domingo, 20 de diciembre de 2009

DISPARO




Los cambios de tiempo aún hurgan en la cicatriz de mi herida; el frío intenso que baja de la sierra, el calor sofocante invernado debajo de la polución, los nublos que descollan por encima de los rascacielos de Madrid, repasan la trayectoria abierta de la bala, travestidos de un picor punzante, de uno a otro lado de mi entrepierna. Es otra forma de traer al recuerdo lo sucedido en aquellos días, de que no olvide, por mucha distancia que le haya dado a Cela, la miseria de la condición humana.
"Herida de bala en las partes blandas del muslo derecho, producida por disparo a bocajarro. Orificio de entrada de 7 á 8 milímetros de diámetro redondeado y situado en la cara anterior del masto tercio medio, orificio de salida, cara posterior del muslo anchamente abierto con dos extensos colgajos y por el que asoman fragmentos de músculos. Regularizada la herida con las tijeras se le dieron 15 puntos de sutura. Probablemente la cicatriz será completa al mes." Así decía el parte médico de mi intervención, aunque, como puede verse, no me previno del recuerdo que después de tanto tiempo aún abriría la vieja herida.

sábado, 12 de diciembre de 2009

Carta de Horacio Buenaventura a Mario Parrado




“Querido Mario,
No sé cómo se inicia una despedida. Acaso tomando conciencia del final de una vida y callando todo aquello que tú ya sabes, aunque nunca me atreví a decirte. Porque hay palabras que suenan mejor cuando no se dicen, cuando se dejan dentro, y no por eso puedo evitar gritarlas ahora que tanto aprieta el sufrimiento que se arrastra detrás cada renuncia, de cada pérdida, como pequeñas batallas en las que se atisba inminente la gran derrota. Así tiene que ser Mario.
Agustín te ha hecho llegar mi maletín, en el que, junto con el libro de Fernández de la Testa y otra mucha documentación, habrás encontrado esta carta. Aún no lo sabes, pero eres tú mi único heredero. Salvando unos dineros que he adscrito a una pensión vitalicia para el bueno de Agustín, que tanto bien ha hecho por este viejo letrado hasta ahora que escribo estas letras, y al que tanto voy a deber a buen seguro en el futuro, porque la fiera que ha mordido en mi pasado ya no va soltar el bocado hasta nublarme el futuro, todo es tuyo. La casa y cuanto se encuentra en ella ahora es de tu propiedad, por lo que puedes disponer de ello a tu antojo, aunque no me cabe duda de que serás un digno sucesor de la familia Bonaplata.
Sólo un ruego encarecido. El mensaje de las piedras de San Cristóbal es imperecedero y así debe seguir siendo. El tiempo ha ido dejando su huella en nuestra maravillosa iglesia. El frío y el calor de la intemperie se han cebado con sus piedras hasta desgastarlas y arrugarlas, como está haciendo ahora con mi memoria, pero la iglesia sigue en pie, en la plaza, erguida y vertiginosa, mágica y enigmática, manteniendo vivo todo aquello para lo que fue levantada, y así deben de mantenerse también los secretos que me fueron legados y, por tanto, no me pertenecen.
Aquel día, en mi despacho, me juraste mantener oculto todo cuanto nos fue revelado, las causas que determinaron los trágicos sucesos que vivimos en Cela. Créeme que tuve mis razones para exigirte tal juramento. Demasiado dolor había a nuestro alrededor para seguir malgastándolo gratuitamente. Ten por seguro que hay penas que se purgan mejor en solitario. Empero, creo llegado el momento de levantarte el juramento que en su día prestaste. Ha llegado la hora de que el secreto de las piedras de Cela vuelva a su lugar de origen, a disposición de quien sea capaz de desvelarlo. Para eso se concibió. Por mi parte, yo ya he dado el primer paso devolviendo el gran vitral a la fachada de la iglesia de San Cristóbal.
Como verás, entre la documentación que te acompaño, vas a encontrar los negativos de las cinco fotos que te he enviado estos meses atrás. Una vez que entiendas su significado destrúyelos. Hay información que sólo debe de residir en nuestra cabeza.
Te entrego también la única referencia válida sobre la historia de nuestra iglesia, el Libro de Anticristo. Aprende de todo lo que el libro de Fernández de la Testa nos enseñó y no temas, recuerda que para los cristianos buenos la muerte no es otra cosa más que el principio. Al final del día la señal de la cruz dirigirá tus pasos a la salvación. Como los demás hemos hecho, déjate guiar por el gigante.
Horacio.
Posdata.- El día que me casé, junto a la casa había crecido un enorme campo de amapolas rojas como el buen carmín. Casualidad o no, fueron cinco las que adornaron nuestro matrimonio, las que disecamos prensadas en un libro, para que nos sirviera de antídoto contra el olvido, para que nos hicieran recordar la belleza de aquel día, el amor que nos prfesábamos. Son tuyas también, para que recuerdes, para que no olvides.”

lunes, 21 de septiembre de 2009

Magdalena y Agustín Rebollo




Magdalena y Agustín Rebollo


Con la luz apagada. Así es como le gusta a Agustín mirar a Magdalena. Se apoya, a tientas, detrás de la puerta del salón, para observar a hurtadillas a su mujer, que se entretiene en la costura, dando puntadas con largas agujas de acero lubricadas con vaselina a los ovillos de lana de colores que ruedan encima de las enaguas de la mesa-camilla, o enhebrando los hilos, apelmazados con esmalte o saliva, por el ojo imperceptible de diminutas agujas que guarda clavadas en un acerico enchapado en plata con la almohadilla colorada. Ella está sentada en un sillón de madera mullido con cojines de punto, junto a un brasero de piconilla de jara cuyo olor fresco, desbravado, flota ingrávido por la casa hasta encaramarse en los techos de los angostos pasillos de las plantas de arriba. Detrás de la reja de la ventana desfilan sombrías las oscuras tardes de invierno.
"Agustín, deja de hacer tonterías. Anda, ve y haz algo de provecho. Esconde la cántara en el fondo de la alacena que se nos va agriar la leche con tanto trueno".Le dice sin apartar la vista de la costura. Y se sonríe para sus adentros, bajo el fondo atronador del bramido de la tormenta.
Todas las tardes, a eso de las seis, mientras reza el Ángelus, aprieta el gesto y amusga los ojos, pidiendo al Señor que si tiene a bien, les guarde por mucho tiempo a Don Horacio, por todo el bien que les ha hecho a ella y su Agustín.

sábado, 19 de septiembre de 2009

Llegada a Cela (fragmento)





.- Llegamos a Cela con una luna redonda y fluorescente colgada de un cielo raso cubierto de estrellas que nos hizo compañía durante el último trecho del camino. Abandonada la carretera nacional, vadeamos ríos secos, ramblas abrasadas por las recias solanas, sembrados de cereales agostados y amarillos, campos de primerizos girasoles en los que despuntaban tibios los tallos, esqueléticas viñas, hasta que el coche enfiló un liño de chopos, con los troncos encalados, que balizaba el acceso al pueblo. Dejando a un lado la marquesina del apeadero del tren, la larga perspectiva de la línea férrea que se perdía tras un recodo, callejeamos entre los modernos y desabridos edificios levantados con las divisas de la inmigración en las bordas del pueblo, estrangulando la ciudad vieja construida por Olavide y Bonaplata, antes de remontar la calle de la Amargura. Con la brisa nocturna, una veleta, con su gallo encrestado, se canteaba a duras penas en lo alto del tejado de la fábrica de gaseosas y hielos a granel La Flor de Cela, emitiendo un gemido vago y herrumbroso. Pasamos de largo por la puerta del despacho, ante la atenta mirada del gigantón San Cristóbal que presidía la fachada, y Agustín aparcó el Dodge negro delante de la casa de Ventura Escalante. En ese momento nos recibió una noche despejada, limpia y silenciosa.
(Sigo con historia de Cela. Ya casi llega a su fin)

lunes, 27 de julio de 2009

LUCAS PARRA BAUTISTA in memoriam

Once años no son tantos como para esquivar la memoria, para borrarlo de dentro. Así que aquí lo tengo conmigo, siguiéndome el paso.
Mientras el tiempo se desgrana y veo cómo mi reflejo se deforma y arruga cada mañana ante el azogue del espejo, mi hermano no envejece y se perpetúa joven en las fotos que mis padres conservan colgadas en su habitación, moviéndose alegremente por mi cabeza, lo que me hace preguntarme si no seré yo el que se está yendo poco a poco.
Siempre lo quise especialmente, y durante estos años se me había olvidado gritarlo. Hoy lo hago.
Te quiero hermano.

lunes, 13 de julio de 2009

Miguel Fábrega, por Antonio Marín Peñas






Hoy de de nuevo el despertador demasiado temprano. Otra vez el trabajo, las prisas, la absurda celeridad cotidiana. De nuevo ese cliente desagradable que me llama cada día. Pero también hoy, al despertar, el abrazo calido de mi compañera de viaje, el beso de buenos días de mis hijas, la luz, el cielo, el mar, el locutor de radio que me ayuda a conectar, las sonrisas amigas y el periódico del desayuno.Todo sigue, todo ha continuado ocurriendo en el mundo, todos hemos vuelto a nuestras vidas y a nuestras historias personales. La máquina ha seguido funcionando, el tiempo ha continuado dando pasos precisos y rítmicos, el tráfico ha vuelto a inundar la ciudad, y las horas van cayendo una tras otra.Todo sigue adelante, aunque tu, amigo, ya no estés aquí para verlo. Extrañamente seguimos adelante, sin comprender, sin explicaciones, sin respuestas, perplejos, impotentes, confusos, con el shock ante el choque entre la vida y la finitud inexplicable.Hoy todo siguió adelante, aunque ya el mundo es distinto para siempre, porque ya, amigo mío, no estás tu aquí para verlo. La aventura sigue, el show debe continuar, y nosotros mas adelante volveremos a encontrarnos, distintos, pero de algún modo siendo. Hasta la vista Miguel.




Antonio Marín Peñas

miércoles, 8 de julio de 2009

“Infants dreams” Bill Douglas




“Infants dreams” Bill Douglas
27 de abril de 1970.

Estás apoyado sobre la planta de los pies descalzos, sujeto a una silla, mirando por la ventana entreabierta los palomos que forman alineados en el alerón de la casona de enfrente. Afuera envuelve el pueblo un cielo azul de una extraña dureza para estas alturas de año, por eso tu madre te tiene medio desnudo, con una camiseta blanca de punto y un calzón también blanco. Hace unos días echaste andar y lo has complicado todo. Hemos tenido que hacer desaparecer cuanto está a tu alcance y aún no sé cómo me las voy a ingeniar para protegerte de los enchufes.
Tengo que decirte que has sido muy valiente. Te has soltado de la silla y, con los brazos abiertos y las piernas arqueadas, has recorrido todo el salón hasta apoyarte, de improviso, en mi espalda.
Me doy la vuelta y no me hace falta entender lo que balbuceas, porque me miras y sonríes, antes de apoyar tu cabeza en la seguridad de mis muslos.
Y por cierto, esta noche no nos has dejado dormir.

Uno de mayo de 1970.

