miércoles, 25 de febrero de 2009

12.- (NO SÉ SI ESTO LO ESCRIBO DE HORACIO O DE MÍ)


12.- Horacio creía en el valor de los restos. Estaba convencido de que las personas debían de reposar en un lugar propio en el que poder recordarlas, por ello no comprendía la cremación como decisión de despedida. Él dejó clara su intención de ser enterrado, junto con su mujer, Doña Irene Montforte, en el cementerio católico de Cela, en el panteón familiar en el que se encontraban los suyos desde mediados del diecinueve.
No fueron pocas la veces que en las conversaciones surgió el tema de nuestra propia muerte, y él siempre se aferró a la vida como una obligación. Había perdido demasiado pronto a sus padres, a su mujer, a los hijos que nunca tuvo, pero no quiso vivir su muerte; llevaba razón, eso corresponde a todos aquellos que nos hemos quedado aquí.
Se trataba de resistir, eso decía, de soportar a diario el sufrimiento de la incertidumbre, de la desilusión de los vecinos de Cela y su comarca que peregrinaban al despacho como si Horacio estuviese dotado con la gracia de sanar sus problemas, de redimir sus aflicciones. Ésa era la pesada carga de la profesión. Y Horacio, por el momento, había logrado aguantar con entereza, pero lo abatía el pesimismo al calibrar los efectos que tanto pecado ajeno, que tanto dolor extraño, le estarían produciendo en el ánimo, puesto que siempre fue consciente de que a él no lo era posible despojarse de ese dolor, y eso, antes después debía de cobrarse factura.
Ahora que lo entregamos a la tierra, no me cabe duda que todo aquello se cobró su estipendio. Descansa en paz, maestro.

