sábado, 10 de enero de 2009

CONTINÚA LA HISTORIA




2.- “Muchacho, ten cuidado, este pueblo es retorcido y no permite deserciones”.

Ésas fueron las palabras con las que me despidió el revisor, con el tren traqueteando para echar andar y la puerta del vagón aún abierta, con una risa extraña que le lucía por encima de una mella. Allí estaba yo, en medio del abandono, en una estación avejentada, de techos extrañamente viciosos, repletos de matas de pinchos y retamas secas azuzadas hacia el centro de la techumbre por el vértigo de la altura, y una fachada enjalbegada con los trazos discontinuos de una sucia riada, observando el polvo y la hojarasca arremolinarse en los bajos de la reja de una puerta herrumbrosa cerrada con candado, dándole vueltas a la advertencia del revisor. Me intimidaron tanto el movimiento solitario y pausado de una cuerda anudada a las argollas de dos postes metálicos, en la que presentía que podrían estar saltando a la comba aquellos que ya no tienen trenes que coger, como la evidencia de que fui el único que se bajó en Cela, de que nadie tampoco esperaba en la estación para coger el expreso que salió de madrugada desde Granada. No tuve que esperar mucho tiempo allí parado, cavilando, con mis maletas en los pies, sin atreverme a sentarme en un banco de obra desconchado, para que Agustín Rebollo apareciera de repente y, cogiendo los bultos, me acompañara al coche en el que esperaba Horacio Buenaventura, con quien había venido yo a ejercer de pasante a Cela. Horacio no conducía pero, desde el asiento del acompañante, no separó su vista del camino de vuelta, atento a las hileras de chopos que flanqueaban la carretera, a los vecinos que reposaban al abrigo de la sombra de las chumberas, por lo que no vio a bien dirigirme palabra alguna en todo el trayecto desde la estación a la casa. Yo por mi parte me refugié en la aridez del terreno, el azul limpio de la mañana, para esconderme del enrarecido ambiente que se respiraba en el Dodge negro. Nadie podría reprocharme que entonces dudara del apego que mi madre decía que Horacio profesaba a la familia, no en vano se crió con mis abuelos después de perder a su madre en la Guerra Civil y de que a su padre lo dieran por desaparecido en el camino del exilio hacia Méjico. Pero bueno, lo cierto es que el viejo abogado, no sin un distanciado desapego, que luego pude darme cuenta que no le era innato sino que lo imprimía la profesión, antes de poner fin a su larga carrera, aceptó sin más reticencias que su profundo descreimiento en la Justicia, tutelar mis primeros años de ejercicio.
La gravedad de la advertencia del revisor se me repitió durante las silenciosas y largas noches de desvelo, y se me hizo más inquietante al conocer que también Buenaventura se había exiliado en Cela años atrás. Y a mí me angustiaba el hecho de saber que él aún seguía allí, que nunca abandonó Cela.
Me bajé del Dodge negro tirando de la maleta y, con la imponente casa allí delante, empequeñecido, me di cuenta que recordaba perfectamente la piedra natural gastada y sucia de la fachada y los fríos y austeros mármoles con que se habían revestido los emplomados de ventanas, puertas y dinteles. Por fuera, además de su altura, que destacaba sobre la rasante de los tejados, resaltaba por debajo del frontón que se abría a la calle del Rey, guarecida en una hornacina adintelada, la imagen de un gigante San Cristóbal que portaba en sus hombros a un niño que sostenía un globo terráqueo. La escultura formaba parte de la iglesia a la que el santo daba nombre, si bien, con motivo del terremoto acaecido en Cela en el XIX, se decidió trasladarla para que presidiera la fachada de la casa de los Buenaventura. Ya en su interior, un babel de estancias y compartimentos, arremolinados en torno al tiro de la escalera en un orden laberíntico, se repartía en tres plantas independizadas por gruesas puertas de doble hoja dispuestas en los rellanos y una buhardilla. Encima del pretil de cada una de las puertas, como profundas cicatrices, rajaban las paredes unas troneras afiladas que remarcaban en el edificio las hechuras de fortaleza que se adivinaban por la robustez de sus muros exteriores. La casa, en su día cedida por la familia Buenaventura para servir como instrumento de la justicia y el orden, fue construida para acoger la sede judicial de la comarca, de la que Cela era cabecera de Partido Judicial. Y a ese cometido se destinó desde su construcción, bien entrado el siglo XVIII, hasta mediados del XX, si bien, desde que falleció el padre de Horacio, ya recuperada del demanio y una vez se tabicaron las ventanas y se le aseguró su techumbre con una cimbra de madera, bien apuntalada por andamios levantados con puntales de metal para evitar que su caída pudiera hacer un daño irreversible al tiro de escaleras, permaneció cerrada, bajo la custodia del hombre de confianza de la familia, Agustín Rebollo, hasta que Horacio tomó la decisión de regresar a Cela y devolverla a la vida restaurando su interior.
