jueves, 29 de enero de 2009

6.-



6.- Con Agustín Rebollo ya dentro del despacho, y antes de que pudiéramos levantarnos para darle la bienvenida, se coló en la estancia Amos Palafrén, que en un santiamén estaba sentado en uno de los sillones, liando tabaco y pidiendo lumbre, con una pierna encabalgada encima del reposabrazos.
-No creerás ni por un momento que ese hombre se ha suicidado, ¿verdad?
-¿Tú qué crees? –le repuso Buenaventura.
-La garganta, los ojos, las marcas en los sobacos…Tiene forzadas las articulaciones de las rodillas y los codos. Yo diría que lo trasladaron hecho un paquete en el maletero de un coche, y claro, al bajarlo aquello estaría empajado, como si lo hubieran disecado, por lo que no cabría más remedio que estirarle a la fuerza las piernas y los brazos. No me cabe la menor duda de que cuando lo colgaron del árbol, ese cabrón estaba más muerto que vivo. Ya se lo he dicho al sargento, pero me dice que me meta en mi librería y deje de leer las novelas que vendo, que nublan el seso. Sabrá el zopenco de libros, ni de cuándo uno está vivo o muerto.
-Bueno Amós, tendremos que esperar a la autopsia, que a buen seguro será reveladora.
-¿A la autopsia?, pues como no te des prisa me parece que vas a tener que diseccionar el mármol de la lápida, porque creo que lo entierran esta tarde. Dicen que ya se cumplen las veinticuatro horas, y el tío empieza a oler que apesta, aunque la verdad es que en vida no gastaba mejor aroma. Advierten los vecinos que al salón de Lupe hay que entrar embozado.
-Estamos rodeados de retrasados y tontos del culo. Vamos Mario.
Con la fina ironía del librero retumbando entre las paredes del despacho vacío, salimos todos de la casa y nos dirigimos con prisa a la casa de Lupe, espantando el olor a incienso que subía calle arriba y el sonido lejano del viático que Don Tomas administraba al alma en pecado de Don Lucas Huete.

viernes, 23 de enero de 2009

MÁS


5.- Me pregunto si fui yo el que escapé de Cela o acaso fue el pueblo el que decidió mi abandono.
Ella ahora está aquí conmigo, con nuestro hijo. No hubiera sido capaz de volver sin ellos. Diez años son tantos…, y tengo la sensación que no haya pasado ni un minuto de todo aquello: la estación, Agustín, el viejo Dodge negro, los ladrones del agua y Don Lucas Huete balanceándose en la jara... Se lo debo a él, a Horacio; bueno y a Marina, al padre Damián,… Coge fuerza y empieza; ella sigue aquí. En su día soñé que se quedaría conmigo y aún ni la conocía. Aún se sonríe cuando se lo recuerdo. Yo dormía en el sofá a media tarde y su voz se dejaba caer por el hueco de la escalera como el agua derramada, serena y mullida; aún con el duermevela a cuestas, me levanté buscándola por el rimero de habitaciones de la planta baja y el primer piso, persiguiendo su voz enlatada. Llegué a mi cuarto y allí estaba, dentro de la luz del televisor. Primero sacó una mano, luego alargó la pierna que apoyó de lado, en el suelo, y enseguida tiró del resto del cuerpo, llevándose por delante los adornos que estaban junto al televisor y el pañito de hilo tejido a mano por Magdalena, la mujer de Agustín, para plantarse delante de mí con el micrófono en la mano: ¿eres tú el ladrón del agua?, me preguntó; y sin necesidad de abrir lo ojos, supe que se iba a quedar conmigo siempre.
Y tú, hijo, sigue durmiendo. Estoy persiguiendo con la yema de mis dedos el rastro de sombra que bordea la mejilla de mamá y me entretengo en el lunar que tiene justo debajo de la boca, como si el contorno de su cara fuera el patrón de todo lo que ahora quiero recordar, como si con ella rebobinara los recuerdos. Tengo que bajar la persiana, aun no ha amanecido del todo y no quiero que ellos despierten cuando arrecie el sol contra la ventana. Merecen descansar. Anoche ató la cuerda a la manija y no sé si voy a poder soltarla sin hacer ruido, estas persianas de madera son imposibles y pesan un quintal… Me olvido de que estoy aquí, en Cela. Venir de nuevo no ha sido fácil, lo sé, pero ella lo ha entendido, Horacio lo merecía. Al principio no logré seguirlo. La amapola estampada en aquel folio en blanco, como un borbotón de sangre, enviada en un sobre sin remitente con el matasellos de Cela. Y yo no comprendía. Y luego todas aquellas fotos de mis primeros años en Cela, una cada día, sin texto, sin más mensaje que la compañía de una amapola disecada. Fue Magdalena la que me lo dijo. El paso del tiempo hurgaba en sus recuerdos y ya apenas si los reconocía, pero de mí se resistió a olvidarse, conmigo no se entregó tan fácil. Amapolas contra el olvido, amapolas con las que sostener los recuerdos, amapolas para que yo tampoco olvidara. Ese fue su consuelo antes de que la vida se le desvaneciera con el paso de los días, antes de que la esperanza tiritara rabiosa, como una garganta después de haber gritado.