martes, 24 de febrero de 2009

11.-


11.- Recuerdo bien la mañana que siguió a la emisión del reportaje de Marina. Fuimos a buscarla al hostal en el que se hospedaba y la encontramos sentada junto a la ventana, aprovechando el tiempo para desayunar en compañía del cámara y el conductor de la unidad móvil. A esas horas, ajeno al frío de la noche, horneaba la mañana un calor excesivo, un aire seco y caliente de acento africano que desguazaba las espigas agostadas de las hazas de los alrededores del pueblo y derretía las sombras de los acebuches que se desparramaban líquidas entre los terrones petrificados de los campos sin labrar, abandonados. También, en el pueblo, la luz temblaba al quemarse con el asfalto derretido y, en un alarde de equilibrismo, encima de una chimenea, como dibujadas por un espejismo, el viento despeinaba dos cigüeñas. Marina se notaba relajada y masticaba despacio, casi acariciando el bocado.
-Buenos días Horacio y su compaña. ¿Habéis desayunado ya? Me vais a permitir que hoy sea yo la que convide.
-He desayunado hace un rato, gracias Marina –le contestó Horacio. Yo me mantenía detrás, en discreta comparsa-. Por lo visto hemos tenido un despertar más tranquilo que el vuestro.
-Eso parece Horacio, eso parece. Si no fuese mucha molestia, ¿te importaría llevar a mis dos compañeros a la estación de tren? Salen en un par de horas para Madrid.
-Por supuesto, no lo dudes. Aviso a Agustín para que se acerque a por vuestras maletas y os llevamos adonde indiquéis.
-Nos lleváis no. De eso nada, los llevas; yo me quedo –dijo sin mirarnos mientras tronzaba una tostada de pan rústico con cuchillo y tenedor y se la introducía con calma en la boca.
-¿Sabes qué recado me ha dejado el mal nacido en el techo de la furgoneta?: -“Car il n´est si beau jour qui námène sa nuit”.
Alguien se había entretenido esa noche en destrozar la unidad móvil de Marina. Las puertas hundidas, las ruedas pinchadas, los cristales reventados y todo el material televisivo esparcido por la calle.
A Horacio se le cambió el gesto y, con un exquisito acento francés, que resonó alto porque se había hecho el silencio, repitió:
-“Car il n´est si beau jour qui námène sa nuit”.
Y seguidamente lo tradujo en alto sin que le cambiara el tono serio y timbrado.
-“No hay día tan hermoso que no traiga en pos de sí la noche”. Es otro epitafio.
-¿Cómo que otro epitafio? –ahora era Marina la que no cabía en su asombro. Había soltado los cubiertos y sostenía la tostada entre sus dedos.
-Sí, un epitafio. La pintada que te hicieron en la furgoneta es otro epitafio. “No hay día tan hermoso que no traiga en pos de sí la noche”. Lo puedes leer en uno de los claustros de la basílica gótica de San Antonio, en Padua. Se encuentra tallado en la tumba del joven Orbesán, muerto en el año 1595.
- ¡Mierda Horacio!, ¿qué es eso de otro epitafio?, ¿quién carajo es Orbesán y qué tiene que ver ese tío con mi furgoneta o conmigo?, y además, ¿cómo sabes tanto sobre esa mierda de epitafio? ¿No me dirás que es cultura general?
Marina ya no comía, había arrojado la tostada sobre el plato y despejaba con Horacio todo el sofoco contenido desde que la despertaron con la noticia del expolio de su furgoneta. Horacio, por el contrario, sin hacer aprecio al tono despectivo de las palabras de Marina, le contesto llamándola por su nombre, mientras en la cara de Marina desaparecía la sobriedad y le clareaba un mohín de tristeza, en un trémolo de voz que se le perdía en la garganta y en sus ojos aguados.
-Marina, no es la primera vez que lo veo. El día que murió Irene, mi mujer, me lo mandaron en una carta de pésame, con una nota mecanografiada. La firmaba Mammon.
En la cabeza de Marina se reproducían a borbotones imágenes y pensamientos que intentaba ordenar -"¿El epitafio?, ¿el demonio de la iglesia?, ¿Irene, la mujer de Horacio?...-, en busca del cabo que unía la inscripción lapidaria con la gárgola infernal que rodó en su reportaje, y que puede verse en el pórtico de entrada a la iglesia de San Cristóbal. Pero, ¿la mujer de Horacio...?. Acabó por apretarse las sienes con ambas manos a fin de parar los pensamientos que ahora derrapaban en su juicio.
-Era un sobre pequeño -continúo diciendo Horacio-, tarjetero, con una orla negra, de luto, y con el matasellos de Cela. Lo dejé olvidado, apilado con los telegramas y otras cartas que me iban llegando esos días, pero, con el paso de los días, me preocupé por lo que entonces supe que era un recado que alguien me estaba remitiendo.
Horacio se había sentado en la mesa y, sin mirarme, moviendo la palma de la mano hacia abajo, me mandó sentar también. El comedor del hostal estaba vacío y los compañeros de Marina habían subido a sus habitaciones para ultimar el equipaje. Antes de seguir hablando meditó sus palabras entretenido en las migas de pan que se esparcían por encima de la mesa, sin que Marina se atreviese a abrir la boca.
-Yo era muy joven y hacía tiempo que me había marchado de Cela. Y aquí se quedaron mis recuerdos. La judicatura me consumía las horas y lo cierto que ni antes, ni ahora he sido demasiado pródigo en aficiones ajenas al trabajo, por lo que encontré en la Iglesia de San Cristóbal, en nuestra iglesia, un buen refugio en el que escabullirme a deshoras y seguir unido al pueblo.
-En lo primero que me centré fue en la imagen del San Cristóbal que está en la fachada de nuestra casa –Horacio me soltó una mirada de reojo al hablar en plural cuando se refería a la propiedad de la casa, y me vino de nuevo una gratificante sensación de hogar-, como habrás podido observar un claro añadido. Aprovechando una notas de mi abuelo, los archivos del Ayuntamiento y con la ayuda del que era entonces el párroco de la iglesia, el Padre Damián, redacté un artículo para una revista local explicando los pormenores del traslado de la imagen de San Cristóbal a nuestra casa, después del terremoto de finales del XIX, intentando justificar lo acertado de la decisión que se adoptó a la vista de lo dañada que quedó la cornisa que sostenía la imagen, incapaz de sostener al gigante. Para mí aquello fue un juego, un divertimento, y lo cierto es que la historia que conté no se sujetó con rigor a los hechos que la documentación que tenía delante me detallaban. No era ése mi objetivo. La frase lapidaria de la entrada, la certeza de que no estaba ahí cuando la iglesia se construyó y otros descubrimientos que hice con posterioridad, le dieron a la historia un aire novelado que a unos gustó y a otros, por lo visto, disgustó bastante. El hecho es que, animado por varios amigos y el padre Damián, al año siguiente continué con la historia que principió con el traslado del gigantón San Cristóbal. A esa continuación la titulé Mammon, el demonio de la codicia, el dios del lucro.
Marina, intentando asociar ideas, pensaba en el demonio que había aparecido en su reportaje, cuando entró repentinamente en el salón Amos Palafrén, apartando a empellones unas sillas que se le interpusieron en el camino.
-¿Os habéis enterado ya?... ¿Qué no es está pasando?... -no sólo los andares de Amos se aturullaban-. Cela se está hundiendo... Esto se desmorona Horacio.
-Bueno Amós, no te preocupes y tranquilízate que al final todo tiene arreglo -el destrozo de la unidad móvil seguía instalado en la cabeza de Horacio, sin poder imaginar lo que ese día comenzaba.
-¿Qué dices Horacio?..., ¿Cómo que todo se arregla?. Don Tomás… ¿No te has enterado?

