domingo, 30 de noviembre de 2008

DON LUCAS HUETE



Lucas Huete.

Durante toda la vida le ardió dentro una quemazón, una duda a la que no pudo o no supo dar respuesta. Se preguntaba si es que se podía nacer con cicatrices, porque él había salido del vientre de su madre con dos hebras de pelo cano que le crecían por encima de las sienes y se estiraban hasta la coronilla, y fueron esos rasgos los que definieron la patología que mantuvo desde que vio la luz, hasta el mismo día en que su cuerpo se balanceó colgado desnudo de la rama de una encina: la ira.

De esto Don Lucas no se apercibió hasta que con escasa edad salió por primera vez de Cela y una muchedumbre desbocada lo separó de sus padres en la estación de tren antes de despedirse del todo. Notó lo apresurado de la vida, viendo a la gente correr, mientras él estaba detenido en mitad de un andén, de un pasillo, con el billete en la mano, buscando la puerta de embarque, el tren que todavía se movía antes de pararse definitivamente. Entonces sintió aquella nausea encaramándosele desde el fondo del estómago, la punzada que se le repetiría el resto de su vida: un niño lo miraba y, después de señalarlo con el dedo extendido, corrió asustado en sentido contrario, esquivándolo, volviendo la cabeza para asegurarse que había logrado escapar; luego miró en derredor suyo y tuvo la certeza de que todo el mundo lo miraba con espanto y rehuía. Entonces se caló la gorra para esconder su estigma,y se abandonó en la luz que se colaba por las ventanas acristaladas de los techos, de las altas y sucias paredes, sin notar que las uñas se le habían hundido en las palmas de las manos y la sangre, poco a poco, comenzaba a resbalar, densa y húmeda, como las primeras lágrimas, sobre la maleta en la que su madre había cosido su nombre: Lucas Huete.

sábado, 22 de noviembre de 2008

Olvido Vargas

Olvido Vargas.

Si no hubiese sido porque la luz azul de aquel día tiritó de una extraña forma dentro de los ojos enormes de Olvido, Hugo habría podido pensar, sin lugar a dudas, que era ella la que convalecía de alguna rara enfermedad. Aunque, claro, Hugo nunca había visto a una mujer huyendo en estampida.

A juicio de sus padres, Olvido había sido victima del mal de la lectura, una actividad enfermiza que, ingenuamente, le hizo columbrar con esperanza un futuro que, sin ella saberlo, había nacido derrotado. Pero cuando Olvido supo, ya fue tarde; lo aprendido, lo vivido a través de la lectura, impidió sin remedio que el futuro pudiera revertir. Fue ese mal, el que le hizo esquivar la proposición de boda que le hizo el señor de Parral, el que la llevó a la estación de Cela y encaminó sus pasos por la Calle del Porvenir a la farmacia de don Lucas.

Lo oyó todo apostada en la baranda del piso de arriba y tembló como si la fiebre hiciera arder su cuerpo. Resonaba en su cabeza la voz engolada del señor de Parral que mantenía su nombre entre las comisuras de la boca, sin que sus padres se atrevieran a levantar la cabeza, y no dudó.
Arrastró el camisón y sus pies desnudos por los peldaños de la escalera hasta plantarse delante de Padre y Madre, con las tijeras abiertas ensartadas entre los dedos de una mano y la larga melena de pelo negro y ondulado, desprendida de la cabeza, en la otra. ”Si ustedes me casan con el labriego me mato; por éstas que me mato.” Y encabalgó el pulgar por encima del puño cerrado, poniéndolo delante de la boca, y lo besó, sellando así el juramento.

Con los años olvidará el tacto hiriente de la soga de cáñamo extendida frente a su espalda, el cabo anudado del látigo remejiéndose entre sus costillas; pero siempre se recordará amarrada al cabecero de la cama, absorta en la taracea que dibujaba una noche de enebro, balbuceando feliz “… y tiritan, azules, los astros, a lo lejos.”

domingo, 16 de noviembre de 2008

EL PADRE DE HUGO


Hace frío en Cela y se cobija debajo de las solapas de un sobrio loden, mirando a hurtadillas la humedad que rezuma de las arcadas de piedra que desembocan en la plaza del Ayuntamiento, en la que se encuentra el viejo despacho del letrado Horacio Buenaventura. Repasa la documentación que lleva al abogado y se asegura que no le falta nada: partida de nacimiento, certificado del penal donde por última vez fue visto, los anuncios publicados y copia del libro de familia.

En la primera página del libro de familia hay una foto, en la que se ve a su madre sentada en una silla de anea, con su hermana menor, muy niña por entonces, tomada en brazos. Él está de pie y su padre le rodea el hombro con el brazo. De fondo, el jardín de la casa de la Calle de la Amargura, delante del pozo. No ha dormido intentado recordarse de niño. Se desveló bien temprano y, cansado de dar vueltas, se levantó sigiloso para no molestar. Fue entonces cuando se decidió abrir la caja que desde hacía mucho tiempo guardaba en una de las esquinas del aparador, para que aparecieran sus notas del colegio, páginas de tebeos repintadas con unos lápices de cera, algunas cartas manuscritas, la matrícula de su primer año en la Universidad de Granada y dos fotos: en una se le ve joven, mirando un tablero de ajedrez, enfrentándose a un señor de mayor de edad que la suya, su profesor de matemáticas. En la otra está de espaldas y tiene la cabeza vuelta, como si atendiera a una llamada lanzada de improviso. El escenario de esa foto se compone de dos cipreses que se escapan de una tapia, entre los que se eleva el pico nevado del Veleta.

Sigue andando con la vista perdida en el empedrado y entra en la plaza. Aún está aturdido persiguiendo en su memoria la huella del joven que fue, y se le ensombrece el ánimo porque es incapaz de reconocerse en las fotografías que ha visto, en las cartas que ha leído, en los ridículos poemas que recuerda que escribió. Piensa que así deben ser las cosas: nacer y morir, y en medio sólo trabajo y olvido. Y se pregunta si su padre, al que ahora pretende declararlo legalmente fallecido y del que sólo queda un rastro en el recuerdo, acaso ha sido el único verdaderamente inteligente que ha conocido.

Ensimismado en esos pensamientos, nota algo extraño y separa despacio la vista del empedrado. Se da cuenta que la plaza adopta la forma de un enorme damero, que los cientos de baldosas blancas y negras forman un sorprendente tablero de ajedrez. Se vuelve a mirar hacia atrás y dibuja en su cabeza el camino que acaba de hacer. No puede evitar que se le escape una sonrisa, una mueca de esperanza: se ha desplazado por la plaza, siguiendo el orden con que habría movido su caballo del ajedrez en su viejo tablero del colegio, en forma de “L”, dos escaques hacia la vertical y uno hacia la horizontal, o viceversa.

jueves, 13 de noviembre de 2008

LA ABUELA DE HUGO


Se descubre llorando cuando siente el roce de la punta de su lengua con una lágrima que se arrastra por las arrugas de su cara, mientras silabea de memoria, escondida detrás de la cortina y de espaldas al transistor, las palabras que pronuncia en un tono grave el locutor de la radio nacional: "...Este que ha oído es un mensaje para el Sr. Hugo Garrido, en la actualidad con 82 años de edad, que le envía su esposa doña Hortensia Aldeaquemada. Donde quiera que esté. Para cualquier respuesta puede ponerse en contacto con nuestros estudios de Radio Nacional de España o, si se hallase en el extranjero, con Radio Intercontinental..."
Hortensia Aldeaquemada se enfundó en un traje talar, de un riguroso y sobrio oscuro, un día de Navidad del año antes la Guerra, cuando un guardia civil cumplía la orden de acercare a su casa y comunicarle que su marido, el reo Hugo José Garrido, se había escapado de la cárcel provincial trepando por un muro que se había derruido por orden de la superioridad para su inmediato aseguramiento y reconstrucción. Ese día se cerraron las puertas de la casa de número impar de la Calle de La Amargura para Hortensia, y no se le recuerda más salida que la que hizo para ver comulgar en la Iglesia de la Encarnación a su único nieto, Hugo Garrido, el día de su primera comunión.
Ella se apuesta en una mecedora pegada a la ventana, viendo el vaivén de los días que se suceden y se amontonan en los calendarios sin recibir noticia alguna de su marido, al que, por mucho que le digan, cree vivo por un pálpito hondo de su corazón. Desde entonces, no se arredra y todos los años, para el día de Navidad, encarga que se emita un mensaje en Radio Nacional de España, con el que le dice a su marido que si no anda lejos, en su casa se le espera, y si vive en Las Américas, que se cuide y recuerde que por aquí se le extraña. De su esposa e hijos, que le quieren.

martes, 11 de noviembre de 2008

EL ABUELO DE HUGO



El abuelo de Hugo vivió en un número impar de la Calle de La Amargura, y si por algo fue recordado en el barrio, sin duda era por su facilidad para el escapismo. Fruto de una trampa con el banco, a la que no pudo hacer frente por medios lícitos, hubo de escaparse de la prisión provincial en la que la Justicia decidió firmemente encerrarlo durante cinco años, un día de Navidad del año antes de La Guerra. En plena escapada, aturdido por la huida, encontró el valor suficiente para desligarse también de una familia y un pueblo que desde hacía tiempo se le habían quedado angustiosamente estrechos. Todos dicen que se marchó a Argentina de polizón en un barco mercante, aunque también hay quien asegura que murió ahogado en aguas del Atlántico a los pocos días de zarpar, que de esos barrotes no hubo escapatoria posible.

