sábado, 28 de junio de 2008



Acabo de terminar esta novela, un libro estival, de esos que uno compra de forma apresurada, junto con el periódico, en el estanco del malecón, un domingo antes de ir a la playa, porque fuera hace un calor empachoso y tu mujer e hijo no tienen espera -en las librerías claro-. Literariamente, sólo interesan los tres primeros párrafos -por eso lo compré, fue lo que me dió tiempo a leer-, luego el interés lo encontrará quien guste de las biografías -que a mí no me gustan-, de las peripecias de una espía española de nombre hermoso, África de las Heras, que trabajó para el KGB, y que fue complice de Stalin en el asesinato de Trotski -aun cuando este hecho no tenga demasiada relevancia en el libro, cuando menos en la descripción que del mismo se hace-, de los entresijos de la guerra fría.
La historia se vertebra a través del dialogo que mantienen un mando ruso, Gregory Gurivich, y un archivero de los servicios secretos también rusos, Anastasievich.
Visto así, la historia parece interesante, pero, con perdón, a mí no me ha gustado, por la sola razón de que carece de la intensidad de las historias noveladas. A quien le gusten los documentales, las citas de personajes que forman parte de la historia, como el Ché o Allende, quizá saque el provecho de este libro que yo no he sido capaz.
Para terminar, decir que esperamos ansiosos la continuación de nuestro relato fragmentado. Veremos con qué nos impresiona el antiplatónico...

miércoles, 25 de junio de 2008




Esto que os propongo no es más que un juego, un mosaico literario, del que yo pongo una primera tesela, un puzle, en el que, como punto de partida, yo ofrezco una clave. A partir de ahí espero que los que venis a descansar a este sanatorio, vayais colgando las demás piezas con las que elaborar lo que podrá ser una curiosa historia, o un esmirriado intento de originalidad. El tiempo dirá.
Bases:
-Quien lo vaya a continuar, reservará su turno, mediante el oportuno comentario, y se le dará una semana para colgar su texto.
-Los médicos de este sanatorio, se reservan el derecho de admisión.




I.- El Georgia

La ciudad en silencio amplifica el sonido de sus tacones, el roce de las tapas metálicas con los adoquines húmedos del callejón que conduce al Club Georgia. Lleva el frío aterido en sus hombros desnudos, pero conoce y utiliza la atracción que provoca el movimiento de la estola al moverse por el escorzo que produce la espalda al pasar por la cintura, al perderse en las caderas con cada paso que ella dibuja en el acerado, colocando sus pies delgados uno delante del otro, como una sibilina equilibrista. Antes de entrar, emboquilla un cigarro y le prende fuego debajo de la claridad mortecina y decadente del luminoso del Georgia, que a ratos parpadea. Ésa es la única vez que se pudo detener nítidamente en su rostro. La imagen que después nunca olvidará de ella, se le quedó grabada en los escasos tres segundos que duró la llamarada del fósforo que le ofreció el portero del local.

Barroso se detiene apoyado en el tronco de una acacia despeluchada por el invierno y observa la natural amabilidad del portero al acompañarla hacia el interior del garito sosteniéndola de la cintura, por debajo de la estola, y de su mano izquierda, para sortear el grueso felpudo de la entrada. Cuando cierra la puerta, el portero, quitándose el sombrero de copa y planchándose el flequillo sudoroso, se regosta en el penetrante olor a perfume que se le ha quedado impregnado en la palma de su mano y en la mejilla que ella le ha besado antes de despedirse y perderse por las escaleras hacia abajo, donde retumbaba la sordina de un saxo.

Al cerrarse la puerta la noche recobra su silencio noctámbulo, y él echa andar. Ahora no llueve pero se toca la visera del sombrero, entornándola encima de los ojos, y mira hacia ambos lados por encima de sus hombros. Se aproxima al local y la luz intermitente se deja de tartamudeos y enmudece, para dejar el callejón completamente a oscuras. Ahí se da cuenta de que no escucha sus pasos, y le corre por la espalda una sensación fría al pensar si los suyos, como los pasos de Fred MacMurray, son ya los de un hombre muerto.

Lo desvela el crujido de la puerta metálica, el movimiento del portero que empuja con una barra de hierro los neones del cartel, el rastro de carmín que se le escapa al portero por encima de su alzacuello, acariciándole la barba rala, la luz abombada, que infla la vaharada de humo caliente que se escapa por la escalera, para rebosar por el pretil de la puerta, empujada por la tristeza de un saxo con sordina.

Barroso no tuvo problemas para entrar en el club - nadie solía tenerlos en un sitio como el Georgia-. Al dejar el sombrero y la gabardina en el guardarropa, se ajusta la pistolera en su espalda para que no se le note el bulto de su Colt 1911, calibre 45, que ha sido fabricada para calzar a la perfección en su mano izquierda, pero que en su costado derecho abulta de forma aparente.