Quiero dar una vuelta antes del entierro. El pueblo está tan cambiado… Cuando llegué todo daba la impresión de avejentado, como en desuso. Todo era más viejo que antiguo. El abandono de los acebuches en el campo torcidos por el viento, las casas derruidas junto a las cunetas con pintadas emborronadas de la UCD y desgastadas declaraciones de amor, la carretera recortada a lo lejos por encima de las lomas, serpenteando al angostarse en los pasos elevados por encima de las ramblas, los mojones blanqueados devorados por matas y pinchos, escondiendo la distancia del pueblo: Cela diez kilómetros, Cela cinco…, y Cela que parecía que nunca llegaba, las abuelas recogidas en sus ropas enlutadas y rancias, los pocos hombres que no habían emigrado a Andorra o Barcelona, vestidos con petos azules, subidos en los tractores, anclados con soldadura bíblica a la tierra que los vio nacer, y en la plaza, la gente joven desesperanzada y mantenida a base del subsidio y las peonadas que repartían a escote su pobreza, su ruina, sentada en los bancos, fumando tabaco negro y barato, sin oficio, ni prisa… Ahora sin embargo me cuentan que ya no hay paro, que todos están volviendo al pueblo, todos regresan con el dinero ahorrado a montar sus negocios aquí. No sé si el cambio ha sido para mejor, no lo sé. A ver qué me cuenta hoy el bueno de Agustín, ahora que ya se ha quedado definitivamente sólo. Primero Magdalena, tan de repente, tan injusta su muerte, y ahora Hugo… Agustín aguantará, seguro que aguanta.

Marina tampoco reconoce el pueblo. Le gustaba más el que conoció entonces, rodeado de jaramagos y espartizales, el día en que Don Lucas Huete murió y a Cela le robaban las nubes. Lo cierto es que la ciudad nos está matando. Deberíamos de escaparnos, de huir definitivamente, aunque sólo sea por él, por Mario. Pero no me atrevo a proponérselo. Todavía sigue trabajando en televisión, bueno ya no es reportera, pero su trabajo está en Madrid, cómo podría llevármela a ningún otro sitio. Siempre me cuenta que no sabe hacer otra cosa y yo, a estas alturas, no puedo pedirle que se aventure conmigo, no ahora, y con Mario tan pequeño… Pero me gustaría tanto dejar aquello, volverme al campo, como entonces.
Quizá el revisor tuviese razón y Cela no me haya dejado irme del todo.