viernes, 7 de noviembre de 2008

Siete de noviembre. Cumpleaños de Mario y Maria José



Hay una luz delgada y filamentosa que se cuela por las rendijas de la persiana entreabierta. Es una luz limpia y cónica que parece que pudiera moldearse con las manos. Nos busca con prisa, empujada por la mañana, y yo quiero entregarte. Dibuja un trazo oblicuo sobre las sombras de la habitación, sobra la ropa desecha de la cama, y se cuela por los barrotes de la cuna. Su reflejo se desperdiga por la pared, como teselas desordenadas que forman en la penumbra el remedo de un cielo estrellado y fulgurante. Hay ya claror afuera, junio anticipa los días y el levante les da brillo. Me acerco y abro la ventana. Me vuelvo para mirar la impresión que te causa la luz que, ahora sí, envuelve la habitación y acaricia tu cara. Amusgas los ojos, mientras intentas tocar con tus brazos levantados, en paralelo, el juguete musical que te han colgado del larguero. Gime al girar sobre su engranaje por encima de tu cabeza, como los cangilones de la noria que yo veía desde mi cuarto, junto a un higuerón que dejaba caer sus hojas rugosas en la alberca inundada de ovas. Tú ya no podrás verla, hace tiempo que construyeron unos bloques desabridos, de fachada de ladrillo y ventanas de aluminio.
En la habitación de al lado se aprecia un rumor de vida, pienso que los vecinos han debido de madrugar hoy. A ellos se le suceden, unos tras otros, los días, desde que se le fue el hijo, desde que les pudo la vejez. No aprecian cambios en sus vidas, sólo un lento paso de estaciones, que se repiten y repiten. Creo que los va a matar el aburrimiento.
Ayer hable con la yaya, y me dijo que por unos días han dejado correr el Rumblar porque el calor estaba secando las huertas, y que las brevas de la higuera ya están en sazón. Que las buganvillas y los jazmineros han trepado por las bardas de las casas de al lado hasta saltar a nuestro patio, pero no ha dicho nada porque le agrada el color moteado de la tapia, el penetrante olor que se mete en el cuarto y le ayuda a olvidar el dolor de sus huesos. Por la fresca, ella se sienta en la puerta de la casa, al abrigo de los frutales, haciendo punto, entretenida con el movimiento de los coches que suben y bajan hacia la ermita. En los días de boda se mete en la casa, en su madriguera, porque tanto trasiego la pone nerviosa. Me comenta que el abuelo ha puesto goteros en el escaso huerto que plantó en primavera, y que da gusto ver cómo están las tomateras, las sandías, los pimientos… Es una forma de que a él, como al vecino, no se le sucedan los días.
Fuera hay un cielo de ceniza, plateado y se nota el viento moverse a lo lejos.
Te mueves. Un giro. Ahora recuerdo que aquel día siete de noviembre, en el pasillo se oyó un llanto hondo, y los pasos de una comadrona que me pedía que me acercara. Lo primero que hice fue contarte los dedos de las manos y de los pies. Creo que alguna vez lo vi en una película. Todo en ti rezumaba orden, concierto. El número de dedos también.
Mario, me he vuelto a mirarte de nuevo, y pienso que no cabe más felicidad que tenerte con nosotros. Y me pregunto ¿quién está dando la vida a quién?

Almería, julio 2007

sábado, 1 de noviembre de 2008

HUGO Y EL ROBO DE LAS NUBES


Todos coincidían en que Hugo Garrido estaba aquejado por el mal de la ensoñación, que no se le conocía más enfermedad que una devastadora imaginación que desde tiempo atrás le había hecho esquivar el norte. Pero eso a él nunca le molestó.


Miraba las nubes y las imaginaba como piezas mullidas de un puzzle. Así que allí, tumbado entre los arriates, apoyando su cabeza en las palmas de sus manos, mordisqueando una brizna de hierba, jugaba a adivinar las figuras que el viento construía en el cielo lapislázuli de Cela.


El día que ella llegó a la estación, los nublos se arremolinaron encima de la cabeza de Hugo, dando forma a una oronda y podrida manzana, pero él no entendió la advertencia que el destino le estaba haciendo y, desoyendo a los elementos, no quitó ojo a Olvido Vargas desde que la vio aparecer por la Calle del Porvenir hasta la farmacia de Don Lucas, en la que entró después de hacer sonar la esquila de la puerta por tres veces, como quien espanta una tormenta.


Los años de Hugo estaban recién metidos en la veintena, pero eso no fue suficiente para evitar que se aturdiera ante la visión de las rodillas desnudas de Olvido, de la maleta sujeta entre sus muslos apenas escondidos debajo del vuelo de una falda de color, de los hombros desnudos, de los que se descolgaban dos tirantas para aguantar el peso de una camiseta blanca en la que Hugo adivinaba las aureolas rosadas y los pezones oscuros que había visto en las revistas francesas que compraba a distancia.


Volvió corriendo a su casa a descolgar el póster que decoraba su habitación, pensando que si Olvido Vargas lo visitaba algún día, no querría ver a Marilyn Monroe de cabecero de su cama.

Yo conocí a Hugo un día en que el alcalde aseguraba al Gobernador Civil que al pueblo le estaban robando las nubes. Para entonces, Olvido hacía años que se había escapado de Cela, y recuerdo la extraña sensación que se me agarró al ver a un hombre de su edad tumbado en el campo, junto a la estación, mirando el cielo raso sin poder contener las lágrimas.


Le pregunté si podía ayudarle y él me repuso -¿sabe usted dónde se han ido mis nubes?