jueves, 11 de diciembre de 2008

HISTORIA


NOTA: Con este fragmento concluyo la exposición de la historia de Hugo y el robo de nubes. Que conste que pienso continuarla, pero una vez definidos los personajes que han cincelado el perfil de Hugo -su padre, madre, abuelo, el pueblo...-, la historia, neceariamente, tiene que ser más extensa, y por ello exceder del cometido del blogg, que no es otro que alguien lea lo que escribo. Todos convendremos que entradas como la que ahora voy a poner, que sería el principio de la historia, no la lee ni el mismísimo Dios de las alturas.
Cuando la termine, si es que ello sucede, prometo pasarla a quien la quiera leer. Estemos donde estemos; haya pasado el tiempo que haya pasado.
Pepe
EL COMIENZO DE LA HISTORIA.

La mañana en que Don Lucas Huete se balanceaba desnudo, colgado de la rama de una encina, con el cuerpo perlado de una fina escarcha, que le daba un aspecto de frescura, como de recién levantado, en Cela, el alcalde aseguraba al Gobernador Civil que al pueblo le estaban robando las nubes.

El bando municipal expuesto en la puerta del bar Regio había congregado en la plaza del Ayuntamiento a la mayor parte de los vecinos del municipio, que veían con preocupación cómo ese año apenas si había llovido, por lo que sus cosechas de cereal escasamente espigaban un palmo del suelo, y los almendros y árboles frutales se levantaban en las solanas como esqueletos raquíticos devorados por un viento seco y empolvado, inusual en la memoria de los viejos del lugar para aquellas alturas de año.

El caso es que, como digo, el cuerpo de Don Lucas Huete, ausente de alma, tieso como una vara, sujeto por una soga de cáñamo trenzado, que se anudaba a la horcadura de una rama desprendida del tronco de la encina como un brazo extendido en el albor del amanacer, era un péndulo mortificado, y su movimiento continuo y lento de uno a otro lado, acariciando con la planta de los pies desnudos la hierba alta que había crecido junto al árbol divino, al arropo de la densa sombra que producían unas gordas y frondosas ramas, nutridas con el abono de las cagarrutas de los jabalíes, hacía evidente que no se avecinaban buenos días para Cela, donde no se guardaba memoria de un hecho de ese calado, desde que Donato Alférez, “El Teniente”, que regentaba la tienda de ultramarinos y bebidas espirituosas del pueblo, se quitó la vida hacía unos años, según me habían contado. Aunque en su caso todo el mundo lo vio comprensible y no hubo quien no se pusiese en su lugar, puesto que desde que un grito de dinamita le reventó los tímpanos en una cantera de áridos, en su cabeza no paraba de sonar la marcha militar con la que juró bandera en el regimiento de Regulares de Melilla interpretada por una banda de tambores y trompetas, por lo que para silenciar los sonidos que tronaban en el silencio de su cabeza, no encontró más remedio que volarse las sienes con un revolver que había comprado en el estraperlo allá por los Años del Hambre.

Si el helor de la noche había congelado el musgo que trepaba por los troncos, junto a los zapatos acharolados de domingo de Don Lucas y sus calcetines negros de hilo sin costuras que tanto bueno le hacían para la circulación, el sopor de los días acabó por desorientar el juicio del campo en Cela, que equivocó la floración de matas y flores, entregando su fruto a una quemazón inevitable y lujuriosa de estambres y pistilos. No ha de extrañar que aquel día la llegada del Gobernador Civil estuviera huérfana de los geranios y rosales con los que el pueblo acostumbraba a acicalar sus calles, rejas y balcones, en los días festivos.

Con el sol en su cenit, a la altura del medio día, empezó a arreciar un sol ardiente que se descargó sobre la turbamulta congregada en la plaza del Ayuntamiento. Descendía recio contra los muros de piedra, sobre los terrados de las casas antiguas que con el Ayuntamiento daban una peculiar forma rectangular a la plaza, y brillaba rubio al escurrirse en la piel desnuda de los manifestantes que se habían despojado de sus abrigos y chaquetas, entre los regueros de sudor colectivo que daban un aspecto pudibundo y maloliente a la plaza. No fue sólo el olor, ni el gentío, lo cierto es que no me pareció oportuno estar presente en aquella concentración vindicativa que reunió al pueblo en demanda de agua por no ofender a mi recién estrenado maestro, que apenas unos días antes había despachado con una negativa el encargo profesional que el alcalde y algunos terratenientes de la comarca le habían efectuado, con el fin de querellarse contra ciertos empresarios de la provincia limítrofe que, a su juicio, estaban esquilmando el cielo de nublos. Sentados delante de la mesa de Horacio Buenaventura, azuzados por la flema que daba al despacho la altura de sus techos, los libros apilados en los oscuros entrepaños de roble y el pasillo de metal y madera volado sobre sus cabezas, explicaron a Horacio que era evidente el interés de los empresarios dedicados al cultivo intensivo de que no lloviera en la comarca, pues con ello se mermaban los rendimientos de sus cosechas tempranas de tomates, pimientos y calabacines, y además, contaban con el testimonio de más de uno que aseguraba haber visto volar unas pequeñas avionetas que iban dejando una estela, que ellos afirmaban que la producía el yoduro de plata al ser irrigado sobre los cielos de Cela y su comarca, con la que se volatilizaban las nubes; y que fuera de martingalas y encantamientos, los hechos eran hechos, que una nube no duraba encima del pueblo ni mediodía.

