
“My name is Luca”. Suzanne Vega.
El primer recuerdo consciente que mantengo es de la imprenta de mi padre, “Portocarrero e Hijo”, un próspero negocio local dedicado a componer artesanalmente tipos encima de las páginas vacías, a ensamblar palabras y darles formas en el papel blanco, en el que medio pueblo de Cela aprendimos mecanografía con el método QWERTY del americano Christopher Sholes. Yo estoy sentado a horcajadas encima de las rodillas de mi madre, junto a la entrada de la imprenta, al lado de un viejo chibalete condenado a servir como mueble decorativo, y Babé, mi abuelo, tira de los pliegos de papel en los que brilla acharolada la tinta que embadurna los dedos de mi padre que sujeta la palanca de una guillotina. De fondo, desordenado y monótono, el sonido de las teclas de las máquinas de escribir.
No creo que tuviese más de cuatro años, a lo sumo cinco, cuando aquello se estampó, como los grabados de Babé, en mi memoria. Lo más curioso es que es no tengo una conciencia remota de aquello, y parece como si todo acabase de ocurrir hace apenas unos días, o como si lo hubiese inventado.
Luego sí que me acuerdo, ya un recuerdo antiguo, de cómo mi madre me secaba con las sábanas de mi cama después de bañarme en la bañera esmaltada que teníamos en un cuarto de baño de paredes azulejadas y techos altos rematados con una claraboya de cristal gordo y opaco, en la que emborronaban la luz los nidos de las torcaces instalados al abrigo de las tejas rojas de la techumbre de una almazara abandonada; o las delgadas cañas de bambú de la huerta que veía desde la ventana de mi habitación, junto a un nispolero; a mi madre, sujetándome entre sus piernas para rematarme el flequillo con la colonia a granel que comprábamos en la droguería “El Ahorro”, el primer día de colegio, cuando todavía hacía un calor insoportable…
No sé por qué los primeros acordes de esta canción me entristecen. No lo entiendo. Antes no me pasaba; todo lo contrario, en cuanto la escuchaba me venía a la cabeza mi primer año en Granada. La casa de la calle de El Ángel, un decadente y decimonónico edificio de tres plantas del ensanche granadino, paralelo a Recogidas. Manolo había grabado una cinta de Suzane Vega y por las noches, antes de cenar, la poníamos a todo volumen. Aquel órgano quejumbroso, la guitarra acústica retumbando en el angosto patio de piedra y nosotros, como bobos, con los ojos clavados en nuestro estrecho pedazo de cielo. Pero ahora no. Ahora, en cuanto comienza a sonar noto tristeza. ¿Será nostalgia? ¿Nostalgia de qué? No echo de menos aquello..., o eso creo.
Céntrate en la maleta y no olvides nada. ¡Joder!, verás como no es nada. De ésta sale, él es fuerte. Tiene que salir…, y va a salir. Las llaves…, no olvides las llaves de casa. No habrá nadie en casa. Asegúrate que has apagado todas las luces. De todas formas Heidi tiene que venir a limpiar mañana, así que no pasa nada si se queda algo encendido. Marina también puede pasarse... No, ella no va a volver. Vete ya, vamos.
Papa, aguanta, vale; tú aguanta, por favor.