jueves, 12 de febrero de 2009

10.-



10.- Júpiter brilla a lo lejos, emborronado por el halo lunar que cuelga de una noche fría que augura una severa escarcha. Él también se considera un cazador al observar la espada de Orión que apunta a su cabeza. "Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia.", recuerda.
Está levantado, delante de la ventana, y antes de cerrar los postigos y echar las cortinas se detiene a escuchar el jolgorio que se ha formado en la plaza, desde donde le llegan aplausos y vítores que no entiende. Se acerca a la habitación en la que se conservan desde el día de Los Santos grandes telares colgados de las paredes. Abre un pequeño arcón y, sujetándola por la cuenca de los ojos, saca una calavera y una bolsa de piel gastada que deposita en la mesa del centro de la habitación en donde arden unas bujías de cera.
Bajo la luz pabilosa de las velas mira la foto de perfil situada en la esquina derecha de un carné que se encabeza con el nombre del presidio: Prisión Nacional de El Ingenio. La cara vuelta hacia la izquierda deja ver un rostro con el pómulo hundido y los años arañados en las arrugas que le rayan la mirada. Tiene la boca entreabierta y la lengua apretada contra un lado. Como si no se hubiese dejado fotografiar, como si se hubiera resistido a ser archivado.
Nombre: Hugo;
apellidos: Garrido…
Natural de: Cela;
provincia:…
Edad: 45.
El carné de presidiario se rubrica con una firma ilegible del director de la cárcel y un sello en el que se hace constar una fecha:15/02/1936.
Antes de cerrar la bolsa y guardarla de nuevo en el arcón, mira intuitivamente hacia los lados, por encima de sus hombros, para advertir que no hay nadie observando. Deposita la calavera en la mesa para que la luz de la vela se escape por el hueco astillado que tiene abierto en la frente. Ciega el agujero con la palma de su mano que apoya abierta en el cráneo e implora sin levantar la voz, balbuceando, antes de salir de la habitación.
Cuando pisa la calle el pueblo descansa en silencio, salvo el viento que ulula al tomar la esquina que se dirige hacia la iglesia. Se deja llevar y rodea el atrio empedrado hasta llegar a la puerta de la casa del párroco. Aporrea la puerta y grita: ¡padre! ¡padre!...
La puerta, gruesa, de maderada tachonada, se abre despacio tirada por el sacerdote. Al quedar abierta del todo, a don Tomás se le ahoga un grito en la garganta: ¡Dios mío!, ¡tú!

martes, 10 de febrero de 2009



9.- La música queda de un órgano da entrada a un plano en el que, sobre un fondo traslucido con la imagen demoníaca de una gárgola de la iglesia, aparece difuminado el pueblo de Cela en manifestación. La música se acentúa con la entrada de una orquesta de instrumentos de viento, percusión y cuerda que envuelve la aparición, desde la bruma, del título del documento televisivo: “Cela. Un grito de dolor. Por Marina Mantovani.”, y se recoge y hace de nuevo sinuosa, casi un eco apenas intuido, cuando el órgano se queda nuevamente a solas y en la pantalla permanece solitaria la figura nítida de la gárgola: un demonio con dos cuernos retorcidos de carnero que le taladran la frente, con largas y puntiagudas orejas, ojos saltones, pómulos abultados que esconden sus facciones desnarigadas, y una boca entreabierta amontonada de dientes de los que se escapan por encima del labio inferior dos largos y afilados colmillos. La bestia se encuentra agachada, en cuclillas, con una mano apoyada en la tierra y las alas extendidas en ademán de echar a volar. En el pecho tiene gravado su nombre: Mammon.


El reportaje sobre Cela y los ladrones de agua se emitió con puntualidad el sábado previsto, ante la expectación del pueblo que se congregó nuevamente en la plaza del Ayuntamiento, delante de un gran televisor que había instalado el del Bar Regio en el centro de la plaza, para lo que se había obtenido el oportuno permiso del alcalde. No bastaron las sillas de plástico que el propietario del bar había dispuesto en filas de quince, abrazadas mediante alambre anudado a los reposabrazos, y, ante el aluvión de vecinos que se decidieron por ver el reportaje de Marina en la plaza, hubieron de formarse varias hileras supletorias con las sillas, butacas y mecedoras que se trajeron para la ocasión. A pesar de que el clamor del bullicio se silenció de repente con la imagen terrible de la gárgola, con el sonido espiritual del órgano, que obligó a más de uno apretujarse contra la silla de puro susto, enseguida un murmullo creciente volvió casi inaudible el reportaje. Sólo el final provocó de nuevo el silencio: una niña con un vestido talar de inmaculado blanco, de pelo lacio y húmedo recogido sobre el hombro derecho y dejado caer sobre ese lado del pecho, se dirigía con un cántaro a la Fuente de los Siete Caños. Con el cántaro lleno de agua avanzaba despacio por la plaza vacía hasta colocarse en el centro. Ahí la cámara se introducía en los ojos de la niña y hacía un travelling a su alrededor, filmando solitarias puertas, balcones y azoteas, y vacías arcadas y bocacalles. Con ese reclamo, de cada balconada, de cada ajarafe, de cada calle, de cada puerta comenzaban a salir a granel vecinos de Cela con la cara entristecida y rigorosa, hasta que una multitud la rodeaba a distancia. En ese momento, alentada con una música de piano que se aceleraba y crecía, la niña lanza hacia el cielo el agua del cántaro que, ralentizando los fotogramas, le cae desgranada en gotas de agua que brillan sobre su piel y su pelo como diamantes, y los que la rodeaban comienzan a sonreír, gritando y corriendo hacia el centro de la plaza para abrazarla. La niña feliz desvía sus ojos hacia el pórtico de la iglesia en la que, en un primer plano, puede leerse: “Post tenebras spero lucem”, y la voz de Marina, engolada y directa, en off, diciendo: “El pueblo de Cela, tras las tinieblas, espera la llegada de la luz. María Matovani, para Noche de Sábado”.


En la plaza no hubo lugar a reprimir las lágrimas y, puesto en pie, el pueblo despidió el programa entre hipos y sollozos embrozados en aplausos.

sábado, 7 de febrero de 2009

8.-




8.- “Cela, a dos de julio del año mil ochocientos quince.