En la barra da cabezadas un tipo que se endilga a mocho una botella de cerveza, mientras con la mano libre introduce los dedos en un vaso, indicándole al camarero que le vuelva a rellenar un dedal de güisqui. Abajo se agolpa el público, y los camareros apenas si encuentran huecos para pasar con las bandejas metálicas cargadas de cascos de bebidas espirituosas y cocteleras. Toca un jazzmen afroamericano que, según ha visto anunciado en la pizarra de la puerta, se apellida Gordon, acompañado de un batería, un bajo y un pianista enjuto y miope de anteojos redondos. Al rededor del patio de butacas hay un reservado protegido por dos matones a los que los músculos del cuello les hacen ridículas las corbatas rojas desanudadas en la garganta.

Le describe la mujer a un camarero y éste le señala con el brazo extendido el reservado.

Sigue sonando la música cuando se dirige hacia allí, cuando lo detienen los dos matones agarrándolo por la pechera, cuando ve delante suya la cubitera escarchada en la que se enfrían dos botellas de cava y Demetrio di Pietro les pide a sus chicos que sean más educados con el inspector Barroso, bueno, con el exinspector Barroso.

Barroso no entra al trapo cuando Demetrio di Pietro, el dueño del local y principal valedor de los narcotraficantes y mercaderes de armas que operan en la ciudad, informa a sus acompañantes lo que en su día fue primera plana en todos los periódicos locales: la degradación y definitiva expulsión de Barroso del cuerpo de policía al ser imputado por el prestigioso Juez Colomer, por la muerte de una prostituta rusa, Irina Petrova, de sólo veinte años, con la que Barroso hacía tiempo que venía manteniendo una..., digámoslo así, íntima relación. Y observa que en el reservado hay ocho personas, cuatro pistoleros, y otros tantos que han escogido mal día para escuchar al saxofonista negro que impresiona por su altura. No hay rastro de la chica.

Demetrio di Pietro, sin levantarse de su sillón, coge una botella de la cubitera helada y le ofrece una copa de un exquisito cava, de esos que él no podría pagar con el sueldo de un mes -cuando aún estaba en nómina para el estado-, un cava en el que flotan diminutas partículas de polvo de oro. Le retira el papel de plata, la malla que lo recubre y aprieta la base del corcho con un solo dedo. -El cava es como las personas, basta con saber dónde has de apretar, para que hasta los más duros se abran en un instante -ironiza el hampón.

Dos de los matones se han colocado detrás, cerrando el paso de la puerta, la salida al patio de butacas, y los otros dos se apoyan en la pequeña barra con la que cuenta el reservado. Todos ríen a carcajadas, y él no los oye, sólo cubica distancias, piensa en soluciones, discierne entre las posibilidades que se le agolpan en la cabeza.

-Demetrio, hay otras formas de abrir el cava –responde Barroso agarrando una botella por el gollete. La escarcha de la cubitera salpica en los pies de uno de los matones que echa mano al interior de su chaqueta. Demetrio lo tranquiliza con un movimiento de manos y una sonrisa.

-Dime qué quieres loco -pregunta Di Pietro a Barroso.
-Dónde está la chica.
-¿Qué chica? Aquí no hay mujerzuelas de esas que tú frecuentas. Quizá en el puerto puedas encontrarlas, y bien baratas, pero aquí no, éste es un sitio respetable, sólo venimos gente de orden a escuchar algo de Jazz -le dice con sorna, señalando con los brazos extendidos y las palmas vueltas a sus invitados.

No espera a que termine la frase y arrea con la botella las cabezas de los dos gorilones que estaban detrás, en la puerta, que caen redondos, como sacos de patatas, con las cabezas abiertas. Sin esperar, se gira para clavar las ripias de la botella, de un sólo golpe, entre la clavícula y la garganta de otro de ellos, que ya no puede seguir riendo; con la mano libre descerraja un tiro en el estómago al cuarto matón que se ovilla en el suelo viendo cómo la muerte se le viene encima.

Tiene a Di Pietro encañonado, y siente como un mordisco en el costado, una suave dentellada, y luego un golpe seco en la cabeza, que le nubla la vista y lo tira al suelo.

Al despertar, no puede moverse, pero sí que percibe el desfile de batas blancas que entran y salen de la habitación alentadas por el repetitivo pitido del monitor que se une con electrodos a su pecho y cabeza.