martes, 20 de enero de 2009

SIGO CON LA HISTORIA



4.- Caminaba con el pensamiento encajonado en el recuerdo inquietante del señor Huete colgando de la encina, en la imagen de Marina sonriendo al imputarme el robo de las nubes, en Hugo tumbado entre arriates, mirando al cielo, añorando sus nubes, cuando, al abrir la puerta de la casa, repentinamente, se despejó el desorden que distraía mis cavilaciones con la perfección del silencio que se había instalado en la umbría del zaguán, en el que zumbaban tranquilas varias moscas. El contraste con el calor de la calle, la dócil oscuridad dosificada por las persianas echadas, daba a la casa una sensación de hogar que echaba en falta desde mi llegada a Cela, donde no podía de dejar de sentirme como un intruso. Me senté en uno de los escalones; las piernas flexionadas, la cabeza dejada caer hacia atrás, presionando las vértebras, después abatida entre los hombros, regostado en el momento, apropiándome de la situación, reteniéndola dentro, sorbiéndola con la respiración, volviendo sobre aquellas cosas que creí abandonadas y que reencontré en el silencio que durante siglos se había amasado en el zaguán de la casa de Horacio, al arrimo de una mole de piedra y argamasa. Repasaba con los dedos la veta de la madera barnizada del peldaño, uno de sus nudos, y sentí cómo unas notas musicales, suspendidas en el aire, subían por las escaleras y se perdían tras colarse por la tronera del primer piso. Las busqué amusgando los ojos, inclinando la cabeza; la música se desplazó sinuosa por el pasillo, acariciando los muros, acompasando el movimiento del pabilo de una vela que ardía en un quinqué rebosante de cera apelmazada. El Tannhäuser. Y entré en el despacho.
Horacio estaba sentado de espaldas a la puerta, en un mullido sillón de piel tornasolada, raída en ambos lados, en los que se intuía el nogal de los reposabrazos, protegida por un antimacasar bordado en hilo, deformado y pasado por la erosión de la cabeza. El humo de un habano, formando volutas en forma de arabescos de porcelana, manaba del sillón desordenado y denso, impregnado de la luz amarilla de una lamparilla de pie, dando al despacho un aspecto de tugurio. Al entrar, me levantó la mano; con la palma extendida me exigía silencio.
-Mal vamos si te tengo que pedir que te calles cuando suena Wagner.
-Perdone Horacio, pero es que ha pasado algo que querría contarle, y al oír que estaba aquí, y que no había visita…
-Siéntate y calla. No hay nada que tenga tanto interés como para merecer que interrumpamos a Wagner. A mí hace tiempo que se me pasaron las prisas y hoy tenemos todo el día para hablar. Siéntate anda.
El canto pesaroso de los peregrinos anunciaba el final del acto, y él se despegó del asiento, que se le ajustaba como un guante, con las apreturas de su peso, tirando de los tirantes que aguantaban los pantalones del traje y mordiendo con ternura el habano. Lo dejó en el cenicero de su mesa y al ponerse la chaqueta que colgaba de la manga en un perchero de latón con las escarpias retorcidas y bruñidas por el roce de los abrigos y las togas, creí notar que lloraba. Se me fue la mirada fingiendo distracción, escondiendo una cierta vergüenza.
-A quien no se le encoge el alma con el Tannhäuser no creo que pueda tener ni un buen pensamiento –dijo, saliendo al paso de mi gesto. –A ver, ¿qué pasa?, dime.
“In media res”. Le solté que Don Lucas Huete, avinagrado, se había quitado la vida colgándose de una rama de encina; así, sin más trámite, para qué darle vueltas al asunto. Moviendo despacio la lengua dentro de su boca cerrada, como reteniendo una contestación, Horacio se sacó con los dedos unas virutas de tabaco de la comisura de los labios y escupió al aire. Seguía mirándose las yemas de los dedos y me preguntó: “¿Por qué sabes que ha sido un suicidio? Ese hombre lo tenía todo: dinero, salud, hacienda…, y ahora, incluso, acababa de tener un hijo; dime entonces ¿por qué aseguras que se ha suicidado?”
Había dado por evidente lo que el vecino de Cela me había dicho en el camino de la Rambla del Puerto y así lo repetí, y ese día, por primera vez, Horacio actuó como el maestro que, luego, siempre fue.
-Mira Mario, todos los hombres esconden un secreto, ocultan una razón, y los abogados nos pasamos la vida entera queriendo darles luz o esconderlos, a conveniencia. No te apresures en tus juicios, porque a lo mejor esclareces lo que debe permanecer escondido. No te lleves a engaño Mario, el fiel de la balanza está deformado; ya nos encargamos todos de que esté lo suficientemente torcido.
Con esas palabras, Horacio Buenaventura hizo tambalear los patrones de integridad en los que había cimentado mi vocación de abogado: la ceguera de la justicia, el homogéneo y general sometimiento al imperio de la ley, la necesaria imposición de la norma, ajena a la condición del justiciable… Y él lo expresaba de una manera devastadora: el fiel de la balanza está deformado.
Lo que luego siguió remató mi desconcierto.
-Echa para un lado la alfombra y agáchate –me pidió.
-¿Qué?... ¿Dónde?
