miércoles, 25 de junio de 2008




Esto que os propongo no es más que un juego, un mosaico literario, del que yo pongo una primera tesela, un puzle, en el que, como punto de partida, yo ofrezco una clave. A partir de ahí espero que los que venis a descansar a este sanatorio, vayais colgando las demás piezas con las que elaborar lo que podrá ser una curiosa historia, o un esmirriado intento de originalidad. El tiempo dirá.
Bases:
-Quien lo vaya a continuar, reservará su turno, mediante el oportuno comentario, y se le dará una semana para colgar su texto.
-Los médicos de este sanatorio, se reservan el derecho de admisión.




I.- El Georgia

La ciudad en silencio amplifica el sonido de sus tacones, el roce de las tapas metálicas con los adoquines húmedos del callejón que conduce al Club Georgia. Lleva el frío aterido en sus hombros desnudos, pero conoce y utiliza la atracción que provoca el movimiento de la estola al moverse por el escorzo que produce la espalda al pasar por la cintura, al perderse en las caderas con cada paso que ella dibuja en el acerado, colocando sus pies delgados uno delante del otro, como una sibilina equilibrista. Antes de entrar, emboquilla un cigarro y le prende fuego debajo de la claridad mortecina y decadente del luminoso del Georgia, que a ratos parpadea. Ésa es la única vez que se pudo detener nítidamente en su rostro. La imagen que después nunca olvidará de ella, se le quedó grabada en los escasos tres segundos que duró la llamarada del fósforo que le ofreció el portero del local.

Barroso se detiene apoyado en el tronco de una acacia despeluchada por el invierno y observa la natural amabilidad del portero al acompañarla hacia el interior del garito sosteniéndola de la cintura, por debajo de la estola, y de su mano izquierda, para sortear el grueso felpudo de la entrada. Cuando cierra la puerta, el portero, quitándose el sombrero de copa y planchándose el flequillo sudoroso, se regosta en el penetrante olor a perfume que se le ha quedado impregnado en la palma de su mano y en la mejilla que ella le ha besado antes de despedirse y perderse por las escaleras hacia abajo, donde retumbaba la sordina de un saxo.

Al cerrarse la puerta la noche recobra su silencio noctámbulo, y él echa andar. Ahora no llueve pero se toca la visera del sombrero, entornándola encima de los ojos, y mira hacia ambos lados por encima de sus hombros. Se aproxima al local y la luz intermitente se deja de tartamudeos y enmudece, para dejar el callejón completamente a oscuras. Ahí se da cuenta de que no escucha sus pasos, y le corre por la espalda una sensación fría al pensar si los suyos, como los pasos de Fred MacMurray, son ya los de un hombre muerto.

Lo desvela el crujido de la puerta metálica, el movimiento del portero que empuja con una barra de hierro los neones del cartel, el rastro de carmín que se le escapa al portero por encima de su alzacuello, acariciándole la barba rala, la luz abombada, que infla la vaharada de humo caliente que se escapa por la escalera, para rebosar por el pretil de la puerta, empujada por la tristeza de un saxo con sordina.

Barroso no tuvo problemas para entrar en el club - nadie solía tenerlos en un sitio como el Georgia-. Al dejar el sombrero y la gabardina en el guardarropa, se ajusta la pistolera en su espalda para que no se le note el bulto de su Colt 1911, calibre 45, que ha sido fabricada para calzar a la perfección en su mano izquierda, pero que en su costado derecho abulta de forma aparente.

En la barra da cabezadas un tipo que se endilga a mocho una botella de cerveza, mientras con la mano libre introduce los dedos en un vaso, indicándole al camarero que le vuelva a rellenar un dedal de güisqui. Abajo se agolpa el público, y los camareros apenas si encuentran huecos para pasar con las bandejas metálicas cargadas de cascos de bebidas espirituosas y cocteleras. Toca un jazzmen afroamericano que, según ha visto anunciado en la pizarra de la puerta, se apellida Gordon, acompañado de un batería, un bajo y un pianista enjuto y miope de anteojos redondos. Al rededor del patio de butacas hay un reservado protegido por dos matones a los que los músculos del cuello les hacen ridículas las corbatas rojas desanudadas en la garganta.

