lunes, 21 de septiembre de 2009

Magdalena y Agustín Rebollo




Magdalena y Agustín Rebollo


Con la luz apagada. Así es como le gusta a Agustín mirar a Magdalena. Se apoya, a tientas, detrás de la puerta del salón, para observar a hurtadillas a su mujer, que se entretiene en la costura, dando puntadas con largas agujas de acero lubricadas con vaselina a los ovillos de lana de colores que ruedan encima de las enaguas de la mesa-camilla, o enhebrando los hilos, apelmazados con esmalte o saliva, por el ojo imperceptible de diminutas agujas que guarda clavadas en un acerico enchapado en plata con la almohadilla colorada. Ella está sentada en un sillón de madera mullido con cojines de punto, junto a un brasero de piconilla de jara cuyo olor fresco, desbravado, flota ingrávido por la casa hasta encaramarse en los techos de los angostos pasillos de las plantas de arriba. Detrás de la reja de la ventana desfilan sombrías las oscuras tardes de invierno.
"Agustín, deja de hacer tonterías. Anda, ve y haz algo de provecho. Esconde la cántara en el fondo de la alacena que se nos va agriar la leche con tanto trueno".Le dice sin apartar la vista de la costura. Y se sonríe para sus adentros, bajo el fondo atronador del bramido de la tormenta.
Todas las tardes, a eso de las seis, mientras reza el Ángelus, aprieta el gesto y amusga los ojos, pidiendo al Señor que si tiene a bien, les guarde por mucho tiempo a Don Horacio, por todo el bien que les ha hecho a ella y su Agustín.

sábado, 19 de septiembre de 2009

Llegada a Cela (fragmento)





.- Llegamos a Cela con una luna redonda y fluorescente colgada de un cielo raso cubierto de estrellas que nos hizo compañía durante el último trecho del camino. Abandonada la carretera nacional, vadeamos ríos secos, ramblas abrasadas por las recias solanas, sembrados de cereales agostados y amarillos, campos de primerizos girasoles en los que despuntaban tibios los tallos, esqueléticas viñas, hasta que el coche enfiló un liño de chopos, con los troncos encalados, que balizaba el acceso al pueblo. Dejando a un lado la marquesina del apeadero del tren, la larga perspectiva de la línea férrea que se perdía tras un recodo, callejeamos entre los modernos y desabridos edificios levantados con las divisas de la inmigración en las bordas del pueblo, estrangulando la ciudad vieja construida por Olavide y Bonaplata, antes de remontar la calle de la Amargura. Con la brisa nocturna, una veleta, con su gallo encrestado, se canteaba a duras penas en lo alto del tejado de la fábrica de gaseosas y hielos a granel La Flor de Cela, emitiendo un gemido vago y herrumbroso. Pasamos de largo por la puerta del despacho, ante la atenta mirada del gigantón San Cristóbal que presidía la fachada, y Agustín aparcó el Dodge negro delante de la casa de Ventura Escalante. En ese momento nos recibió una noche despejada, limpia y silenciosa.
(Sigo con historia de Cela. Ya casi llega a su fin)