-Agáchate, ahí mismo, donde estás. Dime, qué ves.
Al levantar uno de los lados de una amplísima alfombra de Crevillente, sólo pude distinguir varias baldosas blancas, tachonadas de dos hileras de puntos discontinuos y dispersos, sin orden aparente.
-Súbete arriba, a lo más alto de la librería, y dime desde allí lo que ves.
No sabía a qué conducía el envite de Horacio, qué tenía aquello que ver con Don Lucas Huete, pero, incapaz de desobedecerlo, subí por la escalera de caracol hasta un pasillo volado a media altura que recorría el perímetro de la habitación, y entonces miré hacia abajo.
-¡No! ¡Más arriba, más arriba, te he dicho! – alzó la voz y me empujaba con el dorso de su mano hacia las estanterías del techo, a las que se accedía por una escalera de madera que apoyaba justo en el centro de una de las paredes, dejada caer en unas baldas sin libros y, cuando llegué arriba, volvió a preguntarme por lo que veía en ese momento.
Había retirado el resto de la alfombra y apartado algunos muebles, y ante lo que vi no pude articular más palabra que un balbuceo de asombro que se me agarró en la garganta. El suelo del despacho era un gran mosaico, un enorme puzzle que mostraba una espiral de color negro y rojizo. Todas las líneas partían del centro de la espiral, de un círculo oscuro, y se repartían por la habitación de forma ondulada hasta acabar ensanchadas en su contacto con las paredes del despacho.
-Sujétate a la baranda y dime qué ves ahora, Mario. ¡Dime, qué ves!. ¡Sujétate fuerte y dime! –gritaba.
No sabría cómo explicarlo, pero la vista se me fue al núcleo de la espiral, y entonces pareció como si el piso del despacho se abalanzara contra el techo, engulléndome con él, para, de repente, alejarse nuevamente hacia un doble fondo, un sótano, profundo y oculto debajo del piso. Cientos de baldosines, como teselas disimuladas, se presentaban a mi vista con la forma de un enorme ojo, cuya retina se dilataba como el diafragma de una cámara fotográfica por el efecto que provocaban los trazos delgados y gruesos de la espiral. En unas décimas de segundo, volvió a envestirme el círculo oscuro al emerger desde el fondo de nuevo, como un cadáver hundido en la profundidad de un estanque que emerge flotando hinchado; la retina parecía el agujero de un embudo, embebiendo todo el despacho, deshaciendo las formas rectilíneas de los estantes y vitrinas, fundiendo los perfiles de los libros y enciclopedias que se deformaban dúctiles como el plomo, tragándose la luz cenital que se derretía por el lucernario de la azotea. Ante la embestida, las piernas me flaquearon y tuve que asirme a la baranda con las dos manos porque temí que iba a caer desde la altura. Al bajar todavía notaba el mareo que me produjo el verme engullido por la mirada de un cíclope, pero, sobre todo, me tenía rendido el desconcierto. En todo el tiempo que llevaba en la casa nunca pude imaginar que los desordenados trazos oscuros que se podían ver en algunas baldosas del suelo, las que no estaban tapadas por la alfombra y los muebles, no eran otra cosa sino piezas de un puzzle cuya finalidad no alcanzaba a comprender.
-“El ojo que todo lo ve” –dijo Buenaventura agarrándome por los hombros, ayudándome a sentarme-. Lo mandó poner mi bisabuelo, lo conservaron mi abuelo y mi padre, y yo lo he heredado. Es el pedigrí de una estirpe jurídica, el símbolo de una vida dedicada a la jurisdicción. Como puedes ver nada es lo que parece. Todo detalle, por nimio que te parezca, forma parte de algo superior, de mayor complejidad. Nunca te pronuncies hasta que tu perspectiva te permita verlo todo con claridad, en su conjunto y, hasta en ese momento, pon en cuarentena tus opiniones.
Estaba arrellanado en la seguridad del sillón, restregándome las cuencas de los ojos con las palmas de las manos, espantando el vértigo.
-Hace media hora ha venido Lupe a contarme que Lucas Huete se fue de la casa anoche, muy alterado.
-¿Entonces? –le repuse esperando el final del acertijo.
-A su hijo no ha dado tiempo ni de bautizarlo ni de inscribirlo. Como no estaban casados, Lupe va a tener un pequeño problema. El encargado del Registro Civil no le va a dejar que el niño lleve los apellidos de Lucas, y por tanto difícilmente le va a poder suceder. Ya se lo dijeron ayer, cuando fue a asentarlo. Le van a poner los apellidos de la madre, con el orden cambiado, como sin duda sabrás que se hace en estos casos. Eso es lo que tienen las relaciones “more usorio”…; cuando conscientemente te alejas del Derecho, el Derecho suele dar la espalda. De todas formas, de que el niño lleve los apellidos que le corresponden y que herede lo que por ley le toca, nos vamos a encargar nosotros.
Tiraba de un mueble para colocarlo en su sitio.
-Dices que apestaba a alcohol ¿verdad? –eso es lo que comentó el que lo había encontrado-. Pues tienes que saber que Lucas Huete era completamente abstemio. Nunca se le ha visto gastar un duro en un chato.
En ese momento se oyeron dos suaves coscorrones contra la puerta y Agustín Rebollo pidió permiso para entrar. –Da usted su permiso.

