9.- La música queda de un órgano da entrada a un plano en el que, sobre un fondo traslucido con la imagen demoníaca de una gárgola de la iglesia, aparece difuminado el pueblo de Cela en manifestación. La música se acentúa con la entrada de una orquesta de instrumentos de viento, percusión y cuerda que envuelve la aparición, desde la bruma, del título del documento televisivo: “Cela. Un grito de dolor. Por Marina Mantovani.”, y se recoge y hace de nuevo sinuosa, casi un eco apenas intuido, cuando el órgano se queda nuevamente a solas y en la pantalla permanece solitaria la figura nítida de la gárgola: un demonio con dos cuernos retorcidos de carnero que le taladran la frente, con largas y puntiagudas orejas, ojos saltones, pómulos abultados que esconden sus facciones desnarigadas, y una boca entreabierta amontonada de dientes de los que se escapan por encima del labio inferior dos largos y afilados colmillos. La bestia se encuentra agachada, en cuclillas, con una mano apoyada en la tierra y las alas extendidas en ademán de echar a volar. En el pecho tiene gravado su nombre: Mammon.
El reportaje sobre Cela y los ladrones de agua se emitió con puntualidad el sábado previsto, ante la expectación del pueblo que se congregó nuevamente en la plaza del Ayuntamiento, delante de un gran televisor que había instalado el del Bar Regio en el centro de la plaza, para lo que se había obtenido el oportuno permiso del alcalde. No bastaron las sillas de plástico que el propietario del bar había dispuesto en filas de quince, abrazadas mediante alambre anudado a los reposabrazos, y, ante el aluvión de vecinos que se decidieron por ver el reportaje de Marina en la plaza, hubieron de formarse varias hileras supletorias con las sillas, butacas y mecedoras que se trajeron para la ocasión. A pesar de que el clamor del bullicio se silenció de repente con la imagen terrible de la gárgola, con el sonido espiritual del órgano, que obligó a más de uno apretujarse contra la silla de puro susto, enseguida un murmullo creciente volvió casi inaudible el reportaje. Sólo el final provocó de nuevo el silencio: una niña con un vestido talar de inmaculado blanco, de pelo lacio y húmedo recogido sobre el hombro derecho y dejado caer sobre ese lado del pecho, se dirigía con un cántaro a la Fuente de los Siete Caños. Con el cántaro lleno de agua avanzaba despacio por la plaza vacía hasta colocarse en el centro. Ahí la cámara se introducía en los ojos de la niña y hacía un travelling a su alrededor, filmando solitarias puertas, balcones y azoteas, y vacías arcadas y bocacalles. Con ese reclamo, de cada balconada, de cada ajarafe, de cada calle, de cada puerta comenzaban a salir a granel vecinos de Cela con la cara entristecida y rigorosa, hasta que una multitud la rodeaba a distancia. En ese momento, alentada con una música de piano que se aceleraba y crecía, la niña lanza hacia el cielo el agua del cántaro que, ralentizando los fotogramas, le cae desgranada en gotas de agua que brillan sobre su piel y su pelo como diamantes, y los que la rodeaban comienzan a sonreír, gritando y corriendo hacia el centro de la plaza para abrazarla. La niña feliz desvía sus ojos hacia el pórtico de la iglesia en la que, en un primer plano, puede leerse: “Post tenebras spero lucem”, y la voz de Marina, engolada y directa, en off, diciendo: “El pueblo de Cela, tras las tinieblas, espera la llegada de la luz. María Matovani, para Noche de Sábado”.
En la plaza no hubo lugar a reprimir las lágrimas y, puesto en pie, el pueblo despidió el programa entre hipos y sollozos embrozados en aplausos.
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