con las manos abandonadas en el estomago, absorto en el cuerpo aterido de Hugo que tirita como un perdigón ovillado en una esquina, junto a la leña apilada en una caja metálica y una badila dorada de rabo largo. Afuera ensordece el invierno que se congela en los alerones de los tejados del Ayuntamiento y de la iglesia de San Cristóbal, pero dentro, en la caldeada habitación, sólo se escucha el gruñido herrumbroso de los anclajes de la vieja mecedora de lona y el crepitar de los tallos al ser devorados por las llamas.

Repasa con la yema desgastada de los dedos la sarta de cuentas de un rosario de madera del que cuelga un crucifijo de oro. Se mueve de un lado hacia otro, como el cuerpo de Don Lucas Huete colgado de la encina, y Don Tomás, con los ojos cuajados de lágrimas, llora mientras ruega misericordia: Attende Domine et miserere quia peccavimus Tibi.[1]


[1] Escucha señor y ten misericordia porque hemos pecado contra ti.

sábado, 20 de diciembre de 2008

HORACIO BUENAVENTURA



Parece como si Horacio Buenaventura posara para la memoria. Está de pie, apoyado en una de las esquinas, debajo de la placa de la Calle del Rey, cediendo el protagonismo a la casa; se le ve minúsculo delante de una enorme fachada de rasgos rectilíneos y pesados. Es mucho más joven que cuando fue a recogerme a la estación y esconde en la mano un puro que humea. Mi madre dejó aquella fotografía encima del libro que yo leía y, cuando desperté, me la señaló para mostrarme quién era Horacio, cuál iba a ser mi nueva casa durante un tiempo.
Por más tiempo que luego pasé a su lado, ahora, como lo recuerdo es envarado en aquella pose.


(Dije que no iba a colgar nada más de Hugo y mentí.)

miércoles, 17 de diciembre de 2008

Como bien sabeis los que os acercais a esta sanatorio, estuve como público hace poco tiempo en el programa EL PUBLICO LEE, comentando el libro de Manuel Fernández-Montesinos, sobrino de Federíco García Lorca, "Lo que en nosotros vive".

Si deseas ver por internet el citado programa entra en http://www.radiotelevisionandalucia.es/ porque está colgado en dicha página.

Que conste que soy bastante más estilizado y delgado de lo que aparezco en el programa, por lo que no es un bulo que la tele engorda. Para el próximo programa prometo dieta.

Un abrazo,

Pepe

jueves, 11 de diciembre de 2008

HISTORIA


NOTA: Con este fragmento concluyo la exposición de la historia de Hugo y el robo de nubes. Que conste que pienso continuarla, pero una vez definidos los personajes que han cincelado el perfil de Hugo -su padre, madre, abuelo, el pueblo...-, la historia, neceariamente, tiene que ser más extensa, y por ello exceder del cometido del blogg, que no es otro que alguien lea lo que escribo. Todos convendremos que entradas como la que ahora voy a poner, que sería el principio de la historia, no la lee ni el mismísimo Dios de las alturas.
Cuando la termine, si es que ello sucede, prometo pasarla a quien la quiera leer. Estemos donde estemos; haya pasado el tiempo que haya pasado.
Pepe
EL COMIENZO DE LA HISTORIA.

La mañana en que Don Lucas Huete se balanceaba desnudo, colgado de la rama de una encina, con el cuerpo perlado de una fina escarcha, que le daba un aspecto de frescura, como de recién levantado, en Cela, el alcalde aseguraba al Gobernador Civil que al pueblo le estaban robando las nubes.

El bando municipal expuesto en la puerta del bar Regio había congregado en la plaza del Ayuntamiento a la mayor parte de los vecinos del municipio, que veían con preocupación cómo ese año apenas si había llovido, por lo que sus cosechas de cereal escasamente espigaban un palmo del suelo, y los almendros y árboles frutales se levantaban en las solanas como esqueletos raquíticos devorados por un viento seco y empolvado, inusual en la memoria de los viejos del lugar para aquellas alturas de año.