miércoles, 14 de enero de 2009

MÁS HISTORIA



3.- El día en que Don Lucas Huete apareció colgado, Cela estaba tomado por periodistas y jóvenes barbudos pertrechados con cámaras y petates, que se habían hecho eco de la pintoresca noticia de que unos ladrones no dejaban en el cielo del pueblo ni las bardas. Recuerdo que en aquella época prácticamente no veía televisión; además, por entonces, en Cela aún no se sintonizaban bien las cadenas privadas, por lo que no la reconocí cuando me preguntó qué eran las bardas: -Tu alcalde dice que no os dejan ni las bardas, ¿qué son las bardas?-. Me había cogido de improviso y me ruboricé antes de señalarle una nube estirada y oscura que se perdía al fondo, por encima de la línea del horizonte, en donde se adivinaba el azul del mar y el olor de la brisa que se movía a lo lejos: -A esas nubes se les llama bardas. En cuanto levanta el día es normal que se disipen. Nadie las roba. ¡Ah!, y no es mi alcalde, yo soy nuevo aquí y estoy de paso- le dije, escondiendo la mueca del labio que heredé de mi madre y que siempre revela mi timidez.
-Pues para ser nuevo aquí y estar de paso sabes mucho de nubes. A ver si eres tú el ladrón del agua a quien todos éstos buscan –dijo sonriéndose y señalando al gentío que todavía se agolpaba en la plaza, debajo de una gran pancarta que rezaba “Cela tiene sed”.
Cuando desde la esquina me volví a mirar a Marina, a la entonces joven y prestigiosa reportera televisiva Marina Mantovani, ella se alisaba el pantalón con las palmas de las manos y se abullonaba las mangas pillando sus hombreras con los tirantes del sujetador. Estaba delante de una furgoneta blanca desde la que un barbudo y desaliñado cámara le contaba hacia atrás, bajando los dedos de su mano izquierda extendida, antes de entrar en antena.
Eran las doce del mediodía y un sol irritado por el frío de la noche aplastaba las sombras contra el suelo derretido, calentando las tuberías por la que discurría el agua pocha de una fuente pública llamada de Los Siete Caños. La luz del día se irisaba en los tejados de uralita y los manifestantes calmaban el bochorno con botijos, sombreros, gorras o pañuelos anudados en la cabeza.
Al pasar por un descampado, cerca de la estación, camino de casa, me encontré por primera vez con Hugo Garrido. Estaba tumbado, mirando el cielo raso sin poder contener las lágrimas. Le pregunté si podía ayudarle y él, sin mirarme, me repuso -¿Sabe usted dónde se han ido mis nubes?

sábado, 10 de enero de 2009

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2.- “Muchacho, ten cuidado, este pueblo es retorcido y no permite deserciones”.

