martes, 24 de febrero de 2009

11.-


11.- Recuerdo bien la mañana que siguió a la emisión del reportaje de Marina. Fuimos a buscarla al hostal en el que se hospedaba y la encontramos sentada junto a la ventana, aprovechando el tiempo para desayunar en compañía del cámara y el conductor de la unidad móvil. A esas horas, ajeno al frío de la noche, horneaba la mañana un calor excesivo, un aire seco y caliente de acento africano que desguazaba las espigas agostadas de las hazas de los alrededores del pueblo y derretía las sombras de los acebuches que se desparramaban líquidas entre los terrones petrificados de los campos sin labrar, abandonados. También, en el pueblo, la luz temblaba al quemarse con el asfalto derretido y, en un alarde de equilibrismo, encima de una chimenea, como dibujadas por un espejismo, el viento despeinaba dos cigüeñas. Marina se notaba relajada y masticaba despacio, casi acariciando el bocado.
-Buenos días Horacio y su compaña. ¿Habéis desayunado ya? Me vais a permitir que hoy sea yo la que convide.
-He desayunado hace un rato, gracias Marina –le contestó Horacio. Yo me mantenía detrás, en discreta comparsa-. Por lo visto hemos tenido un despertar más tranquilo que el vuestro.
-Eso parece Horacio, eso parece. Si no fuese mucha molestia, ¿te importaría llevar a mis dos compañeros a la estación de tren? Salen en un par de horas para Madrid.
-Por supuesto, no lo dudes. Aviso a Agustín para que se acerque a por vuestras maletas y os llevamos adonde indiquéis.
-Nos lleváis no. De eso nada, los llevas; yo me quedo –dijo sin mirarnos mientras tronzaba una tostada de pan rústico con cuchillo y tenedor y se la introducía con calma en la boca.
-¿Sabes qué recado me ha dejado el mal nacido en el techo de la furgoneta?: -“Car il n´est si beau jour qui námène sa nuit”.
Alguien se había entretenido esa noche en destrozar la unidad móvil de Marina. Las puertas hundidas, las ruedas pinchadas, los cristales reventados y todo el material televisivo esparcido por la calle.
A Horacio se le cambió el gesto y, con un exquisito acento francés, que resonó alto porque se había hecho el silencio, repitió:
-“Car il n´est si beau jour qui námène sa nuit”.
Y seguidamente lo tradujo en alto sin que le cambiara el tono serio y timbrado.
-“No hay día tan hermoso que no traiga en pos de sí la noche”. Es otro epitafio.
-¿Cómo que otro epitafio? –ahora era Marina la que no cabía en su asombro. Había soltado los cubiertos y sostenía la tostada entre sus dedos.
-Sí, un epitafio. La pintada que te hicieron en la furgoneta es otro epitafio. “No hay día tan hermoso que no traiga en pos de sí la noche”. Lo puedes leer en uno de los claustros de la basílica gótica de San Antonio, en Padua. Se encuentra tallado en la tumba del joven Orbesán, muerto en el año 1595.
- ¡Mierda Horacio!, ¿qué es eso de otro epitafio?, ¿quién carajo es Orbesán y qué tiene que ver ese tío con mi furgoneta o conmigo?, y además, ¿cómo sabes tanto sobre esa mierda de epitafio? ¿No me dirás que es cultura general?
Marina ya no comía, había arrojado la tostada sobre el plato y despejaba con Horacio todo el sofoco contenido desde que la despertaron con la noticia del expolio de su furgoneta. Horacio, por el contrario, sin hacer aprecio al tono despectivo de las palabras de Marina, le contesto llamándola por su nombre, mientras en la cara de Marina desaparecía la sobriedad y le clareaba un mohín de tristeza, en un trémolo de voz que se le perdía en la garganta y en sus ojos aguados.
-Marina, no es la primera vez que lo veo. El día que murió Irene, mi mujer, me lo mandaron en una carta de pésame, con una nota mecanografiada. La firmaba Mammon.