Querido hermano,


Me preguntaba si al cabo de tanta tristeza podría encontrarse la muerte, hasta que me vi rodeado de muertos tristes, de cientos de cadáveres silenciosos que se esparcían abandonados por los campos incendiados, enterrados bajo los techos hundidos de los cortijos, de nuestras casas, lapidados por los muros cuajados de hiedra y líquenes, reventados por la humedad. De repente un zumbido, un silbo comprimido surcando el peralte oscuro de la noche; primero insinuado a lo lejos, bramando bronco y desolador repentinamente encima de nuestras cabezas; luego el resplandor que acallaba el ruido y el olor picante de la pólvora devorándolo todo alrededor. Y de nuevo el silencio y el canto triste de los grillos; la angustia de la muerte.
Así fue. Habíamos nacido en un tiempo en que la humanidad se odiaba. Ésa era la triste realidad, la certeza que oprimía, hasta su asfixia, la voluntad de los hombres buenos, ya por entonces desconsoladamente doblegada, la terrible sensación de que la oscuridad, huérfana de cura, iba a seguir extendiéndose como una plaga letal por todo nuestro mundo conocido, invadiendo y sojuzgando cualquier rebrote de esperanza, acorralando la luz. Y yo, hermano, no supe o no pude hacer otra cosa más que huir.
Me pedían que me rindiera, que desistiera de todo cuanto creía, que yo también expurgara de mi razón el ideario ilustrado que con tanto ahínco abrazó nuestro tío Don Pablo, en el deseo de enterrar las heces que arrastraron aquellos antiguos siglos oscuros, cuando la falta de esperanza hacía tiempo que había hecho mella en mi futuro, cuando tenía la certeza de que no cabía más que esperar sumiso a que las tinieblas espesas también acabasen conmigo, con los míos. Y no encontré consuelo en la huida. Era tanta y tan terrible la ceguera, que temí perder el miedo a fuer de soportarlo.
Lo que ahora me queda de aquello es el recuerdo del silencio, y el tacto mohoso del viento escombrando las ruinas de nuestra vida, derribada a golpes por un miedo cerval y terrorífico. Miedo a los depositarios de nuestra esperanza, a aquellos que portaban la llama que creímos que iba a hacer arder los cimientos de esta sociedad absolutista y servil que nos aseguraban natural y divina; miedo también a aquellos que se decían compatriotas. Así fue cómo nos dimos cuenta de que nosotros éramos el enemigo a batir.
Y como nada es para siempre, un día la vida se abrió para dejarme ver el camino de huida, para permitirme encontrarme con Cela, un pequeño pueblo abatido por el abandono en el que apenas si resistían diez familias y tres monjes que mantenían en píe una preciosa mole de piedra: la iglesia de San Cristóbal.
No habían corrido ni veinte años del nuevo siglo, del tiempo en que dimos sepultura a la esperanza, cuando, entre las cenizas de la destrucción, descubrimos el que sería nuestro gran proyecto de vida, el que tanto buscamos movidos por las enseñanzas del tío Don Pablo, por la utopía del navegante holandés. Cela fue un espejo en el que proyectar la nueva vida, el lugar donde encontré de nuevo la fe. Fue ella la que modeló el nuevo mundo y despertó al hombre dormido, prendiendo una llama de luz en su oscuridad e insuflándole el aliento de vida. Bastó ese soplo divino para que el plomo purificado reluciese como el oro, para que renaciese la riqueza donde no se había conocido más que podredumbre. Y así acabó la muerte y dio comienzo la vida, siendo evidente que con ello Cela, como Sinapia, se situó en las antípodas de los pueblos de nuestra querida España.
Por eso Cela, querido hermano, es el lugar soñado donde vivir, donde hacer crecer a nuestros hijos, a nuestras familias, el sitio en el que llevar a cabo todos las obras que con tanta ilusión hemos proyectado.
Por lo demás no te preocupes que Cela espera. Tomate el tiempo preciso, el que tú y tu familia necesitéis. Ordena tus cosas, la administración de la quintería y las fincas, prepara el equipaje y deja Jaén, no lo dudes.
El gigante custodiará la luz; él nos protegerá de la tremenda oscuridad que desoló la vida de los nuestros. Y nunca olvides: Ex oriente lux.
Julián de Olavide y Rosas.”

lunes, 2 de febrero de 2009

7.- (es largo pero tiene que ser así (lo siento)