La restauración sirvió para evidenciar que la casa se había diseñado como un magnífico utensilio, de formas alambicadas y recónditas, al servicio de La Justicia. Ante la perplejidad del maestro albañil, que observaba incrédulo las plomadas que colgaban de las cuerdas que cuidaban de la verticalidad de las obras, el pasillo que se iniciaba en el zaguán para desembocar en el que ahora era el despacho de Horacio, era aún más angosto que el resto de corredores de la casa y, aunque era difícil de apreciar de forma consciente, se iba estrechando progresivamente conforme uno se acercaba a la puerta. Esa disposición cumplía su misión, era otro de los secretos que guardaba la arquitectura de la casa, que había sido diseñada para magnificar una sala de estrados, enormemente amplia y espaciada, y cuyo techo se elevaba del suelo no menos de cinco o seis metros, con altas paredes forradas en madera, emparedadas con libros que magnificaban la inteligencia de los siervos de la justicia. A media altura, en el pasillo volado que recorría el despacho, dos pequeñas garitas servían para que los alguaciles custodiaran el orden de una sala, sobre la que se rociaba la luz tamizada que recogía una gran claraboya que repartía de forma dispar la iluminación por encima de las cabezas de los justiciables, dando una luz densa y homogénea al estrado reservado para su señoría, y dejando en una inquietante umbría las bancadas del público y los reos. Para un crédulo, no cabía la menor duda que Dios iluminaba al magistrado, que el hombre ejecutaba con su mano falible, la infalible justicia divina. El arquitecto, consciente de su diferencia, con esa estrechura había pretendido generar en los justiciables, la sensación de pequeñez, de sumisión, que al peregrino le causa la entrada por la Vía della Conciliazione a la explanada de la Plaza de San Pedro, en el Vaticano. Y se puede afirmar que lo consiguió. Desde la entrada se divisaba, al fondo, una mesa de madera repujada, con el frontis contorneado con una taracea de madera teñida de un suave granate que simulaba peltas entrelazadas rodeando una balanza en equilibrio: Iustitia. Las patas eran macizas y apoyaban sobre dos tacos que habían sido forrados para simular su desgaste. Debajo de una pila de expedientes amontonados en desorden, se adivinaba el marco orado de un sobre de piel curtida iluminado por un flexo que dejaba caer sobre la mesa una luz apagada de un casi imperceptible tono verdoso. Justo en frente, a unos tres metros, junto a la puerta, había un sofá y dos sillones orejeros rodeando una mesa de cristal. Entre ambos extremos del despacho no se había dispuesto mobiliario alguno, ni sillas, ni mesas, ni motivos decorativos que pudiera incomodar la fluidez visual que se pretendía con esa distribución. Esa misma fluidez se repartía por las paredes del despacho, forradas con cuarterones de madera en los bajos y anaqueles y vitrinas en un segundo cuerpo de mobiliario, y conseguía su máxima verticalidad con una sobria escalera de caracol que parecía colgada, como un tirabuzón, del pasillo que sobrevolaba la totalidad del perímetro del despacho. Eran ahí donde se encontraban varias librerías de cerezo, que se abrazaban a viejos libros encuadernados con pieles curtidas en tonalidades oscuras, que en su inmovilidad, ayudadas por el polvo, habían enraizado en la madera de los entrepaños que los custodiaban desde antiguo. El pasillo era estrecho y estaba sujeto a la pared por medio de unas traviesas de madera que se clavaban como estocadas certeras en los muros. En mitad de la pared central, otra escalera que por su tamaño permitía moverse entre los anaqueles, se alargaba hasta alcanzar los libros de las estanterías más altas, que se iluminaban con la luz cenital de la claraboya del techo.
Así fue como Horacio Buenaventura, al igual que Cela o Hugo, pasaron a formar parte de la memoria que rodea mi vida.

4 comentarios:

Óscar Santos Payán dijo...

Hola Pepe, amigo. Aquí sigo leyéndote. ¿Ves cómo lo que tienes que hacer es escribir? Aquí frío y nieve. Ayer cuatro horas en 30 km. Pero parado en la carretera y disfrutando de las imágenes. Como si el mundo se fuera de mudanza y las sábanas lo cubrieran todo. Un abrazo

PEPE dijo...

Eso quisiera yo, tener el tiempo y la calma suficiente y necesaria para hacer cosas. Pero en fin, es lo que hay.

No lo había pensado, pero a lo mejor, a la vista de lo que estamos haciendo con él, el mundo quiera escaparse. Estaré atento a los avisos.

Un abrazo

Marisa Peña dijo...

Pues te ha quedado redondo...Esa frase del principio y la recreación de la llegada es soberbia Un abrazo blanco ( aunque el mundo ha decidido volver a revelarse y la nieve se va lentamente...)

Silvia_D dijo...

Genial, tu descripción, tan visual!! me has hecho entrar en la casa a golpe de letras.

Te sigo leyendo...

Besos, niño