Ayer acabé un libro hermoso; triste y a la vez hermoso. En las notas que casi siempre escribo en los libros que leo, menciono que la autora dice que la historia acaba como cesan las voces después de haber hablado, y yo le he añadido: con silencio y un regusto de melancolía que sólo se me pasa cerrando los ojos, mirándote mientras sesteas en tu sillita, y pensando que mi historia, nuestra historia, comienza ahora contigo.
Lee el libro cuando estés dispuesto a asumir que hubo un tiempo en el que refugiarse en la resignación no era una muestra de cobardía, sino que era la única forma de hacer más llevadera la pobreza; que la única libertad posible era gastar la vida de la forma menos dolorosa posible; que amor y odio, eran sentimientos que se difuminaban entre las fatigas y necesidades de tener que comer cada día. Algo tan primario como comer ahogando sentimientos tan hondos como el amor. Es curioso, ¿verdad? Dios quiera que no lo tengas que vivir.
Viernes, cuatro de mayo de 1970

Son las cuatro y media y acabas de despertar. Fuera, por encima de la loma, chorrean unas nubes grises que lamen las copas de los acebuches. Por un hueco se cuela un rayo de luz blanca que ilumina el edificio del fondo; lo enfoca y resalta en la estampa umbría que se ve desde la ventana de la habitación. Algunos rayos de luz rebotan salpicados en el contacto con la piedra bruñida. Tú lloras echado en tu madre en el cuarto de al lado, porque ella se empeña en limpiarte las narices. Te ha vestido de azul y te peina constantemente la sombra orada que ya resalta en tu cabecita pelona. No puede evitarlo. Si hubieses sido una niña como ella quería-todavía te mira en la entrepierna resignada- no quiero ni imaginarme lo que estaría haciendo contigo.
Por cierto, mides setenta y cinco centímetros.

sábado, 20 de junio de 2009

“My name is Luca”. Suzanne Vega.


“My name is Luca”. Suzanne Vega.

El primer recuerdo consciente que mantengo es de la imprenta de mi padre, “Portocarrero e Hijo”, un próspero negocio local dedicado a componer artesanalmente tipos encima de las páginas vacías, a ensamblar palabras y darles formas en el papel blanco, en el que medio pueblo de Cela aprendimos mecanografía con el método QWERTY del americano Christopher Sholes. Yo estoy sentado a horcajadas encima de las rodillas de mi madre, junto a la entrada de la imprenta, al lado de un viejo chibalete condenado a servir como mueble decorativo, y Babé, mi abuelo, tira de los pliegos de papel en los que brilla acharolada la tinta que embadurna los dedos de mi padre que sujeta la palanca de una guillotina. De fondo, desordenado y monótono, el sonido de las teclas de las máquinas de escribir.
No creo que tuviese más de cuatro años, a lo sumo cinco, cuando aquello se estampó, como los grabados de Babé, en mi memoria. Lo más curioso es que es no tengo una conciencia remota de aquello, y parece como si todo acabase de ocurrir hace apenas unos días, o como si lo hubiese inventado.
Luego sí que me acuerdo, ya un recuerdo antiguo, de cómo mi madre me secaba con las sábanas de mi cama después de bañarme en la bañera esmaltada que teníamos en un cuarto de baño de paredes azulejadas y techos altos rematados con una claraboya de cristal gordo y opaco, en la que emborronaban la luz los nidos de las torcaces instalados al abrigo de las tejas rojas de la techumbre de una almazara abandonada; o las delgadas cañas de bambú de la huerta que veía desde la ventana de mi habitación, junto a un nispolero; a mi madre, sujetándome entre sus piernas para rematarme el flequillo con la colonia a granel que comprábamos en la droguería “El Ahorro”, el primer día de colegio, cuando todavía hacía un calor insoportable…
No sé por qué los primeros acordes de esta canción me entristecen. No lo entiendo. Antes no me pasaba; todo lo contrario, en cuanto la escuchaba me venía a la cabeza mi primer año en Granada. La casa de la calle de El Ángel, un decadente y decimonónico edificio de tres plantas del ensanche granadino, paralelo a Recogidas. Manolo había grabado una cinta de Suzane Vega y por las noches, antes de cenar, la poníamos a todo volumen. Aquel órgano quejumbroso, la guitarra acústica retumbando en el angosto patio de piedra y nosotros, como bobos, con los ojos clavados en nuestro estrecho pedazo de cielo. Pero ahora no. Ahora, en cuanto comienza a sonar noto tristeza. ¿Será nostalgia? ¿Nostalgia de qué? No echo de menos aquello..., o eso creo.
Céntrate en la maleta y no olvides nada. ¡Joder!, verás como no es nada. De ésta sale, él es fuerte. Tiene que salir…, y va a salir. Las llaves…, no olvides las llaves de casa. No habrá nadie en casa. Asegúrate que has apagado todas las luces. De todas formas Heidi tiene que venir a limpiar mañana, así que no pasa nada si se queda algo encendido. Marina también puede pasarse... No, ella no va a volver. Vete ya, vamos.
Papa, aguanta, vale; tú aguanta, por favor.

domingo, 14 de junio de 2009

"Adios Nonino". Astor Piazzolla.





"Adios Nonino". Astor Piazzolla.
Cela, mayo del año 2008.

Babé se fue de repente. Así vino al mundo, como una aparición, con lo que no es de extrañar que tampoco hiciera ruido al abandonarlo. Me contaba mi abuela que la primera vez que supo de Babé ella contaba con cuarenta y dos años y, por mucho que lo hubieran deseado, ya no esperaban descendencia; y que nació sietemesino, rodeado de patrones e hilos, porque ése era su oficio, el de costurera, sin dar siquiera un aviso. Así era Babé, inesperado y silencioso.
El día en que tú viniste al mundo, Babé me pidió que te quisiera tanto como ellos me querían a mí, y, por obediente que haya sido, hoy me pregunto si lo habré logrado.
No creas que lo traigo al recuerdo con tristeza. No es así.
Antes de irse me recordó aquellos años en que yo me creía inagotable, aquellos largos años de la juventud que parecían anclarse en las hojas de los calendarios que colgábamos en la puerta de la imprenta, y me dijo: "Bruno, pronto te angustiará haber pensado que nosotros también íbamos a vivir para siempre. Que ello no te pese. Convéncete de que la conciencia de nuestra muerte, de la de los que nos rodean, es una bendición que sólo se nos ha concedido a los hombres. Es la grandeza de esa fatalidad lo que da sentido a la existencia."
Y entonces apeló a la resistencia de la memoria, y me aventuró que si yo quería, a Babé nunca lo desterrarían de mi recuerdo, que se quedaría para siempre conmigo como el negro de humo de la tinta china en el papel.
Y yo quiero hacer lo mismo contigo. Después de tanto como he callado, quiero hablarte de nosotros. Para ello retomo unos apuntes que, como tantas otras cosas, me dejé olvidados por el camino.
Mientras se carga el tanque del tintero me viene al pensamiento tu madre. Creo que sólo ella huele mejor que la tinta espesa.
¿Sabes? Tengo los dedos arrugados y oscuros, como las herramientas en desuso de la imprenta. Cada día me parezco más a Babé.
Un beso hijo.

viernes, 5 de junio de 2009

DECÁLOGO


1.-La vida no es justa. Acostúmbrate a ello.
2.-Al mundo no le importa tu autoestima. El mundo espera que logres algo, independientemente de que te sientas bien o no contigo mismo.
3.-No ganaréis 3.000 euros mensuales justo después de salir de la universidad, y no serás vicepresidente de nada hasta que, con tu esfuerzo, te hayas ganado ambos logros.
4.-Si piensas que tu profesor es duro, espera a que tengas un jefe. Este sí que no tendrá vocación docente ni la paciencia requerida.
5.-Dedicarse a servir cervezas o llevar pizzas no te quita dignidad. Tus abuelos lo llamaban de otra forma: Oportunidad.
6.-Si metes la pata no es culpa de tus padres ni de tus profesores, así que no lloriquees por tus errores y aprende de ellos.
7.-Antes de que nacieras, tus padres no eran tan aburridos como ahora. Empezaron a serlo al pagar tus cuentas, limpiar tu ropa y escuchar tus quejas . Así­ que, antes de emprender tu lucha por las selvas vírgenes contaminadas por la generación de tus padres, inicia el camino limpiando las cosas de tu propia vida, empezando por tu habitación.
8.-En la escuela puede haberse eliminado la diferencia entre ganadores y perdedores, pero en la vida real NO. En la escuela te dan oportunidades para ir aprobando tus exámenes, para que tus tareas te resulten más fáciles y llevaderas. Esto no te ocurrirá¡ en la vida real.
9.-La vida real no se divide en semestres, no tendrá¡ largas vacaciones de verano, de pascua, de navidad, del patrón del colegio, puentes,etc. y pocos jefes se interesarán en ayudarte a que te encuentres a ti mismo. Todo eso tendrás que hacerlo en tu tiempo libre.
10.-La televisión no es la vida diaria. En la vida cotidiana la gente de verdad tiene que salir del café de la película para irse a trabajar. Y procura ser amable con los listos y chapones de la clase. Es probable que termines trabajando para uno de ellos.

A tanta evidencia, yo añadiría un consejo:

Donde quiera que ésta esté, dedicar un mínimo esfuerzo diario -por minúsculo que sea- a la búsqueda de la felicidad. Es una buen remedio para que los días no se amontonen.

domingo, 31 de mayo de 2009

El pecado




Hugo entró después de que la esquila de la puerta sonara tres veces, como en su día hizo Olvido, y no encontrar respuesta. Una vez dentro, se estremeció al ver su reflejo solitario en la lámina deformada del espejo de detrás del mostrador, un espejo estrecho y alargado que daba profundidad a la oficina de farmacia. Se miró por encima del hombro y sólo vio el movimiento de su sombra. Fue entonces cuando escuchó aquellos gemidos que procedían del cuarto del fondo.
La luz matizada por los efluvios de los ácidos y los alcoholes se derramaba por debajo de puerta de la rebotica, haciéndose intermitente al compartir espacio con la sombra alargada de Don Lucas Huete, que se apretaba con fuerza contra el cuerpo de Olvido.
Hugo se apostó de rodillas, agazapado, con los ojos mirando a hurtadillas por el cristal esmerilado de la puerta, que destellaba o se apagaba siguiendo el movimiento de la luz pabilosa del interior, y la vio desnuda, entregada, mientras la lengua del farmacéutico recorría sus pechos.
Encabalgó el dedo índice sobre el pulgar y, llevándose la mano a la boca, juró que nunca los perdonaría.

martes, 26 de mayo de 2009

La llamada




Recuerdo un cielo encapotado y el frío colándose por las ventanas de los balcones que daban a la plaza. También el sonido metálico del teléfono rojo y el tacto suave del auricular al pegarse a mi oído.

Aún hoy, después de tanto tiempo, me sigue extrañando que no fuese capaz de reconocer su voz.

martes, 19 de mayo de 2009


Hay una luz oblicua y transparente que se filtra a través del celaje acristalado del riachuelo, por donde discurren mansas las aguas que la primavera derrite de las copas altas de la sierra. Esa es la ley natural, piensa, el constante fluir...
En el fondo, como un recuerdo, se acuna la imagen salpicada de brillos de un dije: el anillo de su boda anudado a una cadena trenzada en oro. Cuando se agacha para tocarlo, con la palma arrugada de su mano extendida desdibujada en el contacto con el agua, nota la caricia del colgante que juguetea entre sus dedos. Zambulle el cuerpo entero y, al mirar hacia arriba, hacia la luz que lo busca entre su pelo que flota nimbado, como las ovas de las albercas, sabe que no tiene otro remedio que buscarla. Y, cerrando los ojos, se deja ir...

domingo, 10 de mayo de 2009

El Gaviero

Con gran parte del camino andado, ahora toca volver. Y regreso adonde están los míos, a mi casa, a mi infancia, a mi pueblo, aunque sea solo para presentároslos.

Un abrazo grande para Los Gavieros.

Pepe
jrparra@lealtadis.es

viernes, 24 de abril de 2009

GATO



Escampa cuando la tarde se retira detrás de las alamedas de La Vega, mientras un nublo, en cuyo interior arden los últimos rayos de sol, se descuelga en el cielo como un desgarrón, sumergiendo la ciudad bajo un fondo nocturno en blanco y negro. La caída de la tarde ha vaciado las calles y los pasos del grupo se amplifican en el silencio de la anchura de la avenida, roto, con estridencia, por las rodaduras de un camión cargado con bateas de ladrillos, que resuenan entre la paredes y fachadas de los altos edificios como los gritos aullados de las presas al ser devoradas en las aguileras de un cañón profundo y vertiginoso. Repentinamente, la luna, entelada como un mueble en desuso, se hace hueco en el peralte del cielo huérfano aún de estrellas.
Se deberían de haber dado cuenta de que los llevaban detrás, que desde Plaza Nueva alguien les venía haciendo el camino, pero ajenos a esa compañía, dejaron al padre Damián en la puerta de la facultad antes de enfilar las angostas calles de la Catedral, camino de vuelta al hotel.
El más alto de los dos, un tipo delgado y amarillento, con barba descuidada y gestos afilados, de cuello delgado en el que sobresalía una enorme nuez –como si suyo sólo fuera el pecado de Adán-, y dedos largos, emboquilló un cigarro y le prendió fuego bajo la luz pabilosa de los cirios encendidos que se escapaba flotando de la Iglesia de los Santos Justo y Pastor, en la plaza de la Universidad. Apretó los labios para que una sonrisa se le alargue en el rostro y en el iris de sus ojos azules y desconfiados se reflejó una semilla que se precipitó desde la copa de uno de los castaños de la plaza. El otro, algo más bajo y redondo, con el cuerpo estribado en unas muletas oxidadas, se quedó un paso atrás esperando órdenes, anotándose en la memoria el sonido amplificado de las monedas al caer en el limosnero de la Virgen: "Otro día. Para cuando no tengamos ningún encargo", pensó.

El tullido ya ni siquiera recuerda su nombre de pila y atiende al apodo de Gato. Siempre a la sombra de su compadre Balero desde que su coche se empeñó en salirse en una curva y dar volteretas como si fuera una peonza, ha sido incapaz de protestar ante la orden que le dio Balero esta mañana mientras esperaba en La Cuesta de Abarqueros, por lo que ha acudido a la hora prevista al Puente de Cabrera. Sentado en el pretil, con la pierna muerta colgándole del mango de la muleta, repasando mentalmente el dinero que le tocaba por este trabajo, recuerda las palabras del monje del reformatorio, cuando lo veía devorar con el migajón apretado entre los dedos los platos turbios de la pringue del cocido: "No hay mejor ingrediente para una buena receta que el hambre". Estaba dispuesto para lo que fuera.
Desde aquel día del accidente no se ha separado de Balero. Fueron muchas las costuras que hubo que darle a su maltrecho cuerpo, continuas las idas y venidas de la beneficencia al hospital, del hospital a la cárcel, y demasiado el tiempo que tuvo que esperar hasta que sus extremidades se pusieron en funcionamiento, todas menos la pierna izquierda que desde entonces le quedó colgando del cuerpo. "Por lo menos no me la cortaron"- y así se consuela cuando la ve moverse encima de la muleta.
Gato no recuerda más orilla que su compadre Balero. Cuando estaba enjaulado en aquel amasijo de hierros y esquirlas de cristal, fue la mano de Balero, milagrosamente ilesa del accidente, la que le acarició la frente:"Estate tranquilo compadre, tú tranquilo, que esta la contamos". No hizo aprecio de las palabras de Balero, que sonaban huecas en aquel silencio atronador, en aquel tiempo detenido, rodeado de ruina y desolación. Sólo notó aquella mano recorriendo su frente y pensó que desde niño no había recibido más caricia que aquella de su compadre. Los dos en el reformatorio, los dos robando aquel coche, los dos penando en aquella cárcel sucia y fría de Granada..., siempre los dos. Sí, esa era su familia, Balero era su única familia. Así que si tiene que descerrajarle la cabeza al cura, pues se la descerraja y punto.

martes, 21 de abril de 2009


El jueves 23, en la plaza de la Catedral, podremos escuchar poemas de Jose Angel Valente.
Yo iré ¿y tú?

domingo, 19 de abril de 2009

EQUILIBRIO


Equilibrio: Estado de un cuerpo cuando fuerzas encontradas que obran en él se compensan destruyéndose mutuamente. (Diccionario de la RAE).

...y lo tildaron de alunado, cuando su único problema era que no comprendió por qué para encontrar el equilibro su cuerpo tenía que soportar la agria porosidad de la destrucción.

domingo, 12 de abril de 2009

LA TARDE



Un nublo se descuelga de la tarde, como un desgarrón en el cielo, sumergiendo la ciudad bajo un fondo nocturno en blanco y negro. La caída de la tarde ha vaciado las calles y los pasos del grupo se amplifican en el silencio de la anchura de la avenida, roto, con estridencia, por las rodaduras de un camión cargado con bateas de ladrillos, que resuenan entre la paredes y fachadas de los altos edificios como los gritos de pánico de las presas al ser devoradas en las aguileras de un cañón profundo y vertiginoso. La luna, entelada como un mueble en desuso, se hace hueco en el peralte del cielo huérfano aún de estrellas.

viernes, 27 de marzo de 2009

PESADILLA


Como una solitaria, estirada y cenicienta, emergió desde dentro, asomando su cabeza por mi boca para mirarme. Mi única defensa fue apretar los dientes..., una agónica dentellada.

domingo, 22 de marzo de 2009

FRAGMENTO DE UDRÍ




A través de la ventana entornada penetraba un fresco olor a hierba recién cortada y se dejaba sentir el espeso tacto de la tierra humedecida por el chubasco de la noche anterior, en la que pudo escuchar los gritos del otoño al derramarse sobre el jardín y el viejo tejado a dos aguas de la almazara. La casa dormitaba silenciosa, estremecida por los ecos cercanos que resonaban afuera, en el jardín, en las calles del pueblo, y los gemidos de las cañerías. Pero él seguía inmóvil, apoyado en el herraje del balcón, viendo cómo se amagaban las copas de los árboles y tiritaban las ventanas de la fachada, observando cómo el aire devanaba lentamente los nublos que enfoscaban el cielo, para permitir que en un hueco oscuro y entreverado de la noche se hiciera visible una tímida tajada de luna creciente que rielaba en los charcos del porche.


Ahora, de madrugada, la luz del alba empuja la mañana contra los cristales del balcón, disipando los reflejos nocturnos que se amontonan huidizos por los rincones umbríos de la habitación. Y él, como antes, sigue varado en la visión del jardín que lentamente amortigua su movimiento.

(...)

jueves, 12 de marzo de 2009

EL OJO-CELA-SINAPIA



PARA DESPEDIRME OS CUELGO LO QUE ESCRIBÍ SOBRE EL ORIEGEN DE CELA. ES LARGO PERO CREO QUE PUEDE RESULTAR INTERESANTE.

UN ABRAZO A TODOS Y HASTA PRONTO, ESPERO.