7.- -Don Horacio, hay una señorita esperando en la puerta. Dice que es periodista. Marina Mantovani –anunció Agustín, con los ojos vueltos hacia uno de los postigos de la ventana que cimbreaba en sus goznes sacudido por el aire que movía la tarde.
Hacía escasos minutos que habíamos regresado de casa de Lupe, donde, con la atardecida escabulléndose de la noche que se cerraba por encima de las arboledas, se había sellado la caja del Sr. Huete y seguían rezándose responsos por la salvación de su alma. Los vigorosos efluvios de la descomposición se habían camuflado con el penetrante olor de los cirios y velas que ardían para dar luz a la oscuridad en la que se encontraba Don Lucas, por lo que las mujeres podían llorar tranquilas, sin miedo a sofocos ni desvanecimientos. A esas alturas de la tarde ya se sabía que el obispo no iba a permitir que se enterrara a Don Lucas en el camposanto, uno de los escasos cementerios que escapó en su día de la desamortización y continuaba en propiedad del Obispado, por lo que el entierro se iba a hacer extramuros, junto a la tapia norte, un lugar umbrío y húmedo donde, para perplejidad de propios y extraños, en la festividad de Los Santos, se había profanado una tumba anónima, dejando a la vista el esqueleto corrupto y decapitado de algún desgraciado de la Guerra Civil .
No le faltaba razón a Amos Palafrén, librero y habitual contertuliano de Horacio desde que éste se instaló definitivamente en el pueblo, y el Jefe del puesto de la Guardia Civil, el sargento Librado Andújar, ante la falta de presencia judicial competente que mantuviera orden en contrario, decidió dejar que se procediera al enterramiento ese mismo día, anotando en su atestado, como causa del óbito, el suicidio por ahorcamiento. Como mal menor se permitió que el boticario le tomara al cadáver una muestra de sangre que, posteriormente, habría de enviarse a la Cátedra de Medicina Legal de la Facultad de Medicina de la Universidad de Granada, licenciada a estos efectos por el Instituto Nacional de Toxicología, para tranquilidad de la viuda y comprobación de que fue el delirio, el juicio torcido por alguna mala ventolera, el causante de tan lunático desenlace.
Horacio acababa de dar un corte limpio a la perilla de su habano, siguiendo con los ojos el movimiento de Agustín que se acercó al postigo de la ventana para asegurarse de que estaba bien cerrada. Lo mojó entre sus labios mientras explicaba a Amos Palafrén que el corte de un puro debía ser limpio, sin estrías, y que no debía nunca de alcanzar la capa. Le indicaba que el corte tenía que ser justo, ni grande ni chico, puesto que un tajo desmedido facilitaba que las expiraciones provocaran un exceso de combustión y el calor en la boca hacía infumable el puro. Sopló la cuchilla para limpiarla de virutas de tabaco y dejó la guillotina en una mesita. Se dispuso a prenderle fuego con unas cerillas alargadas, de cabeza azul, hechas con madera de cedro, comentando que el sabor de un buen habano se arruina si se enciende con fósforos de cartón o de cera, o con mecheros o bujías; dejó que la cabeza del fósforo se consumiera y la acercó al puro ligeramente para conseguir que la punta se chamuscara; luego sopló y, tras una llamarada espasmódica, que iluminó la cara de Horacio, se prendió una brasa uniforme y viva. Ahí separó la lumbre bajando la cerilla y succionó el cigarro dándole vueltas sobre la llama. Una vez estaba prendido, se regaló el paladar con una profunda calada que vació sobre el centro de la habitación.
El humo en suspensión me permitió esconder el gesto sorprendido por la extraña visita que nos anunció Agustín. Le pedí que me repitiera si la chica que estaba esperando en la puerta era periodista de televisión, pero Horacio se levantó a buscarla sin esperar la respuesta del bueno de Agustín, que no acertaba a asegurar la ventana. Entró con ella al salón y, al reconocerme, el esbozo de una sonrisa le alargó los labios en el rostro. La traía cogida del brazo, dirigiendo sus pasos entre los expedientes apilados que habíamos movido aquella tarde, y le pidió que se sentara junto a mí, en el sofá, por lo que le hice sito echándome hacia un lado.
-Dígame qué puedo hacer por una joven como usted.
-Mire, Sr. Benaventura, creo que debo pedirle a usted y sus acompañantes disculpas por la interrupción, pues veo que estaban de charla y no sé si me atravieso en algo que no debiera –miraba la caja de habanos abierta, la guillotina a su lado, y el movimiento de las manos de Amos que entibiaba una copa de coñac-. Estoy en Cela cubriendo el curioso asunto del robo de las nubes y tengo que preparar un reportaje para el sábado. Todo el mundo me dice que es usted el más entendido en la historia de este pueblo, y lo cierto es que rellenar un reportaje de veinte minutos sólo con el asunto éste del agua, me parece algo complicado. Había pensado contextualizar el tema con una descripción del municipio y sus gentes, y la verdad es que la iglesia me ha maravillado. No me imaginaba que en un pueblo pequeño como éste pudiera haber una iglesia tan magnífica… -se calló observando la cara de asombro de Amos, que ya había dejado la coñac encima de la mesita y, mirándolo, insinuó una disculpa-. No quiero menospreciar su pueblo, sólo quería hacerles ver lo mucho que me ha impresionado la iglesia…, y esta casa –ahora miraba alrededor del despacho, deteniéndose en el lucernario del techo, dejándonos ver su alargado y ceniciento cuello desnudo en el que azuleaban algunas venas.
-No tiene por qué pedirlas –le repuso Horacio-. A mí me ocurre también, después de tanto tiempo, aún hoy, la iglesia no deja de sorprenderme.
