miércoles, 14 de enero de 2009

MÁS HISTORIA



3.- El día en que Don Lucas Huete apareció colgado, Cela estaba tomado por periodistas y jóvenes barbudos pertrechados con cámaras y petates, que se habían hecho eco de la pintoresca noticia de que unos ladrones no dejaban en el cielo del pueblo ni las bardas. Recuerdo que en aquella época prácticamente no veía televisión; además, por entonces, en Cela aún no se sintonizaban bien las cadenas privadas, por lo que no la reconocí cuando me preguntó qué eran las bardas: -Tu alcalde dice que no os dejan ni las bardas, ¿qué son las bardas?-. Me había cogido de improviso y me ruboricé antes de señalarle una nube estirada y oscura que se perdía al fondo, por encima de la línea del horizonte, en donde se adivinaba el azul del mar y el olor de la brisa que se movía a lo lejos: -A esas nubes se les llama bardas. En cuanto levanta el día es normal que se disipen. Nadie las roba. ¡Ah!, y no es mi alcalde, yo soy nuevo aquí y estoy de paso- le dije, escondiendo la mueca del labio que heredé de mi madre y que siempre revela mi timidez.
-Pues para ser nuevo aquí y estar de paso sabes mucho de nubes. A ver si eres tú el ladrón del agua a quien todos éstos buscan –dijo sonriéndose y señalando al gentío que todavía se agolpaba en la plaza, debajo de una gran pancarta que rezaba “Cela tiene sed”.
Cuando desde la esquina me volví a mirar a Marina, a la entonces joven y prestigiosa reportera televisiva Marina Mantovani, ella se alisaba el pantalón con las palmas de las manos y se abullonaba las mangas pillando sus hombreras con los tirantes del sujetador. Estaba delante de una furgoneta blanca desde la que un barbudo y desaliñado cámara le contaba hacia atrás, bajando los dedos de su mano izquierda extendida, antes de entrar en antena.
Eran las doce del mediodía y un sol irritado por el frío de la noche aplastaba las sombras contra el suelo derretido, calentando las tuberías por la que discurría el agua pocha de una fuente pública llamada de Los Siete Caños. La luz del día se irisaba en los tejados de uralita y los manifestantes calmaban el bochorno con botijos, sombreros, gorras o pañuelos anudados en la cabeza.
Al pasar por un descampado, cerca de la estación, camino de casa, me encontré por primera vez con Hugo Garrido. Estaba tumbado, mirando el cielo raso sin poder contener las lágrimas. Le pregunté si podía ayudarle y él, sin mirarme, me repuso -¿Sabe usted dónde se han ido mis nubes?

2 comentarios:

Marisa Peña dijo...

Bien, el ambiente está pintado con maestría . Y esa fina frontera que separa lo real de lo imposible...Me encanta.

PEPE dijo...

Como siempre muchas gracias. A ver si al final, con tiempo, la historia de Hugo y sus nubes se hace posible. Ya veremos.

Un abrazo
Pepe