Ésas fueron las palabras con las que me despidió el revisor, con el tren traqueteando para echar andar y la puerta del vagón aún abierta, con una risa extraña que le lucía por encima de una mella. Allí estaba yo, en medio del abandono, en una estación avejentada, de techos extrañamente viciosos, repletos de matas de pinchos y retamas secas azuzadas hacia el centro de la techumbre por el vértigo de la altura, y una fachada enjalbegada con los trazos discontinuos de una sucia riada, observando el polvo y la hojarasca arremolinarse en los bajos de la reja de una puerta herrumbrosa cerrada con candado, dándole vueltas a la advertencia del revisor. Me intimidaron tanto el movimiento solitario y pausado de una cuerda anudada a las argollas de dos postes metálicos, en la que presentía que podrían estar saltando a la comba aquellos que ya no tienen trenes que coger, como la evidencia de que fui el único que se bajó en Cela, de que nadie tampoco esperaba en la estación para coger el expreso que salió de madrugada desde Granada. No tuve que esperar mucho tiempo allí parado, cavilando, con mis maletas en los pies, sin atreverme a sentarme en un banco de obra desconchado, para que Agustín Rebollo apareciera de repente y, cogiendo los bultos, me acompañara al coche en el que esperaba Horacio Buenaventura, con quien había venido yo a ejercer de pasante a Cela. Horacio no conducía pero, desde el asiento del acompañante, no separó su vista del camino de vuelta, atento a las hileras de chopos que flanqueaban la carretera, a los vecinos que reposaban al abrigo de la sombra de las chumberas, por lo que no vio a bien dirigirme palabra alguna en todo el trayecto desde la estación a la casa. Yo por mi parte me refugié en la aridez del terreno, el azul limpio de la mañana, para esconderme del enrarecido ambiente que se respiraba en el Dodge negro. Nadie podría reprocharme que entonces dudara del apego que mi madre decía que Horacio profesaba a la familia, no en vano se crió con mis abuelos después de perder a su madre en la Guerra Civil y de que a su padre lo dieran por desaparecido en el camino del exilio hacia Méjico. Pero bueno, lo cierto es que el viejo abogado, no sin un distanciado desapego, que luego pude darme cuenta que no le era innato sino que lo imprimía la profesión, antes de poner fin a su larga carrera, aceptó sin más reticencias que su profundo descreimiento en la Justicia, tutelar mis primeros años de ejercicio.
La gravedad de la advertencia del revisor se me repitió durante las silenciosas y largas noches de desvelo, y se me hizo más inquietante al conocer que también Buenaventura se había exiliado en Cela años atrás. Y a mí me angustiaba el hecho de saber que él aún seguía allí, que nunca abandonó Cela.
Me bajé del Dodge negro tirando de la maleta y, con la imponente casa allí delante, empequeñecido, me di cuenta que recordaba perfectamente la piedra natural gastada y sucia de la fachada y los fríos y austeros mármoles con que se habían revestido los emplomados de ventanas, puertas y dinteles. Por fuera, además de su altura, que destacaba sobre la rasante de los tejados, resaltaba por debajo del frontón que se abría a la calle del Rey, guarecida en una hornacina adintelada, la imagen de un gigante San Cristóbal que portaba en sus hombros a un niño que sostenía un globo terráqueo. La escultura formaba parte de la iglesia a la que el santo daba nombre, si bien, con motivo del terremoto acaecido en Cela en el XIX, se decidió trasladarla para que presidiera la fachada de la casa de los Buenaventura. Ya en su interior, un babel de estancias y compartimentos, arremolinados en torno al tiro de la escalera en un orden laberíntico, se repartía en tres plantas independizadas por gruesas puertas de doble hoja dispuestas en los rellanos y una buhardilla. Encima del pretil de cada una de las puertas, como profundas cicatrices, rajaban las paredes unas troneras afiladas que remarcaban en el edificio las hechuras de fortaleza que se adivinaban por la robustez de sus muros exteriores. La casa, en su día cedida por la familia Buenaventura para servir como instrumento de la justicia y el orden, fue construida para acoger la sede judicial de la comarca, de la que Cela era cabecera de Partido Judicial. Y a ese cometido se destinó desde su construcción, bien entrado el siglo XVIII, hasta mediados del XX, si bien, desde que falleció el padre de Horacio, ya recuperada del demanio y una vez se tabicaron las ventanas y se le aseguró su techumbre con una cimbra de madera, bien apuntalada por andamios levantados con puntales de metal para evitar que su caída pudiera hacer un daño irreversible al tiro de escaleras, permaneció cerrada, bajo la custodia del hombre de confianza de la familia, Agustín Rebollo, hasta que Horacio tomó la decisión de regresar a Cela y devolverla a la vida restaurando su interior.