En la cabeza de Marina se reproducían a borbotones imágenes y pensamientos que intentaba ordenar -"¿El epitafio?, ¿el demonio de la iglesia?, ¿Irene, la mujer de Horacio?...-, en busca del cabo que unía la inscripción lapidaria con la gárgola infernal que rodó en su reportaje, y que puede verse en el pórtico de entrada a la iglesia de San Cristóbal. Pero, ¿la mujer de Horacio...?. Acabó por apretarse las sienes con ambas manos a fin de parar los pensamientos que ahora derrapaban en su juicio.
-Era un sobre pequeño -continúo diciendo Horacio-, tarjetero, con una orla negra, de luto, y con el matasellos de Cela. Lo dejé olvidado, apilado con los telegramas y otras cartas que me iban llegando esos días, pero, con el paso de los días, me preocupé por lo que entonces supe que era un recado que alguien me estaba remitiendo.
Horacio se había sentado en la mesa y, sin mirarme, moviendo la palma de la mano hacia abajo, me mandó sentar también. El comedor del hostal estaba vacío y los compañeros de Marina habían subido a sus habitaciones para ultimar el equipaje. Antes de seguir hablando meditó sus palabras entretenido en las migas de pan que se esparcían por encima de la mesa, sin que Marina se atreviese a abrir la boca.
-Yo era muy joven y hacía tiempo que me había marchado de Cela. Y aquí se quedaron mis recuerdos. La judicatura me consumía las horas y lo cierto que ni antes, ni ahora he sido demasiado pródigo en aficiones ajenas al trabajo, por lo que encontré en la Iglesia de San Cristóbal, en nuestra iglesia, un buen refugio en el que escabullirme a deshoras y seguir unido al pueblo.
-En lo primero que me centré fue en la imagen del San Cristóbal que está en la fachada de nuestra casa –Horacio me soltó una mirada de reojo al hablar en plural cuando se refería a la propiedad de la casa, y me vino de nuevo una gratificante sensación de hogar-, como habrás podido observar un claro añadido. Aprovechando una notas de mi abuelo, los archivos del Ayuntamiento y con la ayuda del que era entonces el párroco de la iglesia, el Padre Damián, redacté un artículo para una revista local explicando los pormenores del traslado de la imagen de San Cristóbal a nuestra casa, después del terremoto de finales del XIX, intentando justificar lo acertado de la decisión que se adoptó a la vista de lo dañada que quedó la cornisa que sostenía la imagen, incapaz de sostener al gigante. Para mí aquello fue un juego, un divertimento, y lo cierto es que la historia que conté no se sujetó con rigor a los hechos que la documentación que tenía delante me detallaban. No era ése mi objetivo. La frase lapidaria de la entrada, la certeza de que no estaba ahí cuando la iglesia se construyó y otros descubrimientos que hice con posterioridad, le dieron a la historia un aire novelado que a unos gustó y a otros, por lo visto, disgustó bastante. El hecho es que, animado por varios amigos y el padre Damián, al año siguiente continué con la historia que principió con el traslado del gigantón San Cristóbal. A esa continuación la titulé Mammon, el demonio de la codicia, el dios del lucro.
Marina, intentando asociar ideas, pensaba en el demonio que había aparecido en su reportaje, cuando entró repentinamente en el salón Amos Palafrén, apartando a empellones unas sillas que se le interpusieron en el camino.
-¿Os habéis enterado ya?... ¿Qué no es está pasando?... -no sólo los andares de Amos se aturullaban-. Cela se está hundiendo... Esto se desmorona Horacio.
-Bueno Amós, no te preocupes y tranquilízate que al final todo tiene arreglo -el destrozo de la unidad móvil seguía instalado en la cabeza de Horacio, sin poder imaginar lo que ese día comenzaba.
-¿Qué dices Horacio?..., ¿Cómo que todo se arregla?. Don Tomás… ¿No te has enterado?

No hay comentarios: