sábado, 7 de febrero de 2009

8.-




8.- “Cela, a dos de julio del año mil ochocientos quince.

Querido hermano,


Me preguntaba si al cabo de tanta tristeza podría encontrarse la muerte, hasta que me vi rodeado de muertos tristes, de cientos de cadáveres silenciosos que se esparcían abandonados por los campos incendiados, enterrados bajo los techos hundidos de los cortijos, de nuestras casas, lapidados por los muros cuajados de hiedra y líquenes, reventados por la humedad. De repente un zumbido, un silbo comprimido surcando el peralte oscuro de la noche; primero insinuado a lo lejos, bramando bronco y desolador repentinamente encima de nuestras cabezas; luego el resplandor que acallaba el ruido y el olor picante de la pólvora devorándolo todo alrededor. Y de nuevo el silencio y el canto triste de los grillos; la angustia de la muerte.
Así fue. Habíamos nacido en un tiempo en que la humanidad se odiaba. Ésa era la triste realidad, la certeza que oprimía, hasta su asfixia, la voluntad de los hombres buenos, ya por entonces desconsoladamente doblegada, la terrible sensación de que la oscuridad, huérfana de cura, iba a seguir extendiéndose como una plaga letal por todo nuestro mundo conocido, invadiendo y sojuzgando cualquier rebrote de esperanza, acorralando la luz. Y yo, hermano, no supe o no pude hacer otra cosa más que huir.
Me pedían que me rindiera, que desistiera de todo cuanto creía, que yo también expurgara de mi razón el ideario ilustrado que con tanto ahínco abrazó nuestro tío Don Pablo, en el deseo de enterrar las heces que arrastraron aquellos antiguos siglos oscuros, cuando la falta de esperanza hacía tiempo que había hecho mella en mi futuro, cuando tenía la certeza de que no cabía más que esperar sumiso a que las tinieblas espesas también acabasen conmigo, con los míos. Y no encontré consuelo en la huida. Era tanta y tan terrible la ceguera, que temí perder el miedo a fuer de soportarlo.
Lo que ahora me queda de aquello es el recuerdo del silencio, y el tacto mohoso del viento escombrando las ruinas de nuestra vida, derribada a golpes por un miedo cerval y terrorífico. Miedo a los depositarios de nuestra esperanza, a aquellos que portaban la llama que creímos que iba a hacer arder los cimientos de esta sociedad absolutista y servil que nos aseguraban natural y divina; miedo también a aquellos que se decían compatriotas. Así fue cómo nos dimos cuenta de que nosotros éramos el enemigo a batir.
Y como nada es para siempre, un día la vida se abrió para dejarme ver el camino de huida, para permitirme encontrarme con Cela, un pequeño pueblo abatido por el abandono en el que apenas si resistían diez familias y tres monjes que mantenían en píe una preciosa mole de piedra: la iglesia de San Cristóbal.
No habían corrido ni veinte años del nuevo siglo, del tiempo en que dimos sepultura a la esperanza, cuando, entre las cenizas de la destrucción, descubrimos el que sería nuestro gran proyecto de vida, el que tanto buscamos movidos por las enseñanzas del tío Don Pablo, por la utopía del navegante holandés. Cela fue un espejo en el que proyectar la nueva vida, el lugar donde encontré de nuevo la fe. Fue ella la que modeló el nuevo mundo y despertó al hombre dormido, prendiendo una llama de luz en su oscuridad e insuflándole el aliento de vida. Bastó ese soplo divino para que el plomo purificado reluciese como el oro, para que renaciese la riqueza donde no se había conocido más que podredumbre. Y así acabó la muerte y dio comienzo la vida, siendo evidente que con ello Cela, como Sinapia, se situó en las antípodas de los pueblos de nuestra querida España.
Por eso Cela, querido hermano, es el lugar soñado donde vivir, donde hacer crecer a nuestros hijos, a nuestras familias, el sitio en el que llevar a cabo todos las obras que con tanta ilusión hemos proyectado.
Por lo demás no te preocupes que Cela espera. Tomate el tiempo preciso, el que tú y tu familia necesitéis. Ordena tus cosas, la administración de la quintería y las fincas, prepara el equipaje y deja Jaén, no lo dudes.
El gigante custodiará la luz; él nos protegerá de la tremenda oscuridad que desoló la vida de los nuestros. Y nunca olvides: Ex oriente lux.
Julián de Olavide y Rosas.”

3 comentarios:

Marisa Peña dijo...

La carta encontrada me gusta...Un recurso cervantino estupendo. Besos

PEPE dijo...

Si te das cuenta, en relato existe más de un narrador. Uno es Mario, que cuenta su historia, la que recuerda en paado y la que vive en presente. Luego existe un narrador (omniscente, creo que se se le llama) que narra sucesos que son desconocidos a los demás personajes y sólo conoce el lector. Por tanto, la carta más que encontrada es mostrada por ese narrador, o eso creo.
Como imaginaras me divierte escribir, sin pensar demasiado si esto está quedando bien o mal. Ya veremos si al final se termina, y cómo lo hace.

Gracias por seguir ahí.

Pepe

elena dijo...

Tan apasionante es el relato como las motivaciones o explicaciones que das sobre la forma en que lo escribes y los recursos que empleas. Extraño esto de hablar de recursos asociándolo a algo ajeno al derecho...

Siento decir que mi egoista posición ahora mismo me lleva a leer ávidamente y seguir esperando la ontinuación de la historia, sin darte de vez en cuando una señal de que sigo estando ahí.