Llegábamos a Granada, cuando sobre el asfalto de la carretera de la sierra de Huétor comenzaba a caer una fina lluvia que el viento hacia serpentear sobre el parabrisas del coche. En uno de los cortados, asomaban primerizos los pámpanos en los sarmientos de unas parras. La viña era una isla en medio de un bosque de pinos. Luego comenzó a llover de forma intensa. Al llegar al cerro de San Cristóbal, donde la verticalidad proporciona una maravillosa vista de Granada y la Vega, Horacio pidió a Agustín Rebollo que parase el coche. El cielo estaba cuajado de pesados nublos oscuros, y se habían formado unas brumas que rodeaban el solitario campanario de la catedral, por lo que, de repente, la mañana adoptó un aire de atardecida. Se bajó solo y, como si buscara empaparse bajo el aguacero, se apoyó emocionado en el adarve amurallado del mirador que dominaba la vieja ciudadela. Las torres de la Alhambra se recortaban ordenadas contra la sierra, blanqueada por efecto de la que sería la última nevada del año.
Sin darme tiempo a adelantarme, Marina se apeó del coche con la gabardina cogida entre las manos como un capote y se la ofreció a Horacio. El agua se deslizaba por su cara para blincar hacia el suelo desde la punta de su nariz. Los dos se miraban sin decir palabra hasta que se cubrieron tendiendo la gabardina por encima de sus cabezas.
-¿Sabías que fue aquí donde me casé? Irene era de Granada. Allí –señalaba con el dedo extendido un hueco entre el tumulto de casas que se amontonaban en un bellísimo desorden en el barrio del Albaicín-. San Nicolás.
La bajada hacia La Cartuja, vadeando el cerro empapado, esquivando el resbaladizo verdín de las curvas umbrías, la hicimos callados. Yo había ofrecido a Marina el abrigo y ella lo rehusó con un agradecimiento sordo dibujado con los labios en aquel tranquilo silencio. Ése fue el momento en que me convencí de que siempre iba a quererla, que me iba a ser imposible dejarla escapar.
En cuanto llegamos a la plaza de toros, dejando a un lado el Clínico y la Facultad de Medicina, en la que teníamos cita al día siguiente, comenzó a indicar a Agustín el camino más corto para llegar al hotel en el que nos íbamos a hospedar: Avenida de la Constitución, El Triunfo, Arco de Elvira, calle Elvira y, al final, Plaza Nueva, por entonces abierta al tráfico.
-Nuestro hotel está muy cerca de la casa del Padre Damián. Nos espera por la tarde. Como vamos bien de hora quisiera dar una vuelta por el Zacatín y Bibrambla antes de comer. Si os apetece estaría encantado de enseñaros la Granada que un día conocí.
Agustín Rebollo se encargó de coger las habitaciones y de dejar nuestras maletas. Seguía lloviendo y Horacio no consintió en comprar un paraguas en una de las tiendas de souvernirs que existen en la plaza para los turistas que suben a visitar la Alhambra o van camino del Albaicín.
-Esto es un regalo Mario. Tanto tiempo quejándonos allí de la falta de agua y ha sido salir de la comarca y la providencia nos regala este aguacero. Vamos a mojarnos y disfruta que ya tendremos tiempo de echarla de menos.
Horacio miraba los regueros de agua que discurrían por los empedrados de Reyes Católicos, junto a los bordillos, para perderse en cascada entre las rejas de una fontanilla, el borbotón de agua que escupía uno de los canalones de un edificio de ladrillo rojo, balcones cerrados y tejado abuhardillado. Cruzamos el semáforo en ámbar y nos detuvimos debajo de la marquesina del escaparate de una tienda de ropa que hacía esquina con El Zacatín. La calle, estrecha como un embudo, bullía con el trasiego de personas que iban de allá para acá ajenos al agua, con los vendedores ambulantes que voceaban amparados en zaguanes y portales, y los mendigos, barbudos y sucios, que pedían limosna bajo la lluvia. En un momento llegamos a la plaza de Bibrambla, que se hacía hueco entre los edificios del centro, donde los quioscos de flores lucían macetas de geranios y rosas por debajo de los palios de lona con los que se protegían del agua que caía. Un guitarrista, de largos dedos y sombrero de ala ancha, sentado encima de un bafle y un amplificador, tocaba “Adios Tonino” de Piazzola, y nos entretuvimos escuchándolo mientras nos alcanzaba Agustín Rebollo. Cuando nos fuimos a comer, interpretaba “El día que me quieras” y, sin tener que volverme, me di cuenta de que Marina no dejaba de mirarme.
A las cinco de la tarde, después de sestear un rato en el hotel, nos fuimos en busca del Padre Damián, a su casa de la Cuesta de los Chinos. Una lengua de agua cristalina se descolgaba por la pendiente del cauce del Darro hasta perderse debajo de Plaza Nueva. Dejamos a un lado la iglesia de Santa Ana y la Chancillería, y anduvimos un rato hasta toparnos con la portada de la iglesia de San Pedro. El camino nos regaló unas hermosas vistas de la Alhambra, amplificadas por el silencio imperante en las calles tortuosas que se levantan sobre la orilla del río, en las que no nos cruzamos con turista alguno. Ya en el Paseo de los Tristes, donde el bullicio recobró la normalidad, cruzamos por un puente, y, una cuesta empinada, entarimada de lijas de piedra, nos llevó a la casa del Padre Damián, empequeñecida entre la imagen altiva de la torre de las Damas y la de Los Picos. Cuando llegamos a la puerta de la casa comunal, en la que el padre Damián vivía con cinco monjes, Horacio nos animó a seguir subiendo pues el recorrido recobraba belleza en ese punto y la pendiente se había suavizado considerablemente. Llamaron a la puerta dejando caer el picaporte sobre un aplique de metal, pero Marina y yo seguimos caminando entre torres y murallas, absortos con la vistas que regalaba el monumento nazarí entre la espesura de sus arboledas, inseminadas con el agua limpia de un arroyo que se precipitaba por la pendiente hacia abajo, paralelo al camino. No conocía la Cuesta de los Chinos, puesto que siempre que visité la Alhambra, la subida desde el centro de la ciudad la hicimos por la Cuesta de Gomérez y, reconozco que, desde entonces, no he utilizado otro camino cada vez que he vuelto a Granada a los Festivales de Música y Danza de junio.
Pasamos bajo un arco por el que transitaban varios turistas camino del Generalife, y bajo un acueducto cubierto por musgo, hasta salir a una alameda en donde una larga cola de japoneses esperaban para entrar en el monumento. Al volver la vista atrás, pendiente abajo, Granada se rendía ante la majestuosidad del Albaicín, y María no pudo contenerse. Me agarró del brazo y dijo: “Jamás podría haber imaginado tanta belleza”.
Ya todos reunidos en la casa conventual, el Padre Damián, que más que por su tamaño -a todos nos sacaba más de dos cabezas- impresionaba por la sotana oscura con la que se vestía de forma cotidiana, incluso para impartir sus clases de Derecho Natural en la Facultad de Derecho, comenzó a hablarnos.
-Cela y Sinapia –crujían los leños en la chimenea, mientras el padre los atusaba con la badila arrodillado sobre la pierna izquierda-. Hace tanto tiempo que no hablaba sobre esto, que os confieso que anoche me costó conciliar el sueño pensando en vuestra visita. Repasando las notas que en su día escribí me di cuenta de una cosa: habían pasado muchos años de aquello y, sin embargo, tenía la sensación de que no hubieran transcurrido siquiera unos días.
-No sé lo que ya les has contado Horacio –él negó con la cabeza-. Ah, ya veo que me has dejado a mí los honores. Bueno, a ver cómo comienzo.
Nos habíamos servido unas infusiones hervidas a base de una mezcla de hierbas aromáticas. Estábamos sentados alrededor de una mesa con la superficie de taracea barnizada.
-Tengo que deciros que, por mucho que se empeñaron en el seminario en inculcarme lo contrario, hubo un tiempo en yo no creía en más demonios que los que el hombre encerraba dentro, si bien es verdad que luego, con el paso del tiempo, me convencí que era imposible que pudiéramos engendrar espontáneamente tanta maldad. Fue en esa época de discusión interior en la que llegué a Cela. Por entonces el pueblo eran aún más pequeño de lo que lo es hoy, los ingleses habían abandonado la actividad minera y allí no había demasiado trabajo para un párroco joven acostumbrado al bullicio de la ciudad. Así que me no encontré mejor modo de matar los días que el estudio de la Iglesia de San Cristóbal. Y lo que comenzó siendo tan sólo una atracción por la arquitectura de la iglesia, a consecuencia de todo lo que iba encontrando, cómo se iba enhebrando entre sí, acabó convirtiéndose en el descubrimiento del extraño origen de Cela y la utopía de Sinapia.
-Tampoco quisiera yo ir demasiado rápido en lo que os quiero contar -se había callado y se rascó la cabellera con la mano derecha como si se hubiera dado cuenta de que los pensamientos marchaban por delante de sus palabras.
-La historia merece una explicación previa, y la explicación requiere vuestra atención. Veamos. La arquitectura en particular y el arte en general, envuelven de una forma espectacular la propaganda que interesa a aquellos que la sufragan, y ello sin valorar las razones que motivan la propagación de ese ideario: motivos religiosos, políticos, por la mera vanidad de perpetuación... Coincidimos que a eso se le llama simbología ¿verdad? -no esperaba respuesta cuando preguntaba y seguía encadenando razonamientos-. Cuando la sociedad era menos explícita de lo que es ahora, cuando las cosas se intuían en vez de mostrarse abiertamente, la arquitectura se convertía en un buen canal de mensajería, en un medio indeleble y perdurable con el que adoctrinar o informar. Yo no soy tan poético como Horacio, al que le gusta hablar de la Lengua de las Piedras –por nuestra sonrisa se dio cuenta de que no era la primera vez la oíamos nombrar-, pero si es cierto que la arquitectura siempre ha estado al servicio del poder, que es fruto de su tiempo, de la cultura en la que se crea y desenvuelve, no lo es menos que en Cela la simbología excede muy mucho de lo que podría considerarse normal, cobrando una importancia social extraordinaria, ya no para conocer sólo los orígenes del pueblo, sino para entender la España del Siglo XIX y el descontento que para muchos supuso el inicio de ese siglo.
-Son muchas los símbolos en los que quizá debiéramos detenernos, pero si hablamos de Sinapia, que es tanto como hablar de Cela, todos tienen un principio y un fin: "El ojo"..., "el ojo que todo lo ve".
No era la primera vez que oía hablar del "ojo que todo lo ve" y de inmediato recordé la experiencia vivida días atrás en el despacho cuando Horacio me hizo subir por el tirabuzón de escaleras a las últimas baldas de la librería.
-Explico a mis alumnos que el conocimiento del Derecho no se alcanza, exclusivamente, con el estudio de los textos jurídicos. Nadie duda que el Derecho necesariamente ha de encontrar su plasmación escrita, y que quizá sea ésta su representación de mayor importancia, pero no es menos cierto que el orden jurídico no procede únicamente de los textos que lo integran; o si queréis, dicho de otra forma, lo jurídico no se agota en los escritos que los juristas codificamos, porque el Derecho es más que una sarta de normas, el Derecho es realidad latente, pura vida. Por tanto, el conocimiento del Derecho está abierto a otros lenguajes, al mismo se llega a través de otras huellas, de otros mensajes, distintos de la escritura. Así, por ejemplo, la imagen, ya sea arquitectónica, pictórica, escultórica o publicitaria. Si nos acercamos al arte en clave jurídica, es decir con la intención de encontrar en él la manifestación del Derecho, nos daremos cuenta que el mundo jurídico también es estético, que en su representación encontramos puras y bellas formas de sugestión que no pretenden otra cosa más que recalcar el deber de acatamiento, de sometimiento a la norma. Basta con que recordéis la arquitectura medieval, que magnifica a Dios como centro del universo y humilla a un hombre servil y esclavo del poder, o la arquitectura y escultura de nuestro siglo XVII, que exaltando a Dios, encumbra a sus representantes en la tierra, el monarca y el clero. Ambas iconografías son esencialmente jurídicas, pues están puestas al servicio del orden establecido; el Derecho aparece como una imagen de la dominación de la que necesariamente se retroalimenta.
No puedo obviar que a esas alturas de la conversación yo estaba extasiado. No pude dejar de pensar que dónde estaría este profesor cuando a mí me obligaban a estudiar el realismo jurídico sueco de Olivercrona.
-Como os he dicho, muchas son las imágenes buscadas o utilizadas por el mundo jurídico para cumplir con su fin: imponer la norma, y quizá una de las más generalizadas haya sido la representación de La Ley. Y la Ley se representa con la forma de un ojo, el cual, por su origen divino, todo lo ve, todo lo vigila. Pensad lo que esto supone para que el Derecho se infiltre en la sociedad de forma natural, como una bendición, proyectando la idea de seguridad que mantiene en calma la sociedad asediada por el vicio y la maldad.
De repente aterciopeló su voz y, más que explicar, recitaba.
-Cuando la noche cae, espesa y ciega, los ciudadanos de bien, honrados y trabajadores, duermen tranquilos porque el ojo vigila. No ocurre lo mismo con los malvados, que ni siquiera en la penumbra encuentran refugio ante el ojo que todo lo sabe, que todo lo puede, un ojo insomne y omnipresente.
-Esta magnífica metáfora, siempre puesta al servicio del poder de turno, evoluciona desde sus raíces claramente religiosas o divinas a su manifestación secular y política, y por tanto jurídica, imprescindible para la construcción del Estado moderno. Os dais cuenta, de lo que os hablo es del tránsito de Dios al Estado como elementos del orden establecido.
-No podemos olvidar que los fundadores de Cela, comandados por Olavide y Buenaventura -¿Buenaventura?, me pregunté sin abrir la boca volviéndome a mirar a Horacio; desconocía ese hecho-, se educaron en una sociedad decadente y temerosa, atenazada por dos fuerzas antagónicas, pero que, sin embargo, bogaban en una sola dirección como única forma de mantenerse vivas: Dios y El Príncipe.
-En lo que a Dios se refiere, el ojo se representa inserto en un triángulo que lo rodea: la santísima trinidad. Así el mensaje que se nos lanza es claro: si el ojo permite la omnisciencia, el conocimiento absoluto, ese conocimiento permite la omnipotencia. Dicho de otro modo: si Dios todo lo sabe, todo lo puede. Y ello rodeado de su sustancia y el misterio de su múltiple personalidad que no es más que una: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Dios-Ojo-Trinidad, es el escenario iconográfico que inunda las catedrales, las iglesias, las esculturas, los libros, las joyas...
-En cuanto a la monarquía, en esos siglos nace una nueva figura de poder: El Príncipe, a quien, sin identificar totalmente con el Altísimo, sin embargo se le nombra vicario de Dios en la tierra, su representante. Así el "ojo de Dios", da paso al "ojo del príncipe" que tiene por finalidad cumplir con el mandato divino en el territorio en el que ejerce su poder-
-Olavide y Buenaventura, por muchas razones, quieren romper con todo ello, por lo menos como se venía entendiendo hasta el momento, pues os he de advertir que ambos eran profundamente religiosos, y se marcan como meta la secularización del poder. Es decir, dan un paso hacia delante y pretenden culminar el tránsito del poder de Dios al hombre, pero no se quedan ahí y creen necesario otro nuevo movimiento: el tránsito del poder del hombre a la Ley. Como veis un maravilloso modo de entender la organización social y política del hombre.
Horacio se recreaba en nuestras caras de asombro y atención ante el discurso del padre.
-Por tanto el punto de inflexión de su ruptura no tiene más misterio que el traspaso de poderes de Dios a la Ley, a la norma pura y objetiva. Para conseguir ese fin, que como os he dicho, ellos adoptan como modelo de sociedad el descrito por un autor anónimo en un libro utópico publicado a mediados del siglo XVII que describe una ciudad ideal. Ese libro tiene por título "SINAPIA".
Por fin Sinapia. Y es que a esas alturas me atosigaban las ansias de saber.
-En Sinapia, siguiendo la tradición de Tomas Moro, Campanella o Bacon, el autor finge haber hallado un viejo manuscrito de un navegante holandés, Abel Tasman, que describe con detalle la península de Sinapia, cuyo nombre proviene de su conquistador, el príncipe persa Sinap, aunque con anterioridad su nombre era el de Bireia. Dicha península confina al sur con los sitios de Lagos y Merganos. Como veis los nombre utilizados por el anónimo son claramente alusivos a su intención de huir de la decadencia en la que se encontraba sumida España, describiendo geográficamente un país situado en sus antípodas.
-Sinapia constituye un anagrama de (H)ispania, Bireia de Iberia, Lagos de Galos y Merganos de Germanos. Esta misma intención se demuestra también en su concepción política, social, religiosa y moral de la península de Sinapia que, curiosamente, toma su base en una doctrina política profundamente cristiana.
-La estructura política sinapiense es electiva y aristrocrática. Tal es así que la autoridad máxima, el príncipe, es de carácter electo. El principio básico de la configuración de los cargos civiles, eclesiásticos y militares, es que los cargos se proponen por los que han de obedecer y se eligen por los que han de mandar.
-En el orden económico la estructura ideada por el anónimo es copia de Moro, o sea, una organización comunista en la que se ha abolido absolutamente la propiedad privada, y sólo se produce aquello que es vital para el bien del pueblo y la sobrevivencia del estado, evitando con ello todo derroche y toda injusticia social. Pero claro, todo ello matizado por un profundo cristianismo, al igual que la Nueva Atlántida de Bacon.
-La actividad principal y básica de Sinapia es la educación, en la que participan desde la familia, encabezada por el patriarca, hasta el príncipe. Para ello se utilizan los textos del nuevo y antiguo testamento, pero en la traducción que realizan el príncipe Sinal, el patriarca Codabend y el filósofo Siang. En ellos tres están reflejadas las virtudes manifestadas por Erasmo de Rótterdam: el príncipe cristiano, el buen sacerdote que no renuncia a los ideales de Cristo, y el filósofo fiel y justo que abraza la verdad cristiana.
-La educación tiene por finalidad formar opiniones y buenas costumbres y enseñar las artes y los oficios, partiendo de una certeza: la decadencia de la sociedad ha llegado a tal punto, que resulta imposible una reforma. Hay que emigrar a una tierra nueva, lejos de la corrupción europea y papal.
-Quien quiera que fuese el autor del manuscrito, es claro que escapó al ojo de la inquisición y los militares que rodearon al Conde Duque de Olivares.
-¿Puede ser que el autor fuera Pablo de Olavide, el tío del fundador de Cela?
-Ducho mucho que el autor fuera el celebérrimo Pablo de Olavide, pero no me cabe duda de que bebía de las mismas fuentes que él. Incluso se ha llegado a creer que el autor pudiera haber sido Jovellanos. Pero si no os importa luego hablamos de Olavide, del tío y del sobrino, aunque estoy pensando que ese honor se lo voy a dejar a Horacio que sin duda podrá contarnos muchas cosas de ese caballero.
Paró un momento para dar un sorbo a la infusión que por entonces se le debía de haber quedado fría como un carámbano.
-De todo lo expuesto creo que no os debe de caber duda alguna de la relación simbólica entre "el ojo" y la concepción social ideada por Sinapia e instaurada en Cela: el poder de la ley, de la norma, se representa con la forma de un ojo. Esa fue mi primer descubrimiento, y lo que me hizo conocer a Horacio.