“Mario, la toga se viste para defender la razón o la vanidad; para las causas irracionales están los políticos y los manicomios.”, me dijo en aquella ocasión, y yo, por no ofenderlo, creí conveniente ese día escaparme del pueblo y echar a andar por el camino que faldea la sierra, por las trochas abiertas entre las retamas resecas y punzantes. Fue en ese paseo cuando oí mentar por primera vez el nombre de Don Lucas Huete.

Al torcer por un recodo del camino, por encima de las albarradas de piedra y barro que cercaban una finca donde el ganado se abrevaba con cubas de agua de la sierra, y se apacentaba, a falta de pastos de la tierra, con balas de paja traídas desde la comarca vecina, se levantó una columna de polvo enharinado que serpenteaba con el camino como rabo de lagartija y se hacía cada vez más densa y bulliciosa a medida que se acercaba a mi puesto. Al parar a mi lado, yo ya me había protegido pegándome al muro y tapándome la boca con la bocamanga de mi camisa. Quitó con las dos mano, casi a golpes, el cristal de la ventana que estaba sujeto con una guita a la manivela de la puerta, y que quedó balanceando, colgado, por fuera, repicoteando en la chapa del coche, y el conductor, con la boca doblada, aturullado, me preguntó por la Guardia Civil: -¿Ha visto usted a los Civiles? Don Lucas se ha matado. Allí, allí,…ahorcado- me señalaba a trompicones, volviéndose hacia atrás, con medio cuerpo asomado por la ventanilla y dirigiendo su brazo y el dedo índice hacia la Rambla del Puerto. En cuanto le advertí de la visita del Sr. Gobernador y que los dos Guardias del puesto estarían en la plaza, hizo rechinar las ruedas y siguió su camino a toda prisa, levantando tras de sí densos penachos de polvo que flotaban en el aire como el polen en primavera. La visión ensombrecida del camino que se perdía vadeando los roquedales y los terraplenes de la dehesa, la estela de insectos despachurrados en las rodadas del camino y el vuelo de los pájaros que blincaban en el aire por delante del coche, me empujaron a dar la vuelta y volver al despacho, a mi casa.

Aunque todo el mundo achacó la muerte de Don Lucas Huete a una suerte de lastimosa fatalidad, con el tiempo tuve la escabrosa certeza de que, por el contrario, las acciones humanas siempre esperan pacientes su correspondiente reacción.

5 comentarios:

Marisa Peña dijo...

Es precioso...realismo mágico,del bueno. Con pinceladas autóctonas ¿eh? Me ha gustado mucho. Eres un gran narrador, de verdad. un abrazo muy fuerte

PEPE dijo...

Eres todo un encanto Marisa. Así a uno no se le quitan las ganas de seguir escribiendo.

Gracias por ello.

Pepe

Óscar Santos Payán dijo...

Tienes a todos los blogueros enganchados y eso sólo tiene una lectura: lo que leen los atrapa. Un abrazo amigo

PEPE dijo...

No sois muchos los que os acercais por este sanatorio, aunque para mi suficientes e imprescindibles. Así que gracias a Marisa, a Oscar, al nadador, al antiplatónico, a Pirlilla, Dianna, y los pocos más que olvido.

Aunque el efecto terapéutico de la escritura lo busco para para mí, la escritura debe tener como cometido su lectura. Otra cosa es fútil onanismo.

Creo que fue una suerte encontrarte en la Rambla aquel día. De no haber sido por ese acto tan azaroso, hoy no exisitiría el sanatorio.

Besos y siempre salud.

Óscar Santos Payán dijo...

Yo soy un hipocondríaco que no visita a los médicos. Sabrás que los hay de dos clases, los que van al médico y los que no. Sin embargo tengo mis dudas de pertenecer al segundo grupo porque me encanta visitar tu sanatorio. No me recibe ningún médico y en el silencio dejo que tus palabras me atrapen en un universo lejano del mundanal ruido, más hermoso que lo real. he de decirte que tu terapia hacen que mis "males" engorden el olvido.Doctor Pepe, yo también tuve suerte.