El caso es que, como digo, el cuerpo de Don Lucas Huete, ausente de alma, tieso como una vara, sujeto por una soga de cáñamo trenzado, que se anudaba a la horcadura de una rama desprendida del tronco de la encina como un brazo extendido en el albor del amanacer, era un péndulo mortificado, y su movimiento continuo y lento de uno a otro lado, acariciando con la planta de los pies desnudos la hierba alta que había crecido junto al árbol divino, al arropo de la densa sombra que producían unas gordas y frondosas ramas, nutridas con el abono de las cagarrutas de los jabalíes, hacía evidente que no se avecinaban buenos días para Cela, donde no se guardaba memoria de un hecho de ese calado, desde que Donato Alférez, “El Teniente”, que regentaba la tienda de ultramarinos y bebidas espirituosas del pueblo, se quitó la vida hacía unos años, según me habían contado. Aunque en su caso todo el mundo lo vio comprensible y no hubo quien no se pusiese en su lugar, puesto que desde que un grito de dinamita le reventó los tímpanos en una cantera de áridos, en su cabeza no paraba de sonar la marcha militar con la que juró bandera en el regimiento de Regulares de Melilla interpretada por una banda de tambores y trompetas, por lo que para silenciar los sonidos que tronaban en el silencio de su cabeza, no encontró más remedio que volarse las sienes con un revolver que había comprado en el estraperlo allá por los Años del Hambre.

Si el helor de la noche había congelado el musgo que trepaba por los troncos, junto a los zapatos acharolados de domingo de Don Lucas y sus calcetines negros de hilo sin costuras que tanto bueno le hacían para la circulación, el sopor de los días acabó por desorientar el juicio del campo en Cela, que equivocó la floración de matas y flores, entregando su fruto a una quemazón inevitable y lujuriosa de estambres y pistilos. No ha de extrañar que aquel día la llegada del Gobernador Civil estuviera huérfana de los geranios y rosales con los que el pueblo acostumbraba a acicalar sus calles, rejas y balcones, en los días festivos.

Con el sol en su cenit, a la altura del medio día, empezó a arreciar un sol ardiente que se descargó sobre la turbamulta congregada en la plaza del Ayuntamiento. Descendía recio contra los muros de piedra, sobre los terrados de las casas antiguas que con el Ayuntamiento daban una peculiar forma rectangular a la plaza, y brillaba rubio al escurrirse en la piel desnuda de los manifestantes que se habían despojado de sus abrigos y chaquetas, entre los regueros de sudor colectivo que daban un aspecto pudibundo y maloliente a la plaza. No fue sólo el olor, ni el gentío, lo cierto es que no me pareció oportuno estar presente en aquella concentración vindicativa que reunió al pueblo en demanda de agua por no ofender a mi recién estrenado maestro, que apenas unos días antes había despachado con una negativa el encargo profesional que el alcalde y algunos terratenientes de la comarca le habían efectuado, con el fin de querellarse contra ciertos empresarios de la provincia limítrofe que, a su juicio, estaban esquilmando el cielo de nublos. Sentados delante de la mesa de Horacio Buenaventura, azuzados por la flema que daba al despacho la altura de sus techos, los libros apilados en los oscuros entrepaños de roble y el pasillo de metal y madera volado sobre sus cabezas, explicaron a Horacio que era evidente el interés de los empresarios dedicados al cultivo intensivo de que no lloviera en la comarca, pues con ello se mermaban los rendimientos de sus cosechas tempranas de tomates, pimientos y calabacines, y además, contaban con el testimonio de más de uno que aseguraba haber visto volar unas pequeñas avionetas que iban dejando una estela, que ellos afirmaban que la producía el yoduro de plata al ser irrigado sobre los cielos de Cela y su comarca, con la que se volatilizaban las nubes; y que fuera de martingalas y encantamientos, los hechos eran hechos, que una nube no duraba encima del pueblo ni mediodía.

“Mario, la toga se viste para defender la razón o la vanidad; para las causas irracionales están los políticos y los manicomios.”, me dijo en aquella ocasión, y yo, por no ofenderlo, creí conveniente ese día escaparme del pueblo y echar a andar por el camino que faldea la sierra, por las trochas abiertas entre las retamas resecas y punzantes. Fue en ese paseo cuando oí mentar por primera vez el nombre de Don Lucas Huete.

Al torcer por un recodo del camino, por encima de las albarradas de piedra y barro que cercaban una finca donde el ganado se abrevaba con cubas de agua de la sierra, y se apacentaba, a falta de pastos de la tierra, con balas de paja traídas desde la comarca vecina, se levantó una columna de polvo enharinado que serpenteaba con el camino como rabo de lagartija y se hacía cada vez más densa y bulliciosa a medida que se acercaba a mi puesto. Al parar a mi lado, yo ya me había protegido pegándome al muro y tapándome la boca con la bocamanga de mi camisa. Quitó con las dos mano, casi a golpes, el cristal de la ventana que estaba sujeto con una guita a la manivela de la puerta, y que quedó balanceando, colgado, por fuera, repicoteando en la chapa del coche, y el conductor, con la boca doblada, aturullado, me preguntó por la Guardia Civil: -¿Ha visto usted a los Civiles? Don Lucas se ha matado. Allí, allí,…ahorcado- me señalaba a trompicones, volviéndose hacia atrás, con medio cuerpo asomado por la ventanilla y dirigiendo su brazo y el dedo índice hacia la Rambla del Puerto. En cuanto le advertí de la visita del Sr. Gobernador y que los dos Guardias del puesto estarían en la plaza, hizo rechinar las ruedas y siguió su camino a toda prisa, levantando tras de sí densos penachos de polvo que flotaban en el aire como el polen en primavera. La visión ensombrecida del camino que se perdía vadeando los roquedales y los terraplenes de la dehesa, la estela de insectos despachurrados en las rodadas del camino y el vuelo de los pájaros que blincaban en el aire por delante del coche, me empujaron a dar la vuelta y volver al despacho, a mi casa.