Hablaban como si estuvieran solos y el resto fuéramos parte de un decorado, y yo no pude más que gesticular con interés, incomodado por mi incapacidad para meter baza en algún momento, por mi escasa destreza para hacerme notar. Inmediatamente Horacio se ofreció a ayudarla y surgió, ahora sí para todos, una invitación a cenar esa noche. Así se hacía preciso: el deber del anfitrión, el escaso tiempo con el que contábamos para hablar de todo lo que ella quería que Horacio le contase… Agustín se acercó a la unidad móvil que estaba aparcada junto a la plaza a recoger la grabadora de la periodista –Ya no tiene excusa para declinar mi invitación –le dijo Horacio.
En apenas una hora la mujer de Agustín montó la mesa con el servicio de seis comensales. Era una mesa alargada y limpia, difuminada por la media luz de una lámpara de araña de cristal plomoso, engarzada con latón lacado, que daba la impresión que iba a caerse sobre la mantelería de hilo y la cubertería de plata.
-He de advertirle que mi afición por el pasado proviene de mi falta de esperanza en el futuro. Creo que con ello le doy una pista importante sobre la confianza que tengo puesta en este pueblo; en general en todos... Así que si quiere contextualizar mis comentarios sobre ese pesimismo devastador –miraba con sorna a Amós Palafrén, que devolvía el envite acariciando el borde de su copa de vino con la yema de los dedos y chasqueando la lengua después de darle un intenso trago-… Pero antes de comenzar, dígame, de dónde le viene ese apellido tan sonoro, porque no le noto acento alguno.
-¿Mi apellido?..., no, no, yo soy española, nacida y criada en Toledo. Mantovani era el apellido de soltera de mi abuela. Ella era italiana. El utilizarlo yo, además de porque siempre me ha gustado, es porque resulta mas estético en televisión. Mis apellidos son Pérez Sutil.
-Televisión y estética, razonable explicación. Dígame, ¿por dónde quiere que comencemos?, si es que tiene alguna pregunta concreta.
-Ayer descubrí en el pórtico de entrada a la iglesia un relieve con una leyenda en latín. Algunas letras están muy erosionadas, pero se puede leer perfectamente. Lo cierto es que me parece una frase lapidaria y no precisamente de las que se utilizan para la entrada de una iglesia, ¿sabe de lo que le hablo?
-“Post tenebras spero lucem” –le dijo Horacio, sin esperar a que ella se la recordara-. Job, 17,12.
La locución bíblica expresada a viva voz por Horacio, con su tono timbrado y hondo, hizo que todos retuviésemos el aliento, esperando una explicación que el viejo letrado retardó hasta que terminó el vino de un sorbo que no le cupo en la garganta y le rellenó la boca, por lo que tubo que tragarlo en dos bocanadas. Se limpió las comisuras de los labios con los dobleces de su servilleta y la volvió a dejar encima de su pierna izquierda.
-A ver cómo me explico sin divagar demasiado…, aunque ya le advierto que me va a ser algo complicado ser breve, porque usted, lejos de parecerme retórica, creo que es bastante directa. Veamos –miraba en el fondo de su copa el movimiento de una lágrima de vino tinto que le ayudaba a ordenar sus ideas-. En las iglesias en general, y en ésta en particular, no podemos ver exclusivamente la obra del hombre movida por su sentido trascendente de la vida, por su fe, por un sentimiento espiritual con el que glorificar a Dios, porque ello no es así. Eso es una verdad a medias, y ya sabe que las medias verdades tienen bastante de embuste. La concepción arquitectónica de las iglesias, su orientación, su bajos relieves, sus ojivas y sus arcos apuntados, la forma y disposición de sus columnas, la imaginería, los decorados de los capiteles, el ambiente que dan sus bóvedas,…, en definitiva todo lo que se ve y lo que no está presente a la luz, fue creado para perpetuarse, para perdurar, y por tanto para dejar en ella la impronta de sus creadores, el patrimonio cultural de los que allí nacían, se casaban y volvía de nuevo allí para morir. Por eso, en la arquitectura ideológica de las iglesias se encierra una vasta compilación de pensamientos, de certezas, de alegrías y de miedos, que no tienen por qué ser estrictamente, y en todo caso, religiosos. Es esa visión de perpetuidad, de perdurabilidad, lo que las convertía en un custodio maravilloso e indeleble de la vida misma de los que las construyeron: de sus alegrías, de sus aflicciones, de sus vicios y virtudes… El edificio convertido en el símbolo de una idea; la arquitectura aceptada como parte de un lenguaje expresivo. A esto es a lo que se ha llamado la lengua de las piedras. Sólo hay que acercarse a ellas con la necesaria predisposición a escuchar lo que en un principio se sabe que no es fácil oír, sin complejos, ni opiniones preconcebidas.
A Horacio le brillaban los ojos mientras hablaba.