Le describe la mujer a un camarero y éste le señala con el brazo extendido el reservado.

Sigue sonando la música cuando se dirige hacia allí, cuando lo detienen los dos matones agarrándolo por la pechera, cuando ve delante suya la cubitera escarchada en la que se enfrían dos botellas de cava y Demetrio di Pietro les pide a sus chicos que sean más educados con el inspector Barroso, bueno, con el exinspector Barroso.

Barroso no entra al trapo cuando Demetrio di Pietro, el dueño del local y principal valedor de los narcotraficantes y mercaderes de armas que operan en la ciudad, informa a sus acompañantes lo que en su día fue primera plana en todos los periódicos locales: la degradación y definitiva expulsión de Barroso del cuerpo de policía al ser imputado por el prestigioso Juez Colomer, por la muerte de una prostituta rusa, Irina Petrova, de sólo veinte años, con la que Barroso hacía tiempo que venía manteniendo una..., digámoslo así, íntima relación. Y observa que en el reservado hay ocho personas, cuatro pistoleros, y otros tantos que han escogido mal día para escuchar al saxofonista negro que impresiona por su altura. No hay rastro de la chica.

Demetrio di Pietro, sin levantarse de su sillón, coge una botella de la cubitera helada y le ofrece una copa de un exquisito cava, de esos que él no podría pagar con el sueldo de un mes -cuando aún estaba en nómina para el estado-, un cava en el que flotan diminutas partículas de polvo de oro. Le retira el papel de plata, la malla que lo recubre y aprieta la base del corcho con un solo dedo. -El cava es como las personas, basta con saber dónde has de apretar, para que hasta los más duros se abran en un instante -ironiza el hampón.

Dos de los matones se han colocado detrás, cerrando el paso de la puerta, la salida al patio de butacas, y los otros dos se apoyan en la pequeña barra con la que cuenta el reservado. Todos ríen a carcajadas, y él no los oye, sólo cubica distancias, piensa en soluciones, discierne entre las posibilidades que se le agolpan en la cabeza.

-Demetrio, hay otras formas de abrir el cava –responde Barroso agarrando una botella por el gollete. La escarcha de la cubitera salpica en los pies de uno de los matones que echa mano al interior de su chaqueta. Demetrio lo tranquiliza con un movimiento de manos y una sonrisa.

-Dime qué quieres loco -pregunta Di Pietro a Barroso.
-Dónde está la chica.
-¿Qué chica? Aquí no hay mujerzuelas de esas que tú frecuentas. Quizá en el puerto puedas encontrarlas, y bien baratas, pero aquí no, éste es un sitio respetable, sólo venimos gente de orden a escuchar algo de Jazz -le dice con sorna, señalando con los brazos extendidos y las palmas vueltas a sus invitados.

No espera a que termine la frase y arrea con la botella las cabezas de los dos gorilones que estaban detrás, en la puerta, que caen redondos, como sacos de patatas, con las cabezas abiertas. Sin esperar, se gira para clavar las ripias de la botella, de un sólo golpe, entre la clavícula y la garganta de otro de ellos, que ya no puede seguir riendo; con la mano libre descerraja un tiro en el estómago al cuarto matón que se ovilla en el suelo viendo cómo la muerte se le viene encima.

Tiene a Di Pietro encañonado, y siente como un mordisco en el costado, una suave dentellada, y luego un golpe seco en la cabeza, que le nubla la vista y lo tira al suelo.

Al despertar, no puede moverse, pero sí que percibe el desfile de batas blancas que entran y salen de la habitación alentadas por el repetitivo pitido del monitor que se une con electrodos a su pecho y cabeza.

-Tienes suerte de haber escapado esta vez con vida -oye decir al comisario Velázquez-. Te clavaron un punzón de picar hielo que casi te atraviesa el pulmón -Barroso se molesta por no haberse dado cuenta de que entre los otros cuatro había uno con el arrojo suficiente como para meterle eso en el cuerpo-. Si no es porque andábamos cerca, esta vez no lo cuentas Manolo. ¿Sabes que nos has jodido la operación que llevábamos preparando desde hacía meses? ¿Qué coño se te perdió a ti por allí?

Recobra el movimiento de su lengua, que aunque apelmazada, ya apunta palabras, y le dice a su compañero de promoción, Ernesto Quevedo:

-Unas piernas largas, y unos ojos verdes. Sólo eso, Ernesto.

-Vete a la mierda Manolo...

3 comentarios:

antiplatonico emboscado dijo...

mio, pues

A. Marin dijo...

Este fragmento me recuerda la famosa y brillante canción de Gato Pérez "Pedro Navaja", que narra la peripecia fatal de este personaje en su azaroso y desafortunado encuentro con una mujer en una esquina cualquiera, fruto del cual ambos acaban heridos mortalmente. Yo por mi parte me resisto a entrar en la continuidad del relato, sobre todo por el requisito de guardar turnos, que resta espontaneidad al asunto. ¿No sería mejor ir añadiendo fragmentos sin mas?. Si alguien entra y observa un añadido anterior ya publicado debería continuar a partir de ahí, sin necesidad de pedir la vez. Esto podría ocasionar algún solapamiento de textos por coincidencia temporal, pero dado que este blog tiene pocas entradas (de momento), no creo que fuese un problema real, y, en cualquier caso, si se diese esta circunstancia, el siguiente en entrar debería elegir a cual de las dos propuestas anteriores decide dar continuidad. De esta forma el relato podría tomar varios caminos de desarrollo distintos, bifurcándose en determinados momentos y accediendo a diversos desenlaces, haciendo así el juego mas interesante. Por ello, Pepe, te propongo cambiar las reglas del juego y dejar que se desarrolle el texto sin necesidad de turnos.
Por otra parte, y aprovechando para contestar a Alter, le diría que el sentido de los blogs es que la gente se exprese. Para leer a Platón, a Nietzsche o a Mario Vargas Llosa ya tenemos las librerías. Esto es un foro espontáneo y sin reglas (salvo la buena educación), y aunque se pueda admitir la crítica, lo que no se debe plantear es la censura previa que exija una determinada capacitación literaria o filosófica como requisito para poder decir lo que a cada uno le apetezca. Por otro lado, si alguien cree ser la encarnación de de Goethe remasteurizado por el filtro de Paco Umbral o, como en mi caso, el resultado del cruce entre Chiquito de la Calzada y Risto Mejido, es nuestro problema, del que, además, somos plenamente conscientes. Pero ya tenemos tratamiento en terapias colectivas preferiblemente en el Amargo o similares, a las cuales, si decides dar la cara (ejercicio por otra parte muy saludable), estas invitado.

PEPE dijo...

Antonio,

Sigues fiándote de tu espontaneidad. Pienso que si queremos que la historia tenga unos mínimos visos de poder finalizarse -cosa que no tengo muy clara- hay que guardar turno y, aunque sea poco, que el que la siga, la trabaje un poco, para que así se pueda ahondar en la historia o en los personajes. máxime si al final resulta que la misma no va a ser lineal, como parece que ya me están comentando. Bajo mi punto de vista creo que lo que propones podría hacerse siempre y cuando el relato fuera lineal y corto, pero no es este caso, que por lo pronto, y por lo que ya sé que viene, va a ser algo más largo que diez páginas...
De todas formas, me sumo a lo que la mayoría diga y así lo hacemos. Si hay más gente que piense como tú, que lo diga, y yo me someto a la mayoría como no podía ser de otra forma.

En cuanto a Alter, comparto tu comentario. Si bien, he de decirle, que sigue siendo bienvenido a este sanatorio, en el que probablemente, como embozo y todo, él sea el que se encuentra más cómodo.