La restauración sirvió para evidenciar que la casa se había diseñado como un magnífico utensilio, de formas alambicadas y recónditas, al servicio de La Justicia. Ante la perplejidad del maestro albañil, que observaba incrédulo las plomadas que colgaban de las cuerdas que cuidaban de la verticalidad de las obras, el pasillo que se iniciaba en el zaguán para desembocar en el que ahora era el despacho de Horacio, era aún más angosto que el resto de corredores de la casa y, aunque era difícil de apreciar de forma consciente, se iba estrechando progresivamente conforme uno se acercaba a la puerta. Esa disposición cumplía su misión, era otro de los secretos que guardaba la arquitectura de la casa, que había sido diseñada para magnificar una sala de estrados, enormemente amplia y espaciada, y cuyo techo se elevaba del suelo no menos de cinco o seis metros, con altas paredes forradas en madera, emparedadas con libros que magnificaban la inteligencia de los siervos de la justicia. A media altura, en el pasillo volado que recorría el despacho, dos pequeñas garitas servían para que los alguaciles custodiaran el orden de una sala, sobre la que se rociaba la luz tamizada que recogía una gran claraboya que repartía de forma dispar la iluminación por encima de las cabezas de los justiciables, dando una luz densa y homogénea al estrado reservado para su señoría, y dejando en una inquietante umbría las bancadas del público y los reos. Para un crédulo, no cabía la menor duda que Dios iluminaba al magistrado, que el hombre ejecutaba con su mano falible, la infalible justicia divina. El arquitecto, consciente de su diferencia, con esa estrechura había pretendido generar en los justiciables, la sensación de pequeñez, de sumisión, que al peregrino le causa la entrada por la Vía della Conciliazione a la explanada de la Plaza de San Pedro, en el Vaticano. Y se puede afirmar que lo consiguió. Desde la entrada se divisaba, al fondo, una mesa de madera repujada, con el frontis contorneado con una taracea de madera teñida de un suave granate que simulaba peltas entrelazadas rodeando una balanza en equilibrio: Iustitia. Las patas eran macizas y apoyaban sobre dos tacos que habían sido forrados para simular su desgaste. Debajo de una pila de expedientes amontonados en desorden, se adivinaba el marco orado de un sobre de piel curtida iluminado por un flexo que dejaba caer sobre la mesa una luz apagada de un casi imperceptible tono verdoso. Justo en frente, a unos tres metros, junto a la puerta, había un sofá y dos sillones orejeros rodeando una mesa de cristal. Entre ambos extremos del despacho no se había dispuesto mobiliario alguno, ni sillas, ni mesas, ni motivos decorativos que pudiera incomodar la fluidez visual que se pretendía con esa distribución. Esa misma fluidez se repartía por las paredes del despacho, forradas con cuarterones de madera en los bajos y anaqueles y vitrinas en un segundo cuerpo de mobiliario, y conseguía su máxima verticalidad con una sobria escalera de caracol que parecía colgada, como un tirabuzón, del pasillo que sobrevolaba la totalidad del perímetro del despacho. Eran ahí donde se encontraban varias librerías de cerezo, que se abrazaban a viejos libros encuadernados con pieles curtidas en tonalidades oscuras, que en su inmovilidad, ayudadas por el polvo, habían enraizado en la madera de los entrepaños que los custodiaban desde antiguo. El pasillo era estrecho y estaba sujeto a la pared por medio de unas traviesas de madera que se clavaban como estocadas certeras en los muros. En mitad de la pared central, otra escalera que por su tamaño permitía moverse entre los anaqueles, se alargaba hasta alcanzar los libros de las estanterías más altas, que se iluminaban con la luz cenital de la claraboya del techo.
Así fue como Horacio Buenaventura, al igual que Cela o Hugo, pasaron a formar parte de la memoria que rodea mi vida.