-Imagino que si les hablo del susurro de las piedras no me tacharán de loco ¿verdad? –ahora repartía su mirada sobre todos, y en especial miraba a Magdalena, la mujer de Agustín, que se esforzaba en cerrar la boca mientras masticaba-. La arquitectura de las iglesias se diseñó también para que las duras piedras que sujetan la obra a la tierra y que la elevan hasta tocar el cielo, pudieran acariciar las penurias de los feligreses, sus gruesos y fríos muros también se concibieron para que pudiera abrigar a los peregrinos, el rigor de su oscuridad no olvidó la luz que las envuelve. Son esos pliegues de las iglesias los que las sacan de su hermetismo, los que las abren al exterior para hacerse entender. Te recomiendo –comenzó a tutearla-, que te acerques a Notre Dame de Paris un día de invierno en que La Cité esté envuelta en un manto blanco y La Sena empuje los rayos de sol a la explanada de la fachada occidental iluminando la misa de la mañana, en la que las notas del magnífico órgano Cavaille-Coll empujan hacia Dios las imploraciones del coro de creyentes. O más cerca, ve a la Catedral de Sevilla, arrímate a las piedras de la catedral a esas horas en que el silencio te permita escuchar en el presbiterio el crujir de las velas ardiendo, cada una escondiendo una esperanza, un deseo, cuando el sol comienza a perderse por poniente y el azahar de los naranjos se cuela por la Puerta del Perdón; o aún más cerca, te invito a escuchar nuestro cuarteto de cámara el día de navidad, aquí mismo, en la iglesia de San Cristóbal. Puedo asegurarte que en esos momentos la lengua de las piedras se hace perfectamente audible.
Acostumbrado, como estaba, a verlo con la toga, nunca me imaginé a Horacio abriéndose al exterior como las piedras de las que nos estaba hablando, pero fui el único extrañado, por lo que me convencí de que no lo conocía lo suficiente.
-¿No la veo extrañada con lo que le digo?... Perdona, no sé cuando te tuteo o cuando te hablo de usted, así que voy a tutearte porque otra cosa me resulta absurda –se hizo un pequeño silencio que permitió oír el cabezal del grabador y las bobinas girando. Marina sonrió y asintió moviendo la cabeza-. Entiéndeme lo que te quiero decir, es evidente que el origen y uso de las iglesias ha sido y es esencialmente religioso, pero quién duda que desde los púlpitos se nombraban políticos, que en su naves se pesaba el grano y se le daba precio, que se organizaban los gremios y se repartían las labores, que fueron principio y fin de grandes revoluciones, en definitiva, que las iglesias eran el gran espacio público y popular de las ciudades.
Recuperó el aliento mientras ordenaba los pensamientos y sin esperar respuesta siguió hablando.
-Los secretos de sus vidrieras, el silencio profundo de su interior, su recogimiento, la luz que desciende sobre las bancadas de las gradas, la soledad de su altar, la figura estremecida de un cáliz recubierto con la palia, los sagrarios…, no cabe duda de que realzan el sentimiento espiritual, de que invitan a venerar el alma y su destino, un alma necesitada de luz, con anhelo de elevación, de trascendencia, pero no podréis negarme –ahora ya hablaba abiertamente para todos, que escuchábamos con expectación-, que la pomposidad de su construcción, la arquitectura extramuros, la continua exposición pública de las familias y personas que contribuyeron de alguna forma a su historia, a través de sus escudos, sus facciones utilizadas en las caras de los santos, de los personajes bíblicos que se reparten en los relieves, su presencia constante, no les da a las iglesias un aire ajeno a lo moral, incluso diría que cercano a lo pagano.
-En Cela, para los Santos, los jóvenes amontonan huesos de animales en las ventanas y puertas de las casas, y cómo no, de la iglesia…-por un momento se quedó callado recordando el cadáver decapitado que había aparecido ese año junto al cementerio-; en vez de recordar a los difuntos, recordar las buenas obras de los santos de la iglesia, aprovechan ese día para tentar a la muerte, a lo fantasmagórico, para flirtear con la oscuridad. Lo pagano y lo religioso están íntimamente ligados, forman parte de una misma fuente.
Tendió el cuchillo contra el pichón en adobo que había preparado Magdalena, separando los trocitos de pera que se escondían en el puré de castañas, y se echó el bocado. Se calló mientras masticaba y los demás aprovechamos para comer también, por lo que en un momento sólo se oyeron los roces dentados de los cuchillos contra la porcelana y los sonidos de las copas. Antes de seguir hablando felicitó en público a la mujer de Agustín Rebollo.
-En cuanto a la frase, llevas razón, la espera de luz tras las tinieblas, tras la oscuridad, puesta en boca del santo Job, normalmente ha sido utilizada como epitafio en lápidas y santuarios, por lo que a todo el mundo le extraña que en la puerta principal de una iglesia gótica como la nuestra, alguien pudiese gravar ese mensaje. Pero tiene su lógica, siempre, claro está, que uno se deje convencer por lo que le dicen las piedras –sonreía dejando caer sus labios hacia un lado.
-De nuestra iglesia sabemos bien poco, porque extrañamente no conservamos mucha documentación que nos permita descubrirla. La pista se pierde en a principios del XVIII, que es exactamente de cuando se conservan varios documentos que hablan directamente de ella. Pero hasta esa fecha, todo lo relacionado con la iglesia hoy por hoy es un misterio. No tenemos ni planos antiguos, sólo los que se levantaron con ocasión de una escasa restauración que se le hizo con motivo del terremoto que removió los cimientos de Cela el siglo pasado. Por cierto, ese hecho fue el que hizo que el San Cristóbal que da nombre a la iglesia, ahora esté presidiendo nuestra casa desde hace muchos años.
-¿El gigantón de la fachada es un San Cristóbal? –preguntó Marina, y Horacio asintió con un movimiento de cabeza, antes de seguir hablando.