miércoles, 25 de febrero de 2009

12.- (NO SÉ SI ESTO LO ESCRIBO DE HORACIO O DE MÍ)


12.- Horacio creía en el valor de los restos. Estaba convencido de que las personas debían de reposar en un lugar propio en el que poder recordarlas, por ello no comprendía la cremación como decisión de despedida. Él dejó clara su intención de ser enterrado, junto con su mujer, Doña Irene Montforte, en el cementerio católico de Cela, en el panteón familiar en el que se encontraban los suyos desde mediados del diecinueve.
No fueron pocas la veces que en las conversaciones surgió el tema de nuestra propia muerte, y él siempre se aferró a la vida como una obligación. Había perdido demasiado pronto a sus padres, a su mujer, a los hijos que nunca tuvo, pero no quiso vivir su muerte; llevaba razón, eso corresponde a todos aquellos que nos hemos quedado aquí.
Se trataba de resistir, eso decía, de soportar a diario el sufrimiento de la incertidumbre, de la desilusión de los vecinos de Cela y su comarca que peregrinaban al despacho como si Horacio estuviese dotado con la gracia de sanar sus problemas, de redimir sus aflicciones. Ésa era la pesada carga de la profesión. Y Horacio, por el momento, había logrado aguantar con entereza, pero lo abatía el pesimismo al calibrar los efectos que tanto pecado ajeno, que tanto dolor extraño, le estarían produciendo en el ánimo, puesto que siempre fue consciente de que a él no lo era posible despojarse de ese dolor, y eso, antes después debía de cobrarse factura.
Ahora que lo entregamos a la tierra, no me cabe duda que todo aquello se cobró su estipendio. Descansa en paz, maestro.

martes, 24 de febrero de 2009

11.-


11.- Recuerdo bien la mañana que siguió a la emisión del reportaje de Marina. Fuimos a buscarla al hostal en el que se hospedaba y la encontramos sentada junto a la ventana, aprovechando el tiempo para desayunar en compañía del cámara y el conductor de la unidad móvil. A esas horas, ajeno al frío de la noche, horneaba la mañana un calor excesivo, un aire seco y caliente de acento africano que desguazaba las espigas agostadas de las hazas de los alrededores del pueblo y derretía las sombras de los acebuches que se desparramaban líquidas entre los terrones petrificados de los campos sin labrar, abandonados. También, en el pueblo, la luz temblaba al quemarse con el asfalto derretido y, en un alarde de equilibrismo, encima de una chimenea, como dibujadas por un espejismo, el viento despeinaba dos cigüeñas. Marina se notaba relajada y masticaba despacio, casi acariciando el bocado.
-Buenos días Horacio y su compaña. ¿Habéis desayunado ya? Me vais a permitir que hoy sea yo la que convide.
-He desayunado hace un rato, gracias Marina –le contestó Horacio. Yo me mantenía detrás, en discreta comparsa-. Por lo visto hemos tenido un despertar más tranquilo que el vuestro.
-Eso parece Horacio, eso parece. Si no fuese mucha molestia, ¿te importaría llevar a mis dos compañeros a la estación de tren? Salen en un par de horas para Madrid.
-Por supuesto, no lo dudes. Aviso a Agustín para que se acerque a por vuestras maletas y os llevamos adonde indiquéis.
-Nos lleváis no. De eso nada, los llevas; yo me quedo –dijo sin mirarnos mientras tronzaba una tostada de pan rústico con cuchillo y tenedor y se la introducía con calma en la boca.
-¿Sabes qué recado me ha dejado el mal nacido en el techo de la furgoneta?: -“Car il n´est si beau jour qui námène sa nuit”.
Alguien se había entretenido esa noche en destrozar la unidad móvil de Marina. Las puertas hundidas, las ruedas pinchadas, los cristales reventados y todo el material televisivo esparcido por la calle.
A Horacio se le cambió el gesto y, con un exquisito acento francés, que resonó alto porque se había hecho el silencio, repitió:
-“Car il n´est si beau jour qui námène sa nuit”.
Y seguidamente lo tradujo en alto sin que le cambiara el tono serio y timbrado.
-“No hay día tan hermoso que no traiga en pos de sí la noche”. Es otro epitafio.
-¿Cómo que otro epitafio? –ahora era Marina la que no cabía en su asombro. Había soltado los cubiertos y sostenía la tostada entre sus dedos.
-Sí, un epitafio. La pintada que te hicieron en la furgoneta es otro epitafio. “No hay día tan hermoso que no traiga en pos de sí la noche”. Lo puedes leer en uno de los claustros de la basílica gótica de San Antonio, en Padua. Se encuentra tallado en la tumba del joven Orbesán, muerto en el año 1595.
- ¡Mierda Horacio!, ¿qué es eso de otro epitafio?, ¿quién carajo es Orbesán y qué tiene que ver ese tío con mi furgoneta o conmigo?, y además, ¿cómo sabes tanto sobre esa mierda de epitafio? ¿No me dirás que es cultura general?
Marina ya no comía, había arrojado la tostada sobre el plato y despejaba con Horacio todo el sofoco contenido desde que la despertaron con la noticia del expolio de su furgoneta. Horacio, por el contrario, sin hacer aprecio al tono despectivo de las palabras de Marina, le contesto llamándola por su nombre, mientras en la cara de Marina desaparecía la sobriedad y le clareaba un mohín de tristeza, en un trémolo de voz que se le perdía en la garganta y en sus ojos aguados.
-Marina, no es la primera vez que lo veo. El día que murió Irene, mi mujer, me lo mandaron en una carta de pésame, con una nota mecanografiada. La firmaba Mammon.
En la cabeza de Marina se reproducían a borbotones imágenes y pensamientos que intentaba ordenar -"¿El epitafio?, ¿el demonio de la iglesia?, ¿Irene, la mujer de Horacio?...-, en busca del cabo que unía la inscripción lapidaria con la gárgola infernal que rodó en su reportaje, y que puede verse en el pórtico de entrada a la iglesia de San Cristóbal. Pero, ¿la mujer de Horacio...?. Acabó por apretarse las sienes con ambas manos a fin de parar los pensamientos que ahora derrapaban en su juicio.
-Era un sobre pequeño -continúo diciendo Horacio-, tarjetero, con una orla negra, de luto, y con el matasellos de Cela. Lo dejé olvidado, apilado con los telegramas y otras cartas que me iban llegando esos días, pero, con el paso de los días, me preocupé por lo que entonces supe que era un recado que alguien me estaba remitiendo.
Horacio se había sentado en la mesa y, sin mirarme, moviendo la palma de la mano hacia abajo, me mandó sentar también. El comedor del hostal estaba vacío y los compañeros de Marina habían subido a sus habitaciones para ultimar el equipaje. Antes de seguir hablando meditó sus palabras entretenido en las migas de pan que se esparcían por encima de la mesa, sin que Marina se atreviese a abrir la boca.
-Yo era muy joven y hacía tiempo que me había marchado de Cela. Y aquí se quedaron mis recuerdos. La judicatura me consumía las horas y lo cierto que ni antes, ni ahora he sido demasiado pródigo en aficiones ajenas al trabajo, por lo que encontré en la Iglesia de San Cristóbal, en nuestra iglesia, un buen refugio en el que escabullirme a deshoras y seguir unido al pueblo.
-En lo primero que me centré fue en la imagen del San Cristóbal que está en la fachada de nuestra casa –Horacio me soltó una mirada de reojo al hablar en plural cuando se refería a la propiedad de la casa, y me vino de nuevo una gratificante sensación de hogar-, como habrás podido observar un claro añadido. Aprovechando una notas de mi abuelo, los archivos del Ayuntamiento y con la ayuda del que era entonces el párroco de la iglesia, el Padre Damián, redacté un artículo para una revista local explicando los pormenores del traslado de la imagen de San Cristóbal a nuestra casa, después del terremoto de finales del XIX, intentando justificar lo acertado de la decisión que se adoptó a la vista de lo dañada que quedó la cornisa que sostenía la imagen, incapaz de sostener al gigante. Para mí aquello fue un juego, un divertimento, y lo cierto es que la historia que conté no se sujetó con rigor a los hechos que la documentación que tenía delante me detallaban. No era ése mi objetivo. La frase lapidaria de la entrada, la certeza de que no estaba ahí cuando la iglesia se construyó y otros descubrimientos que hice con posterioridad, le dieron a la historia un aire novelado que a unos gustó y a otros, por lo visto, disgustó bastante. El hecho es que, animado por varios amigos y el padre Damián, al año siguiente continué con la historia que principió con el traslado del gigantón San Cristóbal. A esa continuación la titulé Mammon, el demonio de la codicia, el dios del lucro.
Marina, intentando asociar ideas, pensaba en el demonio que había aparecido en su reportaje, cuando entró repentinamente en el salón Amos Palafrén, apartando a empellones unas sillas que se le interpusieron en el camino.
-¿Os habéis enterado ya?... ¿Qué no es está pasando?... -no sólo los andares de Amos se aturullaban-. Cela se está hundiendo... Esto se desmorona Horacio.
-Bueno Amós, no te preocupes y tranquilízate que al final todo tiene arreglo -el destrozo de la unidad móvil seguía instalado en la cabeza de Horacio, sin poder imaginar lo que ese día comenzaba.
-¿Qué dices Horacio?..., ¿Cómo que todo se arregla?. Don Tomás… ¿No te has enterado?