Aunque todo el mundo achacó la muerte de Don Lucas Huete a una suerte de lastimosa fatalidad, con el tiempo tuve la escabrosa certeza de que, por el contrario, las acciones humanas siempre esperan pacientes su correspondiente reacción.

domingo, 7 de diciembre de 2008

CELA. LA MEMORIA EN PENUMBRA.



La imagen del pueblo se debilita al remejerse la luz y la oscuridad en el laberinto de sus calles y plazas. Cela esconde sus formas, emborrona sus edificios, disimula los afeados tabiques de ladrillo que ciegan las casas derruidas por el desuso al toparse la noche con el día. A esas horas los ruidos se escabullen por las esquinas, azuzados por el viento frío de la sierra, y las últimas luces se guarecen al arrimo de los apliques de los zaguanes y portales, encendidos como serenos.

Su perfil es el de un pueblo del sur, construido en la falda de una montaña, con una iglesia levantada en honor a San Cristóbal, desde cuyo campanario, abriendo hueco entre las nubes que ensombrecen los valles, en días claros, se ve nítido el mediterráneo. Salvo la casa de Horacio Buenaventura, el abogado, y el Ayuntamiento, sus edificios son achaparrados, de una sola planta y cámara, de paredes encaladas y tejados a dos aguas tachonados de chimeneas de ladrillo rojo.

El olor de Cela, el que ahora me atrae el recuerdo, es el de la jara que arde en sus braseros desde principios de octubre, el del ramón de los olivos y acebuches en enero, el del almendro en flor a finales de febrero, o el de las retamas y aliagas en primavera. En ese olor también se encuentra la vida de Cela: el campo. Desde que la compañía minera decidió cerrar las canteras y se marcharon los ingleses, no existe otra ocupación en el pueblo, para los que no han emigrado a la lejana Cataluña, que labrar los bancales y rogar al cielo que sea benigno con los sembrados de cereales.

Adelgazo la voz para recordar las calles vacías de Cela y yo solo, en el empedrado de la Calle de La Amargura, atento al roce de mis pisadas al pasar delante de la casa de Hugo. La memoria, como la penumbra, embellece Cela, y me recuerdo arrebujado en un desgastado abrigo, sellado en el cuello con una bufanda de cuadros rematada con tiras de lana marrón, recorriendo la plaza del Ayuntamiento, el Paseo del Porvenir… Y mientras, Hugo en mi cabeza, haciendo como que se va, pero siempre quedándose.

En la comarca se dice que el frío de Cela, el que sopla desde la montaña impregnado de jara, es tan limpio, tan sano, que provoca enamoramientos, ensoñaciones, y a veces me pregunto si no habré sido yo, como Hugo, otra víctima de ese extraño sortilegio.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

EL PUBLICO LEE.


Interrumpo la serie de entradas referidas a Hugo y el misterio de sus nuebes, para deciros que el escritor Manuel Fernández-Montesinos, autor de “Lo que en nosotros vive”, es el invitado al programa EL PÚBLICO LEE, que presenta Jesús Vigorra y que se emite el domingo 7 de diciembre en CANAL SUR 2 ANDALUCÍA a partir de las 19:30 horas.
Participo en dicho programa como lector, y la verdad, para mí va a ser toda una sorpresa verme en televisión, así que quien quiera compartir ese rato con un libro y conmigo, que sintonice la referida cadena a la hora programada.
El blogg del programa lo podeis encontrar en la siguiente dirección.
Pienso que no debe de haber problema alguno en verlo a través de internet en la siguiente dirección:
Se prohiben todo tipo de comentarios jocosos e hirientes en los días posteriores, sopena de dar cumplida venganza en cuanto pueda.
Posdata: La siguiente entrada será sobre Cela, el pueblo de Hugo. En cuanto tenga un hueco la escribo.
Abrazos y siempre salud