martes, 6 de enero de 2009

MAMMÓN


Mammón.

Tiene el recuerdo apuntando a la fachada oriental de la iglesia de San Cristóbal, al reloj solar cincelado con escoplo en la piedra. A su izquierda las horas de luz, a la derecha las de umbría, y junto a cada número una figura zodiacal; coronando la esfera, la leyenda “OMNES FERIVNT, VLTIMA NECAT”. Todas las horas hieren, la última mata, se dice sin pronunciar palabra, y le angustia la certeza de que no le va a dar tiempo, que una vida no puede ser suficiente para alcanzar la meta que tiene encomendada.
Está a punto de alcanzarse la media noche y afuera se propaga atronador un silencio noctámbulo que despide el día de difuntos entre penachos de humo blanco y perfumado, expirados por las chimeneas que tachonan el perfil difuminado e impreciso del pueblo. Entorna los ojos para fijar la mirada a través de los ringleros descompuestos de la persiana enrollada a media altura, y sigue la estela lechosa y desvaída del vuelo de un avión que se pierde por detrás de la aureola de una luna redonda y llena ensartada por el pararrayos del campanario de la iglesia. El tiempo no ceja y sigue cayendo en su ánimo certero como un veneno. Se vuelve hacia adentro y mira sus pies desnudos, que se le escapan por las costuras pasadas de las punteras de los calcetines de lana. Sólo es capaz de dimensionar el transcurso de la vida cuando asume extrañado su condición humana, su naturaleza mortal, el abismo al que apunta un camino confundido con los ecos de una obsesión que a estas alturas ya lo martiriza: la riqueza, la transformación del plomo en el más precioso de los metales, el oro.
En una fuente de barro arden mariposas de aceite que proyectan las sombras por el suelo de la habitación, y las encarama, delgadas y titubeantes, en la pared del fondo, por encima del mueble-bar. Observa absorto su cara pálida y seria reflejada en un espejo de medio cuerpo al que le ralea el azogue alrededor del marco de madera picado por la polilla, por lo que parece que su reflejo flotase ingrávido en mitad de la habitación iluminada vagamente por la luz pabilosa de las mariposas. Descubre el paso de los años en su mirada triste y húmeda, en las bolsas que amortiguan los párpados y las arrugas que se le descuelgan de los ojos como aliviaderos de una riada, y se repite: “Una vida no es suficiente, no me va a dar tiempo. He de hacerlo.” Tamborilea con los dedos de la diestra sobre la carta de Julián de Olavide, que está apoyada en una mesita, cuando, como un fogonazo en medio de la memoria, resuenan en su cabeza los herrajes de los cascos de los caballos, inquietos y sudorosos, al formar en la plaza, delante del ayuntamiento, antes de salir de batida, y recuerda a su padre uniformado amusgando las orejas del animal que relincha apretando los dientes contra el bocado, consciente de la caza sin cuartel que se en esos momentos bulle en la cabeza de su jinete; y se vuelve al libro, encuadernado en piel, que sujeta abierto por el evangelio de San Mateo, 6:24: “Ninguno puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas.”
Se agacha delante de la estufa y abre la caldera en la que arden tranquilas las ascuas embebidas del romero de la sierra. Mira la Biblia y, al pasar la palma de la mano por los nervios del lomo, tres leves accidentes en la suavidad de la piel, aprecia una caricia que le hiela su alma en venta. Asustado arroja el libro santo al fuego y, rápidamente, reviven los rescoldos que se levantan en llamaradas tintadas de azul brillante y de rojo venoso y denso, el color de la sangre infectada que fluye cálida por las venas de Don Lucas Huete, que a esas horas duerme tranquilo con Lupe, sin advertir que se está trenzando la soga que, presionando su cuello, asfixiará su destino.
Una bofetada de calor le chamusca la barba que azulea en su cara y le nace blanca alrededor de la barbilla y en las sienes; las llamas encerradas en el iris cristalino de sus ojos, como cavernas del infierno, y, por fin, respira tranquilo. Acaba de escoger, y su elección es la riqueza.
Todo está preparado para la invocación, para la entrega de su espíritu al maligno, para la profanación de su alma. Pasa a una pequeña sala contigua y se encierra atrancando la puerta con el postigo. Levanta un brazo y estira su espalda apoyado contra el dintel de la puerta, la cabeza escondida entre los hombros, notando el recorrido de su lengua por las comisuras, y se reafirma en que no cabe otra solución, que si una vida no es suficiente para encontrar la fórmula, entonces tendrá que seguir vivo después de muerto. La habitación está desamueblada; los techos, las paredes y ventanas entelados con sábanas tintadas de un negro sombrío, como el útero que dio a luz al macho cabrío. En el centro de la salita, sobre una mesa baja, de tres pies, apoyan encendidas dos bujías, veteadas con cera reseca, que flanquean un cráneo humano deforme y perforado en la frente. Es un agujero limpio y directo, al que le sigue otro, algo más irregular, en la nuca. Desnudo, con la ropa arrojada a un rincón, aprecia un brillo mate en la calavera, la verticalidad del agujero de entrada y el de salida de una bala, antes de dirigir los ojos infectados de sangre hacia el techo del chiscón, oscuro como su futuro. En silencio repite una plegaria:
”Mammon, Rey de los infiernos, poderoso señor a quien el mundo rinde culto, rey de las riquezas, toma mi alma, que se te entrega desnuda, y dame vida eterna…”

Cuando se deja sentir el aliento frío que atrae la rogativa, que apaga las bujías de la mesa, él ya tiene su corazón congelado.