- Lo que sí que sabemos, porque nos lo dicen las piedras, es que la iglesia primitiva, en la que se ubica la columna de la inscripción, fue construida a finales del siglo XV en honor de San Cristóbal, patrón de los caminantes. Cela se ubica en un lugar privilegiado, justo en la entrada de la sierra, muy cercano al mar, con lo que no es de extrañar que con ello se favorecieran asentamientos de comerciantes que estaban destinados a servir a los viajeros que cruzaban estas tierras del mar a la montaña, o de la montaña al mar. Además, como fueron tierras moriscas, a los conversos adinerados por el comercio no les quedaría más remedio que demostrar su sangre nueva construyendo un gran santuario a Dios. Luego vino la expulsión de los judíos, la pobreza que invadió esta tierra, su despoblación y tantas calamidades que se vivieron en aquella época, por lo que el asentamiento fue abandonado, con excepción de la iglesia, que se convirtió en monasterio, en el que vivió una exigua dotación de seis monjes, a los que sabemos que siguieron otros tantos. Aquellos seis primeros monjes están enterrados en una cripta debajo de la crujía de la iglesia, a los pies de la cancela que da paso al presbiterio, y otros doce, también en la cripta, pero en la parte que queda debajo de las naves laterales, por tanto, conceptualmente, la frase lapidaria está perfectamente puesta en su sitio, porque lo que realmente encierra nuestra iglesia es un enorme féretro.
-Como puedes ver, ésa puede ser una buena explicación a tu pregunta, aunque no la única, ni necesariamente la correcta –nadie agachaba la cabeza hacia el plato, atendiendo al desarrollo de la explicación, salvo Amos Palafrén que redoblaba con sus dedos en la madera de la mesa para realzar jocosamente la intensidad del discurso de Horacio-. Los asentamientos de población en Cela, por lo menos los que han dado origen al pueblo tal y como lo conocemos hoy, datan de principios del siglo XIX. Un nutrido número de jóvenes, encabezados por nuestro afamado Don Pablo de Olavide y Rosas, arrastrados por los aires renovadores que supusieron el espejo francés y la esperanzadora ilustración española, tomaron conciencia de que no era justa ni lógica la vida que les había tocado vivir, por lo que, decididos por el cambio, en un acto de rebeldía inusual para la época, proyectaron la construcción de una nueva sociedad, una sociedad que, partiendo de la nada, pudiera servir de perfecto encaje de las perspectivas políticas, sociales y morales que pretendían aquellos que se vinieron a vivir a Cela. Ellos tenían claro que la decadencia de nuestra cultura había alcanzado tales cotas que era imposible una simple reforma, había que exiliarse y comenzar de nuevo. Durante años, ajenos a los aires inquisitivos de la iglesia y a la opresión de los militares heredados de los sucesores del Conde-Duque de Olivares, diseñaron su estructura urbanística, tranzando con tiralíneas sus calles, sus plazas, disponiendo de forma racional y ordenada sus edificios públicos y privados, pero también intervinieron en su estructura social y política, fiscalizando el espíritu y la hacienda de aquellos que pretendía instalarse en el municipio. Se trataba de evitar en lo posible el contacto de los individuos corruptos que habitaban afuera, con los ciudadanos, elegidos y puros, de Cela; había que separar a los violentos, vagos y maleantes, de los pacíficos y laboriosos; en definitiva, separar el grano de la farfolla.
-Lo cierto es que me ha extrañado mucho la magnífica disposición de las calles del pueblo, tan rectilíneas y paralelas. Me recordó a la Barcelona del siglo pasado –comentó Marina.
-No tienes que irte tan lejos. Gran parte de los que vinieron a Cela procedían de Jaén y Granada, no tienes más que ver los apellidos de la mayoría de la gente que por aquí vive, por lo que no te ha de extrañar que urbanísticamente se copiara el modelo que se había seguido en los asentamientos de Sierra Morena. La Carolina y sus pedanías, fue el modelo a seguir.
-Por tanto ahí tienes otra posible explicación a la frase que preside nuestra iglesia: “Post tenebras spero lucem”; tras las tinieblas del antiguo régimen, se esperaba la luz de la nueva vida, la luz a la que se accedía a través del conocimiento, a través de la nueva sociedad que se había instaurado en Cela.
Todos afirmábamos inconscientemente, como si tuviésemos la perspectiva necesaria para poder opinar. Pero claro, no la teníamos y el siguió hablando, gustándose en nuestro embelese.
-No obstante todo lo dicho, puede ser que exista otra explicación más simbólica y rocambolesca, y quizá por ello más hermosa. Es probable que no estemos más que ante la sugerencia emblemática de un arquitecto, de un párroco, de un contratista…, en definitiva ante un aviso de quien pretendía que se ahondase en el conocimiento de la iglesia, en lo que ésta quería contar realmente. Quizá esa frase no sea sino una clave introductoria de la lengua de las piedras.
-Perdona Horacio, pero no entiendo –advirtió Marina que a esas alturas también lo tuteaba abiertamente.
-Vamos a ver. Una marca tipográfica típica en el Siglo de Oro era la imagen de un puño cerrado protegido por un guantelete, en el que se agarraba un halcón cuya cabeza estaba cubierta por un capirote. Debajo de esa representación se encuentra un león dormido y se puede leer el lema “Post tenebras spero lucem”. Cervantes o Tirso de Molina utilizaron en su obra este lema con un claro valor simbólico dirigido al lector, al que con ello se invitaba a reír, a disfrutar, pero también a pensar, a adentrarse en la obra y ahondar en ella, reflexionando sobre lo que el autor estaba contando, porque detrás de cada mofa, de cada chascarrillo, hay un requiebro que sólo el lector atento puede descifrar. Así, si damos por buena esta explicación, quien amplió la iglesia en el XIX, a todos aquellos que nos acercamos a la misma, con esa divisa nos estaría lanzando un reto: ¿hablas la lengua de las piedras?