jueves, 12 de febrero de 2009

10.-



10.- Júpiter brilla a lo lejos, emborronado por el halo lunar que cuelga de una noche fría que augura una severa escarcha. Él también se considera un cazador al observar la espada de Orión que apunta a su cabeza. "Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia.", recuerda.
Está levantado, delante de la ventana, y antes de cerrar los postigos y echar las cortinas se detiene a escuchar el jolgorio que se ha formado en la plaza, desde donde le llegan aplausos y vítores que no entiende. Se acerca a la habitación en la que se conservan desde el día de Los Santos grandes telares colgados de las paredes. Abre un pequeño arcón y, sujetándola por la cuenca de los ojos, saca una calavera y una bolsa de piel gastada que deposita en la mesa del centro de la habitación en donde arden unas bujías de cera.
Bajo la luz pabilosa de las velas mira la foto de perfil situada en la esquina derecha de un carné que se encabeza con el nombre del presidio: Prisión Nacional de El Ingenio. La cara vuelta hacia la izquierda deja ver un rostro con el pómulo hundido y los años arañados en las arrugas que le rayan la mirada. Tiene la boca entreabierta y la lengua apretada contra un lado. Como si no se hubiese dejado fotografiar, como si se hubiera resistido a ser archivado.
Nombre: Hugo;
apellidos: Garrido…
Natural de: Cela;
provincia:…
Edad: 45.
El carné de presidiario se rubrica con una firma ilegible del director de la cárcel y un sello en el que se hace constar una fecha:15/02/1936.
Antes de cerrar la bolsa y guardarla de nuevo en el arcón, mira intuitivamente hacia los lados, por encima de sus hombros, para advertir que no hay nadie observando. Deposita la calavera en la mesa para que la luz de la vela se escape por el hueco astillado que tiene abierto en la frente. Ciega el agujero con la palma de su mano que apoya abierta en el cráneo e implora sin levantar la voz, balbuceando, antes de salir de la habitación.
Cuando pisa la calle el pueblo descansa en silencio, salvo el viento que ulula al tomar la esquina que se dirige hacia la iglesia. Se deja llevar y rodea el atrio empedrado hasta llegar a la puerta de la casa del párroco. Aporrea la puerta y grita: ¡padre! ¡padre!...
La puerta, gruesa, de maderada tachonada, se abre despacio tirada por el sacerdote. Al quedar abierta del todo, a don Tomás se le ahoga un grito en la garganta: ¡Dios mío!, ¡tú!

martes, 10 de febrero de 2009



9.- La música queda de un órgano da entrada a un plano en el que, sobre un fondo traslucido con la imagen demoníaca de una gárgola de la iglesia, aparece difuminado el pueblo de Cela en manifestación. La música se acentúa con la entrada de una orquesta de instrumentos de viento, percusión y cuerda que envuelve la aparición, desde la bruma, del título del documento televisivo: “Cela. Un grito de dolor. Por Marina Mantovani.”, y se recoge y hace de nuevo sinuosa, casi un eco apenas intuido, cuando el órgano se queda nuevamente a solas y en la pantalla permanece solitaria la figura nítida de la gárgola: un demonio con dos cuernos retorcidos de carnero que le taladran la frente, con largas y puntiagudas orejas, ojos saltones, pómulos abultados que esconden sus facciones desnarigadas, y una boca entreabierta amontonada de dientes de los que se escapan por encima del labio inferior dos largos y afilados colmillos. La bestia se encuentra agachada, en cuclillas, con una mano apoyada en la tierra y las alas extendidas en ademán de echar a volar. En el pecho tiene gravado su nombre: Mammon.


El reportaje sobre Cela y los ladrones de agua se emitió con puntualidad el sábado previsto, ante la expectación del pueblo que se congregó nuevamente en la plaza del Ayuntamiento, delante de un gran televisor que había instalado el del Bar Regio en el centro de la plaza, para lo que se había obtenido el oportuno permiso del alcalde. No bastaron las sillas de plástico que el propietario del bar había dispuesto en filas de quince, abrazadas mediante alambre anudado a los reposabrazos, y, ante el aluvión de vecinos que se decidieron por ver el reportaje de Marina en la plaza, hubieron de formarse varias hileras supletorias con las sillas, butacas y mecedoras que se trajeron para la ocasión. A pesar de que el clamor del bullicio se silenció de repente con la imagen terrible de la gárgola, con el sonido espiritual del órgano, que obligó a más de uno apretujarse contra la silla de puro susto, enseguida un murmullo creciente volvió casi inaudible el reportaje. Sólo el final provocó de nuevo el silencio: una niña con un vestido talar de inmaculado blanco, de pelo lacio y húmedo recogido sobre el hombro derecho y dejado caer sobre ese lado del pecho, se dirigía con un cántaro a la Fuente de los Siete Caños. Con el cántaro lleno de agua avanzaba despacio por la plaza vacía hasta colocarse en el centro. Ahí la cámara se introducía en los ojos de la niña y hacía un travelling a su alrededor, filmando solitarias puertas, balcones y azoteas, y vacías arcadas y bocacalles. Con ese reclamo, de cada balconada, de cada ajarafe, de cada calle, de cada puerta comenzaban a salir a granel vecinos de Cela con la cara entristecida y rigorosa, hasta que una multitud la rodeaba a distancia. En ese momento, alentada con una música de piano que se aceleraba y crecía, la niña lanza hacia el cielo el agua del cántaro que, ralentizando los fotogramas, le cae desgranada en gotas de agua que brillan sobre su piel y su pelo como diamantes, y los que la rodeaban comienzan a sonreír, gritando y corriendo hacia el centro de la plaza para abrazarla. La niña feliz desvía sus ojos hacia el pórtico de la iglesia en la que, en un primer plano, puede leerse: “Post tenebras spero lucem”, y la voz de Marina, engolada y directa, en off, diciendo: “El pueblo de Cela, tras las tinieblas, espera la llegada de la luz. María Matovani, para Noche de Sábado”.


En la plaza no hubo lugar a reprimir las lágrimas y, puesto en pie, el pueblo despidió el programa entre hipos y sollozos embrozados en aplausos.

sábado, 7 de febrero de 2009

8.-




8.- “Cela, a dos de julio del año mil ochocientos quince.

Querido hermano,


Me preguntaba si al cabo de tanta tristeza podría encontrarse la muerte, hasta que me vi rodeado de muertos tristes, de cientos de cadáveres silenciosos que se esparcían abandonados por los campos incendiados, enterrados bajo los techos hundidos de los cortijos, de nuestras casas, lapidados por los muros cuajados de hiedra y líquenes, reventados por la humedad. De repente un zumbido, un silbo comprimido surcando el peralte oscuro de la noche; primero insinuado a lo lejos, bramando bronco y desolador repentinamente encima de nuestras cabezas; luego el resplandor que acallaba el ruido y el olor picante de la pólvora devorándolo todo alrededor. Y de nuevo el silencio y el canto triste de los grillos; la angustia de la muerte.
Así fue. Habíamos nacido en un tiempo en que la humanidad se odiaba. Ésa era la triste realidad, la certeza que oprimía, hasta su asfixia, la voluntad de los hombres buenos, ya por entonces desconsoladamente doblegada, la terrible sensación de que la oscuridad, huérfana de cura, iba a seguir extendiéndose como una plaga letal por todo nuestro mundo conocido, invadiendo y sojuzgando cualquier rebrote de esperanza, acorralando la luz. Y yo, hermano, no supe o no pude hacer otra cosa más que huir.
Me pedían que me rindiera, que desistiera de todo cuanto creía, que yo también expurgara de mi razón el ideario ilustrado que con tanto ahínco abrazó nuestro tío Don Pablo, en el deseo de enterrar las heces que arrastraron aquellos antiguos siglos oscuros, cuando la falta de esperanza hacía tiempo que había hecho mella en mi futuro, cuando tenía la certeza de que no cabía más que esperar sumiso a que las tinieblas espesas también acabasen conmigo, con los míos. Y no encontré consuelo en la huida. Era tanta y tan terrible la ceguera, que temí perder el miedo a fuer de soportarlo.
Lo que ahora me queda de aquello es el recuerdo del silencio, y el tacto mohoso del viento escombrando las ruinas de nuestra vida, derribada a golpes por un miedo cerval y terrorífico. Miedo a los depositarios de nuestra esperanza, a aquellos que portaban la llama que creímos que iba a hacer arder los cimientos de esta sociedad absolutista y servil que nos aseguraban natural y divina; miedo también a aquellos que se decían compatriotas. Así fue cómo nos dimos cuenta de que nosotros éramos el enemigo a batir.
Y como nada es para siempre, un día la vida se abrió para dejarme ver el camino de huida, para permitirme encontrarme con Cela, un pequeño pueblo abatido por el abandono en el que apenas si resistían diez familias y tres monjes que mantenían en píe una preciosa mole de piedra: la iglesia de San Cristóbal.
No habían corrido ni veinte años del nuevo siglo, del tiempo en que dimos sepultura a la esperanza, cuando, entre las cenizas de la destrucción, descubrimos el que sería nuestro gran proyecto de vida, el que tanto buscamos movidos por las enseñanzas del tío Don Pablo, por la utopía del navegante holandés. Cela fue un espejo en el que proyectar la nueva vida, el lugar donde encontré de nuevo la fe. Fue ella la que modeló el nuevo mundo y despertó al hombre dormido, prendiendo una llama de luz en su oscuridad e insuflándole el aliento de vida. Bastó ese soplo divino para que el plomo purificado reluciese como el oro, para que renaciese la riqueza donde no se había conocido más que podredumbre. Y así acabó la muerte y dio comienzo la vida, siendo evidente que con ello Cela, como Sinapia, se situó en las antípodas de los pueblos de nuestra querida España.
Por eso Cela, querido hermano, es el lugar soñado donde vivir, donde hacer crecer a nuestros hijos, a nuestras familias, el sitio en el que llevar a cabo todos las obras que con tanta ilusión hemos proyectado.
Por lo demás no te preocupes que Cela espera. Tomate el tiempo preciso, el que tú y tu familia necesitéis. Ordena tus cosas, la administración de la quintería y las fincas, prepara el equipaje y deja Jaén, no lo dudes.
El gigante custodiará la luz; él nos protegerá de la tremenda oscuridad que desoló la vida de los nuestros. Y nunca olvides: Ex oriente lux.
Julián de Olavide y Rosas.”

