domingo, 7 de diciembre de 2008

CELA. LA MEMORIA EN PENUMBRA.



La imagen del pueblo se debilita al remejerse la luz y la oscuridad en el laberinto de sus calles y plazas. Cela esconde sus formas, emborrona sus edificios, disimula los afeados tabiques de ladrillo que ciegan las casas derruidas por el desuso al toparse la noche con el día. A esas horas los ruidos se escabullen por las esquinas, azuzados por el viento frío de la sierra, y las últimas luces se guarecen al arrimo de los apliques de los zaguanes y portales, encendidos como serenos.

Su perfil es el de un pueblo del sur, construido en la falda de una montaña, con una iglesia levantada en honor a San Cristóbal, desde cuyo campanario, abriendo hueco entre las nubes que ensombrecen los valles, en días claros, se ve nítido el mediterráneo. Salvo la casa de Horacio Buenaventura, el abogado, y el Ayuntamiento, sus edificios son achaparrados, de una sola planta y cámara, de paredes encaladas y tejados a dos aguas tachonados de chimeneas de ladrillo rojo.

El olor de Cela, el que ahora me atrae el recuerdo, es el de la jara que arde en sus braseros desde principios de octubre, el del ramón de los olivos y acebuches en enero, el del almendro en flor a finales de febrero, o el de las retamas y aliagas en primavera. En ese olor también se encuentra la vida de Cela: el campo. Desde que la compañía minera decidió cerrar las canteras y se marcharon los ingleses, no existe otra ocupación en el pueblo, para los que no han emigrado a la lejana Cataluña, que labrar los bancales y rogar al cielo que sea benigno con los sembrados de cereales.

Adelgazo la voz para recordar las calles vacías de Cela y yo solo, en el empedrado de la Calle de La Amargura, atento al roce de mis pisadas al pasar delante de la casa de Hugo. La memoria, como la penumbra, embellece Cela, y me recuerdo arrebujado en un desgastado abrigo, sellado en el cuello con una bufanda de cuadros rematada con tiras de lana marrón, recorriendo la plaza del Ayuntamiento, el Paseo del Porvenir… Y mientras, Hugo en mi cabeza, haciendo como que se va, pero siempre quedándose.

En la comarca se dice que el frío de Cela, el que sopla desde la montaña impregnado de jara, es tan limpio, tan sano, que provoca enamoramientos, ensoñaciones, y a veces me pregunto si no habré sido yo, como Hugo, otra víctima de ese extraño sortilegio.

3 comentarios:

Marisa Peña dijo...

Preciosa estampa y una excelente fusión de sentimiento y paisaje. me gusta Cela, al menos visto a través de tus ojos...Un abrazo

PEPE dijo...

Bueno, no creo que Hugo se mereciera un mejor lugar para vivir. Además si quiero justificar lo que luego va a hacer, el marco debe ser el adecuado.
Probablemente Cela sea el pueblo imaginario en el que ahora me gustaría vivir.

Ahí fuera llueve. Voy a dejarlo aquí, porque toca disfrutar de la lluvía.

Muchas gracias por seguir ahí.

Pepe

Óscar Santos Payán dijo...

dale vidilla primo. Un abrazo