-Tienes suerte de haber escapado esta vez con vida -oye decir al comisario Velázquez-. Te clavaron un punzón de picar hielo que casi te atraviesa el pulmón -Barroso se molesta por no haberse dado cuenta de que entre los otros cuatro había uno con el arrojo suficiente como para meterle eso en el cuerpo-. Si no es porque andábamos cerca, esta vez no lo cuentas Manolo. ¿Sabes que nos has jodido la operación que llevábamos preparando desde hacía meses? ¿Qué coño se te perdió a ti por allí?

Recobra el movimiento de su lengua, que aunque apelmazada, ya apunta palabras, y le dice a su compañero de promoción, Ernesto Quevedo:

-Unas piernas largas, y unos ojos verdes. Sólo eso, Ernesto.

-Vete a la mierda Manolo...

martes, 10 de junio de 2008

La soportable pequeñez


Mientras un viento caliente y molesto azota los datiles que se arraciman entre las espinas de las palmeras, salimos de un hospital; es un hospital de paredes azules, de techos panzudos y azules, de cortinas mates que apenas si refriegan el suelo; un hospital de aroma camuflado que se pega en la boca como los malos presagios.
Hasta ahora, en los hospitales, soy yo el que se queda afuera, el que se queda detrás de las cortinas mates, viéndo sus tobillos desnudos empujando las trabillas de las chanclas de esparto entre las ruedas de la camilla, delante de las puertas cerradas de par en par, buscando rendijas por las que colarme furtivamente a mirar si ya ha cerrado los ojos, entretenido en el balanceo de las batas de las enfermeras que se mueven despacio desde el fondo de un pasillo también azul, en las leyendas de los carteles premonitorios de las consultas, en los apellidos que se vocean en alto. Confieso que todavía me pesa el temor a oir en alto su nombre, a que me digan con una sonrisa lo que no quiero oir y el edificio azul no para de chillarme. Pero hoy no nos ha tocado, hoy hemos vencido.
Yo soy sensible a mi fragilidad, a la enormidad de lo que me rodea, al minúsculo pulso que le puedo echar a la vida, pero como hace poco tiempo tuve la oportunidad de decirle a alguien, me acerco a la destrucción con el único anhelo de observar mejor la belleza, buscando un contrafuerte en el que asentar mi esperanza en el futuro. Necesito ese regusto de tristeza balsámica para poder mirar a Mario, mi hijo, y pensar en toda una vida por delante, y reafirmarme así en que ojalá no se agote en lo imposible.
No, no recomiendo abandonar el placer de la literatura, la impostura conscientemente buscada de vivir las vidas que no son nuestras, aun cuando la palabra a veces duela, a veces hiera. El dolor medido, al igual que el placer regalado, son expresión palpable de que aún seguimos terriblemente vivos, alucinánte y mágicamente vivos.
Por eso que hay que confiar en la palabra -y que cada uno la diga como quiera, como pueda-, porque ella nos protege de nuestra soportable pequeñez.
Por cierto, Antonio, a ti también de descubro en la palabra, y me gusta, vaya que si me gusta.
POSDATA: Todos hemos de felicitarnos de que nuestro despacho, desde el lunes, sea mucho más de lo que era la semana pasada. He de dar las gracias al antiplatónico embozado, porque detrás de su parapeto -que le proporciona el saberse cualificado-, todos hemos descubierto a un magnífico obrero social -es decir el que mira por el interés propio y colectivo-.
Os coloco abajo el último comentario de Antonio, porque no quiero que pase desapercibido.

miércoles, 4 de junio de 2008

Una de viajes,
Ayer ley en el blog que me enseñó lo que era un blog sensaciones y recuerdos de viajes. Os proponga escribir algo sobre viajes -sí Pedro valen los producidos por cannabis y demás opiáceos, lo que quieras con tal de que escribas algo ya-
Yo dije:
"Hay viajes que ahora recuerdo con un frío desapego, con un extraño distanciamiento. Me veo en una estación, en un aeropuerto y noto cómo la gente pasa con prisa por mi lado, mientras me detengo en mitad de un andén, de un pasillo, con el billete en la mano, buscando la puerta de embarque, el tren que todavía se mueve antes de pararse definitivamente, con esa continua desazón de no llegar nunca a tiempo.De las estaciones siempre me gustó la luz que se cuela por las ventanas de los techos, de las altas y sucias paredes, y la sensación de abandono que se instala cuando son los otros los que se han ido. También en eso estoy cuando de mi tren ya no queda más rastro que ese abandono."
Cuando leo esto que escribí ayer en escasos cinco mínutos, me doy cuenta de que las peripecias por las que soy tan famoso en los aeropuertos se deben en que a mí lo que realmente me gusta es perder los aviones, ganar la oportunidad de observar a los que se van, quizá para siempre.
A viajar gandules.

martes, 3 de junio de 2008

Estimados todos,

El escritor Antonio Rivero Taravillo, autor de “Luis Cernuda, años españoles (1902-1938)” (Tusquets), es el invitado al programa EL PÚBLICO LEE, que presenta Jesús Vigorra y que se emite el domingo 8 de junio en CANAL 2 ANDALUCÍA a partir de las 19:30 horas.