lunes, 2 de febrero de 2009

7.- (es largo pero tiene que ser así (lo siento)


7.- -Don Horacio, hay una señorita esperando en la puerta. Dice que es periodista. Marina Mantovani –anunció Agustín, con los ojos vueltos hacia uno de los postigos de la ventana que cimbreaba en sus goznes sacudido por el aire que movía la tarde.
Hacía escasos minutos que habíamos regresado de casa de Lupe, donde, con la atardecida escabulléndose de la noche que se cerraba por encima de las arboledas, se había sellado la caja del Sr. Huete y seguían rezándose responsos por la salvación de su alma. Los vigorosos efluvios de la descomposición se habían camuflado con el penetrante olor de los cirios y velas que ardían para dar luz a la oscuridad en la que se encontraba Don Lucas, por lo que las mujeres podían llorar tranquilas, sin miedo a sofocos ni desvanecimientos. A esas alturas de la tarde ya se sabía que el obispo no iba a permitir que se enterrara a Don Lucas en el camposanto, uno de los escasos cementerios que escapó en su día de la desamortización y continuaba en propiedad del Obispado, por lo que el entierro se iba a hacer extramuros, junto a la tapia norte, un lugar umbrío y húmedo donde, para perplejidad de propios y extraños, en la festividad de Los Santos, se había profanado una tumba anónima, dejando a la vista el esqueleto corrupto y decapitado de algún desgraciado de la Guerra Civil .
No le faltaba razón a Amos Palafrén, librero y habitual contertuliano de Horacio desde que éste se instaló definitivamente en el pueblo, y el Jefe del puesto de la Guardia Civil, el sargento Librado Andújar, ante la falta de presencia judicial competente que mantuviera orden en contrario, decidió dejar que se procediera al enterramiento ese mismo día, anotando en su atestado, como causa del óbito, el suicidio por ahorcamiento. Como mal menor se permitió que el boticario le tomara al cadáver una muestra de sangre que, posteriormente, habría de enviarse a la Cátedra de Medicina Legal de la Facultad de Medicina de la Universidad de Granada, licenciada a estos efectos por el Instituto Nacional de Toxicología, para tranquilidad de la viuda y comprobación de que fue el delirio, el juicio torcido por alguna mala ventolera, el causante de tan lunático desenlace.
Horacio acababa de dar un corte limpio a la perilla de su habano, siguiendo con los ojos el movimiento de Agustín que se acercó al postigo de la ventana para asegurarse de que estaba bien cerrada. Lo mojó entre sus labios mientras explicaba a Amos Palafrén que el corte de un puro debía ser limpio, sin estrías, y que no debía nunca de alcanzar la capa. Le indicaba que el corte tenía que ser justo, ni grande ni chico, puesto que un tajo desmedido facilitaba que las expiraciones provocaran un exceso de combustión y el calor en la boca hacía infumable el puro. Sopló la cuchilla para limpiarla de virutas de tabaco y dejó la guillotina en una mesita. Se dispuso a prenderle fuego con unas cerillas alargadas, de cabeza azul, hechas con madera de cedro, comentando que el sabor de un buen habano se arruina si se enciende con fósforos de cartón o de cera, o con mecheros o bujías; dejó que la cabeza del fósforo se consumiera y la acercó al puro ligeramente para conseguir que la punta se chamuscara; luego sopló y, tras una llamarada espasmódica, que iluminó la cara de Horacio, se prendió una brasa uniforme y viva. Ahí separó la lumbre bajando la cerilla y succionó el cigarro dándole vueltas sobre la llama. Una vez estaba prendido, se regaló el paladar con una profunda calada que vació sobre el centro de la habitación.
El humo en suspensión me permitió esconder el gesto sorprendido por la extraña visita que nos anunció Agustín. Le pedí que me repitiera si la chica que estaba esperando en la puerta era periodista de televisión, pero Horacio se levantó a buscarla sin esperar la respuesta del bueno de Agustín, que no acertaba a asegurar la ventana. Entró con ella al salón y, al reconocerme, el esbozo de una sonrisa le alargó los labios en el rostro. La traía cogida del brazo, dirigiendo sus pasos entre los expedientes apilados que habíamos movido aquella tarde, y le pidió que se sentara junto a mí, en el sofá, por lo que le hice sito echándome hacia un lado.
-Dígame qué puedo hacer por una joven como usted.
-Mire, Sr. Benaventura, creo que debo pedirle a usted y sus acompañantes disculpas por la interrupción, pues veo que estaban de charla y no sé si me atravieso en algo que no debiera –miraba la caja de habanos abierta, la guillotina a su lado, y el movimiento de las manos de Amos que entibiaba una copa de coñac-. Estoy en Cela cubriendo el curioso asunto del robo de las nubes y tengo que preparar un reportaje para el sábado. Todo el mundo me dice que es usted el más entendido en la historia de este pueblo, y lo cierto es que rellenar un reportaje de veinte minutos sólo con el asunto éste del agua, me parece algo complicado. Había pensado contextualizar el tema con una descripción del municipio y sus gentes, y la verdad es que la iglesia me ha maravillado. No me imaginaba que en un pueblo pequeño como éste pudiera haber una iglesia tan magnífica… -se calló observando la cara de asombro de Amos, que ya había dejado la coñac encima de la mesita y, mirándolo, insinuó una disculpa-. No quiero menospreciar su pueblo, sólo quería hacerles ver lo mucho que me ha impresionado la iglesia…, y esta casa –ahora miraba alrededor del despacho, deteniéndose en el lucernario del techo, dejándonos ver su alargado y ceniciento cuello desnudo en el que azuleaban algunas venas.
-No tiene por qué pedirlas –le repuso Horacio-. A mí me ocurre también, después de tanto tiempo, aún hoy, la iglesia no deja de sorprenderme.
Hablaban como si estuvieran solos y el resto fuéramos parte de un decorado, y yo no pude más que gesticular con interés, incomodado por mi incapacidad para meter baza en algún momento, por mi escasa destreza para hacerme notar. Inmediatamente Horacio se ofreció a ayudarla y surgió, ahora sí para todos, una invitación a cenar esa noche. Así se hacía preciso: el deber del anfitrión, el escaso tiempo con el que contábamos para hablar de todo lo que ella quería que Horacio le contase… Agustín se acercó a la unidad móvil que estaba aparcada junto a la plaza a recoger la grabadora de la periodista –Ya no tiene excusa para declinar mi invitación –le dijo Horacio.
En apenas una hora la mujer de Agustín montó la mesa con el servicio de seis comensales. Era una mesa alargada y limpia, difuminada por la media luz de una lámpara de araña de cristal plomoso, engarzada con latón lacado, que daba la impresión que iba a caerse sobre la mantelería de hilo y la cubertería de plata.
-He de advertirle que mi afición por el pasado proviene de mi falta de esperanza en el futuro. Creo que con ello le doy una pista importante sobre la confianza que tengo puesta en este pueblo; en general en todos... Así que si quiere contextualizar mis comentarios sobre ese pesimismo devastador –miraba con sorna a Amós Palafrén, que devolvía el envite acariciando el borde de su copa de vino con la yema de los dedos y chasqueando la lengua después de darle un intenso trago-… Pero antes de comenzar, dígame, de dónde le viene ese apellido tan sonoro, porque no le noto acento alguno.
-¿Mi apellido?..., no, no, yo soy española, nacida y criada en Toledo. Mantovani era el apellido de soltera de mi abuela. Ella era italiana. El utilizarlo yo, además de porque siempre me ha gustado, es porque resulta mas estético en televisión. Mis apellidos son Pérez Sutil.
-Televisión y estética, razonable explicación. Dígame, ¿por dónde quiere que comencemos?, si es que tiene alguna pregunta concreta.
-Ayer descubrí en el pórtico de entrada a la iglesia un relieve con una leyenda en latín. Algunas letras están muy erosionadas, pero se puede leer perfectamente. Lo cierto es que me parece una frase lapidaria y no precisamente de las que se utilizan para la entrada de una iglesia, ¿sabe de lo que le hablo?
-“Post tenebras spero lucem” –le dijo Horacio, sin esperar a que ella se la recordara-. Job, 17,12.
La locución bíblica expresada a viva voz por Horacio, con su tono timbrado y hondo, hizo que todos retuviésemos el aliento, esperando una explicación que el viejo letrado retardó hasta que terminó el vino de un sorbo que no le cupo en la garganta y le rellenó la boca, por lo que tubo que tragarlo en dos bocanadas. Se limpió las comisuras de los labios con los dobleces de su servilleta y la volvió a dejar encima de su pierna izquierda.
-A ver cómo me explico sin divagar demasiado…, aunque ya le advierto que me va a ser algo complicado ser breve, porque usted, lejos de parecerme retórica, creo que es bastante directa. Veamos –miraba en el fondo de su copa el movimiento de una lágrima de vino tinto que le ayudaba a ordenar sus ideas-. En las iglesias en general, y en ésta en particular, no podemos ver exclusivamente la obra del hombre movida por su sentido trascendente de la vida, por su fe, por un sentimiento espiritual con el que glorificar a Dios, porque ello no es así. Eso es una verdad a medias, y ya sabe que las medias verdades tienen bastante de embuste. La concepción arquitectónica de las iglesias, su orientación, su bajos relieves, sus ojivas y sus arcos apuntados, la forma y disposición de sus columnas, la imaginería, los decorados de los capiteles, el ambiente que dan sus bóvedas,…, en definitiva todo lo que se ve y lo que no está presente a la luz, fue creado para perpetuarse, para perdurar, y por tanto para dejar en ella la impronta de sus creadores, el patrimonio cultural de los que allí nacían, se casaban y volvía de nuevo allí para morir. Por eso, en la arquitectura ideológica de las iglesias se encierra una vasta compilación de pensamientos, de certezas, de alegrías y de miedos, que no tienen por qué ser estrictamente, y en todo caso, religiosos. Es esa visión de perpetuidad, de perdurabilidad, lo que las convertía en un custodio maravilloso e indeleble de la vida misma de los que las construyeron: de sus alegrías, de sus aflicciones, de sus vicios y virtudes… El edificio convertido en el símbolo de una idea; la arquitectura aceptada como parte de un lenguaje expresivo. A esto es a lo que se ha llamado la lengua de las piedras. Sólo hay que acercarse a ellas con la necesaria predisposición a escuchar lo que en un principio se sabe que no es fácil oír, sin complejos, ni opiniones preconcebidas.
A Horacio le brillaban los ojos mientras hablaba.
