martes, 6 de enero de 2009

MAMMÓN


Mammón.

Tiene el recuerdo apuntando a la fachada oriental de la iglesia de San Cristóbal, al reloj solar cincelado con escoplo en la piedra. A su izquierda las horas de luz, a la derecha las de umbría, y junto a cada número una figura zodiacal; coronando la esfera, la leyenda “OMNES FERIVNT, VLTIMA NECAT”. Todas las horas hieren, la última mata, se dice sin pronunciar palabra, y le angustia la certeza de que no le va a dar tiempo, que una vida no puede ser suficiente para alcanzar la meta que tiene encomendada.
Está a punto de alcanzarse la media noche y afuera se propaga atronador un silencio noctámbulo que despide el día de difuntos entre penachos de humo blanco y perfumado, expirados por las chimeneas que tachonan el perfil difuminado e impreciso del pueblo. Entorna los ojos para fijar la mirada a través de los ringleros descompuestos de la persiana enrollada a media altura, y sigue la estela lechosa y desvaída del vuelo de un avión que se pierde por detrás de la aureola de una luna redonda y llena ensartada por el pararrayos del campanario de la iglesia. El tiempo no ceja y sigue cayendo en su ánimo certero como un veneno. Se vuelve hacia adentro y mira sus pies desnudos, que se le escapan por las costuras pasadas de las punteras de los calcetines de lana. Sólo es capaz de dimensionar el transcurso de la vida cuando asume extrañado su condición humana, su naturaleza mortal, el abismo al que apunta un camino confundido con los ecos de una obsesión que a estas alturas ya lo martiriza: la riqueza, la transformación del plomo en el más precioso de los metales, el oro.
En una fuente de barro arden mariposas de aceite que proyectan las sombras por el suelo de la habitación, y las encarama, delgadas y titubeantes, en la pared del fondo, por encima del mueble-bar. Observa absorto su cara pálida y seria reflejada en un espejo de medio cuerpo al que le ralea el azogue alrededor del marco de madera picado por la polilla, por lo que parece que su reflejo flotase ingrávido en mitad de la habitación iluminada vagamente por la luz pabilosa de las mariposas. Descubre el paso de los años en su mirada triste y húmeda, en las bolsas que amortiguan los párpados y las arrugas que se le descuelgan de los ojos como aliviaderos de una riada, y se repite: “Una vida no es suficiente, no me va a dar tiempo. He de hacerlo.” Tamborilea con los dedos de la diestra sobre la carta de Julián de Olavide, que está apoyada en una mesita, cuando, como un fogonazo en medio de la memoria, resuenan en su cabeza los herrajes de los cascos de los caballos, inquietos y sudorosos, al formar en la plaza, delante del ayuntamiento, antes de salir de batida, y recuerda a su padre uniformado amusgando las orejas del animal que relincha apretando los dientes contra el bocado, consciente de la caza sin cuartel que se en esos momentos bulle en la cabeza de su jinete; y se vuelve al libro, encuadernado en piel, que sujeta abierto por el evangelio de San Mateo, 6:24: “Ninguno puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas.”
Se agacha delante de la estufa y abre la caldera en la que arden tranquilas las ascuas embebidas del romero de la sierra. Mira la Biblia y, al pasar la palma de la mano por los nervios del lomo, tres leves accidentes en la suavidad de la piel, aprecia una caricia que le hiela su alma en venta. Asustado arroja el libro santo al fuego y, rápidamente, reviven los rescoldos que se levantan en llamaradas tintadas de azul brillante y de rojo venoso y denso, el color de la sangre infectada que fluye cálida por las venas de Don Lucas Huete, que a esas horas duerme tranquilo con Lupe, sin advertir que se está trenzando la soga que, presionando su cuello, asfixiará su destino.
Una bofetada de calor le chamusca la barba que azulea en su cara y le nace blanca alrededor de la barbilla y en las sienes; las llamas encerradas en el iris cristalino de sus ojos, como cavernas del infierno, y, por fin, respira tranquilo. Acaba de escoger, y su elección es la riqueza.
Todo está preparado para la invocación, para la entrega de su espíritu al maligno, para la profanación de su alma. Pasa a una pequeña sala contigua y se encierra atrancando la puerta con el postigo. Levanta un brazo y estira su espalda apoyado contra el dintel de la puerta, la cabeza escondida entre los hombros, notando el recorrido de su lengua por las comisuras, y se reafirma en que no cabe otra solución, que si una vida no es suficiente para encontrar la fórmula, entonces tendrá que seguir vivo después de muerto. La habitación está desamueblada; los techos, las paredes y ventanas entelados con sábanas tintadas de un negro sombrío, como el útero que dio a luz al macho cabrío. En el centro de la salita, sobre una mesa baja, de tres pies, apoyan encendidas dos bujías, veteadas con cera reseca, que flanquean un cráneo humano deforme y perforado en la frente. Es un agujero limpio y directo, al que le sigue otro, algo más irregular, en la nuca. Desnudo, con la ropa arrojada a un rincón, aprecia un brillo mate en la calavera, la verticalidad del agujero de entrada y el de salida de una bala, antes de dirigir los ojos infectados de sangre hacia el techo del chiscón, oscuro como su futuro. En silencio repite una plegaria:
”Mammon, Rey de los infiernos, poderoso señor a quien el mundo rinde culto, rey de las riquezas, toma mi alma, que se te entrega desnuda, y dame vida eterna…”

Cuando se deja sentir el aliento frío que atrae la rogativa, que apaga las bujías de la mesa, él ya tiene su corazón congelado.

2 comentarios:

Silvia_D dijo...

Vender el alma por algo material... no, nunca, quizás me vendería por otros motivos más de higadillo.

Me ha estremecido tu relato, escritor :)

Muchos besitos de reyes

Marisa Peña dijo...

Cada vez me engancha más tu prosa, querido amigo... Vaya regalazo de reyes. Un abrazo y a seguir.