Si quieres conocer los contenidos del programa o dejar tu opinión sobre el mismo, entra en: http://programaelpublicotv.blogspot.com/

Si quieres ver por internet el programa en el que estuvo como invitado José Calvo Poyato, entra en: www.radiotelevisionandalucia.es

Es una magnífica forma de pasar la rarde del domingo. ¿quién se anima a ir como público al programa?

EL PÚBLICO LEE se emite:

INTERNET (TV a la carta): www.radiotelevisionandalucia.es/

Canal 2 Andalucía: Domingo, 19:30 horas.
Redifusiones Canal 2 Andalucía: Martes, 00:30 horas; Miércoles, 11:00 horas.

Andalucía TV (satélite): Sábados 19:30 horas.
Redifusiones Andalucía TV: Lunes, 02:00 horas; Domingo, 8:00 horas

lunes, 2 de junio de 2008

UDRÍ

Bueno amigos,

Comienza la aventura de Udrí, y quiero que aquellos que os habeis prestado a soportarme, leais cómo queda el primer capítulo:

I

"-Si me permite una pregunta mi sargento, ¿cómo puede usted comer en un momento como éste?
El sargento Fernández mira de hito en hito el cuerpo tieso como una vara del menor de los Jiménez, mientras mordisquea un bocadillo que en su mitad inferior está envuelto en un arrugado papel de plata.
-Mira Pinilla, en todos los trabajos se come ¿no?, pues los Civiles también comemos, o te crees que el Secretario no ha venido todavía porque está ordenando expedientes en el juzgado. Son las once de la mañana, y desde las seis que nos agarramos, yo creo que ya está bien.
-Sí mi sargento, si lo digo, porque como éste está ahí, tan blanco, y encima se sonríe. ¿Por qué se sonríe uno al morirse mi sargento?
-Y yo que sé, Pinilla, yo qué se. Estos ricos son raros hasta para espicharla.
El cabo Pinilla, que antes sólo se ha atrevido a mirar de refilón el cuerpo del joven Jiménez, ahora agarra y levanta uno de sus brazos. El sargento Fernández, que no da tregua al bocadillo, perfila en su cuaderno reglamentario de tapas duras el atestado que recoge el óbito, y se limpia la boca de lado a lado con el envés de la mano.
-¿Pinilla, óbito se escribe con b o con v, que nunca me acuerdo?
-Mi sargento y por qué no pone la muerte, que ahí no hay fallo posible.
-Cuando llevas razón, hay que dártela, Pinilla: …el fa-lle-ci-mi-en-to –deletrea mientras escribe-, si te parece, que no quiero cachondeitos luego en el juzgado. Y tú, deja de jugar ya con el muerto, joder, que se empieza por cogerle una manita y luego…
El cabo Pinilla acompaña el brazo hasta el suelo y lo tiende con cuidado. Se mira las palmas de las manos y las limpia con el trasero de su pantalón mientras se levanta para separase del cadáver. Al tiempo contará a sus hijos que el primer día que vio de frente la muerte, en la casa de los Jiménez, la Casa Grande, lejos de sentir el frio del abandono, sólo notó el acalorado empacho de quien se sabe intruso, el rubor de la profanación. Eso piensa ahora cuando mira la profundidad abisal de la mirada del joven que por razones que no alcanza a entender dibuja una sonrisa en medio del paisaje desolador de la muerte. Y comienza a hablar esperando que la voz le recomponga el ánimo.
-Mi sargento, ¿ha visto usted el cuadro del pasillo?, qué bárbaro, es imponente. Por cierto, que lo hacía yo más pequeño. Claro, como nunca lo había visto así, de frente, al natural, y estoy acostumbrado a verlo en las etiquetas de las botellas de vino de La Pisa…- se calla y orilla la mirada para que se le dibuje en el rostro un interrogante-. Ésa sí que fue una gran derrota para los franceses ¿eh?
-¿Cómo que una gran derrota?, ¿qué dices? Ésa fue una grandiosa victoria para los españoles.
-¿Y qué mas da una cosa u otra, mi sargento?
El sargento Fernández se dispone a contestar, pero oye que desde la planta de abajo suben sonidos de puertas que se abren y cierran, pisadas que aligeran el paso y voces timbradas que rompen el silencio de luto que ya se ha instalado en la Casa Grande.
-Déjate de preguntas y alivia Pinilla, que éste fijo que es el Secretario."