-Imagino que si les hablo del susurro de las piedras no me tacharán de loco ¿verdad? –ahora repartía su mirada sobre todos, y en especial miraba a Magdalena, la mujer de Agustín, que se esforzaba en cerrar la boca mientras masticaba-. La arquitectura de las iglesias se diseñó también para que las duras piedras que sujetan la obra a la tierra y que la elevan hasta tocar el cielo, pudieran acariciar las penurias de los feligreses, sus gruesos y fríos muros también se concibieron para que pudiera abrigar a los peregrinos, el rigor de su oscuridad no olvidó la luz que las envuelve. Son esos pliegues de las iglesias los que las sacan de su hermetismo, los que las abren al exterior para hacerse entender. Te recomiendo –comenzó a tutearla-, que te acerques a Notre Dame de Paris un día de invierno en que La Cité esté envuelta en un manto blanco y La Sena empuje los rayos de sol a la explanada de la fachada occidental iluminando la misa de la mañana, en la que las notas del magnífico órgano Cavaille-Coll empujan hacia Dios las imploraciones del coro de creyentes. O más cerca, ve a la Catedral de Sevilla, arrímate a las piedras de la catedral a esas horas en que el silencio te permita escuchar en el presbiterio el crujir de las velas ardiendo, cada una escondiendo una esperanza, un deseo, cuando el sol comienza a perderse por poniente y el azahar de los naranjos se cuela por la Puerta del Perdón; o aún más cerca, te invito a escuchar nuestro cuarteto de cámara el día de navidad, aquí mismo, en la iglesia de San Cristóbal. Puedo asegurarte que en esos momentos la lengua de las piedras se hace perfectamente audible.
Acostumbrado, como estaba, a verlo con la toga, nunca me imaginé a Horacio abriéndose al exterior como las piedras de las que nos estaba hablando, pero fui el único extrañado, por lo que me convencí de que no lo conocía lo suficiente.
-¿No la veo extrañada con lo que le digo?... Perdona, no sé cuando te tuteo o cuando te hablo de usted, así que voy a tutearte porque otra cosa me resulta absurda –se hizo un pequeño silencio que permitió oír el cabezal del grabador y las bobinas girando. Marina sonrió y asintió moviendo la cabeza-. Entiéndeme lo que te quiero decir, es evidente que el origen y uso de las iglesias ha sido y es esencialmente religioso, pero quién duda que desde los púlpitos se nombraban políticos, que en su naves se pesaba el grano y se le daba precio, que se organizaban los gremios y se repartían las labores, que fueron principio y fin de grandes revoluciones, en definitiva, que las iglesias eran el gran espacio público y popular de las ciudades.
Recuperó el aliento mientras ordenaba los pensamientos y sin esperar respuesta siguió hablando.
-Los secretos de sus vidrieras, el silencio profundo de su interior, su recogimiento, la luz que desciende sobre las bancadas de las gradas, la soledad de su altar, la figura estremecida de un cáliz recubierto con la palia, los sagrarios…, no cabe duda de que realzan el sentimiento espiritual, de que invitan a venerar el alma y su destino, un alma necesitada de luz, con anhelo de elevación, de trascendencia, pero no podréis negarme –ahora ya hablaba abiertamente para todos, que escuchábamos con expectación-, que la pomposidad de su construcción, la arquitectura extramuros, la continua exposición pública de las familias y personas que contribuyeron de alguna forma a su historia, a través de sus escudos, sus facciones utilizadas en las caras de los santos, de los personajes bíblicos que se reparten en los relieves, su presencia constante, no les da a las iglesias un aire ajeno a lo moral, incluso diría que cercano a lo pagano.
-En Cela, para los Santos, los jóvenes amontonan huesos de animales en las ventanas y puertas de las casas, y cómo no, de la iglesia…-por un momento se quedó callado recordando el cadáver decapitado que había aparecido ese año junto al cementerio-; en vez de recordar a los difuntos, recordar las buenas obras de los santos de la iglesia, aprovechan ese día para tentar a la muerte, a lo fantasmagórico, para flirtear con la oscuridad. Lo pagano y lo religioso están íntimamente ligados, forman parte de una misma fuente.
Tendió el cuchillo contra el pichón en adobo que había preparado Magdalena, separando los trocitos de pera que se escondían en el puré de castañas, y se echó el bocado. Se calló mientras masticaba y los demás aprovechamos para comer también, por lo que en un momento sólo se oyeron los roces dentados de los cuchillos contra la porcelana y los sonidos de las copas. Antes de seguir hablando felicitó en público a la mujer de Agustín Rebollo.
-En cuanto a la frase, llevas razón, la espera de luz tras las tinieblas, tras la oscuridad, puesta en boca del santo Job, normalmente ha sido utilizada como epitafio en lápidas y santuarios, por lo que a todo el mundo le extraña que en la puerta principal de una iglesia gótica como la nuestra, alguien pudiese gravar ese mensaje. Pero tiene su lógica, siempre, claro está, que uno se deje convencer por lo que le dicen las piedras –sonreía dejando caer sus labios hacia un lado.
-De nuestra iglesia sabemos bien poco, porque extrañamente no conservamos mucha documentación que nos permita descubrirla. La pista se pierde en a principios del XVIII, que es exactamente de cuando se conservan varios documentos que hablan directamente de ella. Pero hasta esa fecha, todo lo relacionado con la iglesia hoy por hoy es un misterio. No tenemos ni planos antiguos, sólo los que se levantaron con ocasión de una escasa restauración que se le hizo con motivo del terremoto que removió los cimientos de Cela el siglo pasado. Por cierto, ese hecho fue el que hizo que el San Cristóbal que da nombre a la iglesia, ahora esté presidiendo nuestra casa desde hace muchos años.
-¿El gigantón de la fachada es un San Cristóbal? –preguntó Marina, y Horacio asintió con un movimiento de cabeza, antes de seguir hablando.
- Lo que sí que sabemos, porque nos lo dicen las piedras, es que la iglesia primitiva, en la que se ubica la columna de la inscripción, fue construida a finales del siglo XV en honor de San Cristóbal, patrón de los caminantes. Cela se ubica en un lugar privilegiado, justo en la entrada de la sierra, muy cercano al mar, con lo que no es de extrañar que con ello se favorecieran asentamientos de comerciantes que estaban destinados a servir a los viajeros que cruzaban estas tierras del mar a la montaña, o de la montaña al mar. Además, como fueron tierras moriscas, a los conversos adinerados por el comercio no les quedaría más remedio que demostrar su sangre nueva construyendo un gran santuario a Dios. Luego vino la expulsión de los judíos, la pobreza que invadió esta tierra, su despoblación y tantas calamidades que se vivieron en aquella época, por lo que el asentamiento fue abandonado, con excepción de la iglesia, que se convirtió en monasterio, en el que vivió una exigua dotación de seis monjes, a los que sabemos que siguieron otros tantos. Aquellos seis primeros monjes están enterrados en una cripta debajo de la crujía de la iglesia, a los pies de la cancela que da paso al presbiterio, y otros doce, también en la cripta, pero en la parte que queda debajo de las naves laterales, por tanto, conceptualmente, la frase lapidaria está perfectamente puesta en su sitio, porque lo que realmente encierra nuestra iglesia es un enorme féretro.
-Como puedes ver, ésa puede ser una buena explicación a tu pregunta, aunque no la única, ni necesariamente la correcta –nadie agachaba la cabeza hacia el plato, atendiendo al desarrollo de la explicación, salvo Amos Palafrén que redoblaba con sus dedos en la madera de la mesa para realzar jocosamente la intensidad del discurso de Horacio-. Los asentamientos de población en Cela, por lo menos los que han dado origen al pueblo tal y como lo conocemos hoy, datan de principios del siglo XIX. Un nutrido número de jóvenes, encabezados por nuestro afamado Don Pablo de Olavide y Rosas, arrastrados por los aires renovadores que supusieron el espejo francés y la esperanzadora ilustración española, tomaron conciencia de que no era justa ni lógica la vida que les había tocado vivir, por lo que, decididos por el cambio, en un acto de rebeldía inusual para la época, proyectaron la construcción de una nueva sociedad, una sociedad que, partiendo de la nada, pudiera servir de perfecto encaje de las perspectivas políticas, sociales y morales que pretendían aquellos que se vinieron a vivir a Cela. Ellos tenían claro que la decadencia de nuestra cultura había alcanzado tales cotas que era imposible una simple reforma, había que exiliarse y comenzar de nuevo. Durante años, ajenos a los aires inquisitivos de la iglesia y a la opresión de los militares heredados de los sucesores del Conde-Duque de Olivares, diseñaron su estructura urbanística, tranzando con tiralíneas sus calles, sus plazas, disponiendo de forma racional y ordenada sus edificios públicos y privados, pero también intervinieron en su estructura social y política, fiscalizando el espíritu y la hacienda de aquellos que pretendía instalarse en el municipio. Se trataba de evitar en lo posible el contacto de los individuos corruptos que habitaban afuera, con los ciudadanos, elegidos y puros, de Cela; había que separar a los violentos, vagos y maleantes, de los pacíficos y laboriosos; en definitiva, separar el grano de la farfolla.
-Lo cierto es que me ha extrañado mucho la magnífica disposición de las calles del pueblo, tan rectilíneas y paralelas. Me recordó a la Barcelona del siglo pasado –comentó Marina.
-No tienes que irte tan lejos. Gran parte de los que vinieron a Cela procedían de Jaén y Granada, no tienes más que ver los apellidos de la mayoría de la gente que por aquí vive, por lo que no te ha de extrañar que urbanísticamente se copiara el modelo que se había seguido en los asentamientos de Sierra Morena. La Carolina y sus pedanías, fue el modelo a seguir.
-Por tanto ahí tienes otra posible explicación a la frase que preside nuestra iglesia: “Post tenebras spero lucem”; tras las tinieblas del antiguo régimen, se esperaba la luz de la nueva vida, la luz a la que se accedía a través del conocimiento, a través de la nueva sociedad que se había instaurado en Cela.
Todos afirmábamos inconscientemente, como si tuviésemos la perspectiva necesaria para poder opinar. Pero claro, no la teníamos y el siguió hablando, gustándose en nuestro embelese.
-No obstante todo lo dicho, puede ser que exista otra explicación más simbólica y rocambolesca, y quizá por ello más hermosa. Es probable que no estemos más que ante la sugerencia emblemática de un arquitecto, de un párroco, de un contratista…, en definitiva ante un aviso de quien pretendía que se ahondase en el conocimiento de la iglesia, en lo que ésta quería contar realmente. Quizá esa frase no sea sino una clave introductoria de la lengua de las piedras.
-Perdona Horacio, pero no entiendo –advirtió Marina que a esas alturas también lo tuteaba abiertamente.
-Vamos a ver. Una marca tipográfica típica en el Siglo de Oro era la imagen de un puño cerrado protegido por un guantelete, en el que se agarraba un halcón cuya cabeza estaba cubierta por un capirote. Debajo de esa representación se encuentra un león dormido y se puede leer el lema “Post tenebras spero lucem”. Cervantes o Tirso de Molina utilizaron en su obra este lema con un claro valor simbólico dirigido al lector, al que con ello se invitaba a reír, a disfrutar, pero también a pensar, a adentrarse en la obra y ahondar en ella, reflexionando sobre lo que el autor estaba contando, porque detrás de cada mofa, de cada chascarrillo, hay un requiebro que sólo el lector atento puede descifrar. Así, si damos por buena esta explicación, quien amplió la iglesia en el XIX, a todos aquellos que nos acercamos a la misma, con esa divisa nos estaría lanzando un reto: ¿hablas la lengua de las piedras?